domingo, marzo 21, 2004

Un belga porfiado

Hace un tiempo en el blog de Ezequiel, blogista al menos una década menor que quien esto suscribe, me encuentro una referencia al pasar de que alguien le había prestado -con recomendación- un libro denominado La inteligencia de las flores de Maurice Maeterlinck. No sé si lo leyó o si lo hizo cual fue su impresión al final, pero el hecho de que siguiera siendo un libro recomendado y en tránsito me dejó bastante contento.

Me explico; Maeterlinck era un simbolista tardío y belga que tuvo su cuarto de hora al ganar un Premio Nobel en 1911 -al igual que decenas de escritores olvidados- y que osciló entre la poesía, la dramaturgia y el ensayo. De estilo epocal y asistemático, y sin mayores destaques históricos o radicalidades notorias, Maeterlinck es el clásico escritor remanente que subsiste en el canon de los estudios académicos, particularmente en los regionales, y cuya lectura hedonista va desapareciendo al igual que sus re-ediciones. Sin embargo y a pesar de su anacronismo temático y estilístico (el tipo es una constante pregunta retórica) Maeterlinck tenía a su favor un arma que aún hace posible su recomendación en el siglo XXI y que motiva un par de anécdotas que paso a relatar, dicha arma es simple y letal: el tipo era buenísimo.

Me juego la integridad de mis partes privadas a que la edición que le prestaron a Ezek es la de la Biblioteca Personal de Borges, la coqueta colección que el gran JLB dirigiera y prologara en los primeros ochentas, seleccionando libros que le parecían de particular interés. La colección, como muchos de ustedes saben, está basada no en un criterio historicista ni de sentido común sino el el simple gusto personal del viejo, probando que era realmente un exquisito ajeno a las modas, ya que la mayoría de los títulos son obras poco conocidas y totalmente ajenas a las tendencias y gustos de su tiempo, teniendo en común únicamente el buen gusto de JLB que por lo que sé -leí aproximadamente dos tercios de la colección así que no puedo jurarlo- no incluyó ningún libro que no fuera de una forma u otra fascinante.

La inteligencia de las flores es el volumen 8 de dicha colección y recuerdo que era bastante habitual encontrarlo en las librerías de usado de Tristán Narvaja; recuerdo también que demoré bastante en adquirirlo -a pesar de que ya era un converso de la Biblioteca Personal de JLB- por dos motivos bastante sensatos: era de Maurice Maeterlinck y se llamaba "La inteligencia de las flores". Cuando finalmente lo compré por mero completismo, comprobé que se trataba de una colección de ensayos diletantes y de escaso rigor investigativo que le servían al belga para divagar a la Valery sobre los más diversos temas, pero todo estaba escrito con una belleza expresiva, una pasión y un entusiasmo que lo convirtieron en uno de mis libros de cabecera.

Tanto fue así que me acostumbré a llevarlo conmigo cada vez que iba para afuera -al igual que El Cementerio Marino del ya mencionado Valery, lo cual prueba que por algún motivo misterioso los epígonos del simbolismo me resultaban lectura adecuada para el verano-, inclusive un infausto verano en el cual yo y el grupo de amigos con los que acampábamos en Aguas Dulces (Rocha) tuvimos un percance legal que interrumpió abruptamente nuestras vacaciones. Sin entrar en detalles fácilmente imaginables (drogas, manuel, drogas...) el asunto fue que varios de mis mejores amigos tuvieron la desgracia de encontrarse con unos agentes de Narcóticos que acababan de empezar un operativo de verano, por lo que necesitaban facturar resultados, es decir mandar gente en cana. Como si fuera poco, al ser procesados se encontraron con un juez joven y suplente que decidió que una buena forma de hacer méritos y forjarse imagen de duro era procesar con prisión a cuatro tipos sin antecedentes y claramente sin conductas criminales por una falta irrisoria, sin víctima (como todos los delitos de consumo), aplicándoles suministro de estupefacientes en base a una cantidad de marihuana ridículamente pequeña.

Ojalá que Allah haga que la próstata de dicho juez se infle como melón, que se tropiece con sus propias hemorroides, que toda su familia desarrolle psioriasis y que -supongo que para él sería mi maldición más cruel- nunca lo asciendan y muera como un patético burócrata del rincón más oscuro de Rocha. Y ojalá que muera con dolor y soledad. Podría escribir días y días maldiciendo el sistema legal que permite que basura humana como ese juez ridículo tenga poder sobre personas mil veces más valiosas que él...

Sigo..., el hecho fue obviamente un drama de injusticia del cual el único paliativo fue que los procesados iban a ser recluídos en la cárcel de Rocha, obviamente un recinto más pacífico que cualquiera de la capital. Los que eventualmente zafamos, antes de ser expulsados del departamento, les dejamos todo lo que podía ser de algún valor, incluídos, obviamente, los libros que habíamos llevado.

Un mes después fueron liberados, tal vez porque los abogados pudieron probar el disparate judicial que había sido su reclusión, tal vez porque ya se había cumplido la medida ejemplarizante de meter gente joven en cana para hacer publicidad al departamento de Narcóticos, y uno de ellos, mi amigo D.G., pasó por casa para devolverme los libros y discos míos con los que se había quedado en la cárcel. Enseguida me dijo: "Están todos menos 'La inteligencia de las flores'" Le pregunté que había pasado y me dijo "No, ese no te lo voy a devolver porque quiero quedármelo; cada vez que me deprimía o me daba cuenta que estaba en cana, me leía un poco de ese libro y todo era tan hermoso que me hacía olvidar donde estaba y por qué".

Al tiempo ya tenía una nueva copia del libro y todavía me acompaña de vez en cuando en mis escasos viajes. No creo que Anagrama -o la próxima editorial concheta de la próxima década- vaya a editar las obras de Maeterlinck, ni que los opinators de turno encuentren material en él para hablar de la posmodernidad de los posmodernos, pero el belga se resiste a ser olvidado. Compruebo con alegría al hacer un search que varias páginas de la web lo tienen en cuenta.

Abro al azar el libro y encuentro una de sus clásicas sentencias de inconfundible estilo:

"¡Se necesita tan poca cosa para estimular la belleza en un alma! ¡Se necesita tan poca cosa para despertar a los ángeles dormidos! Quizás no es necesario despertar, sino que basta simplemente no adormecer. No es quizás el elevarse, sino el descender, lo que requiere esfuerzos..."

Bien, dejemos que los estudiosos sigan estudiando el fenómeno Harry Potter.





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