domingo, diciembre 26, 2004

Ho Ho Ho

25 de diciembre, poco después de los brindis de medianoche vuelvo a mi casa para dormir una considerable resaca atrasada. Mientras subo arrastrado por mi perro por Gonzalo Ramírez escucho un ruido atronador a mis espaldas, me doy vuelta y veo el siguiente personaje que viene a velocidad media por la calle: un gordo con una musculosa blanca, un gorro de Papá Noel y con el pelo largo hasta la cintura subido en una moto enorme y destartalada. En el parte de atrás del asiento tiene instalada una boom box enorme de la que sale, a un volúmen absurdamente alto, "What a feelin'" de Irene Cara, aquel tema que fue el hit de Flashdance hace un millón de años. Cuando pasa al lado mío veo que además está fumando un habano.

No pude imaginarme a dónde podía estar yendo, casi le grito un "feliz navidad" pero decidí que no, mejor no.

miércoles, diciembre 22, 2004

No New York goes Yes Hollywood

En las últimas semanas hice uno de mis ocasionales raids de cine basura, aprovechando para ponerme al día con todos los placeres culposos (léase: cine atorrante, preferentemente de fantasía y/o terror) que me había perdido en el último semestre. Poca cosa realmente atractiva, la verdad, a excepción de Shaun of the Dead (Edgar Wright), una parodia británica a la saga de George Romero que tiene dos o tres cosas brillantes (hay que saltearse el título imbécil en castellano de "Muertos de risa", que se olvida que hay una película homónima de Alex de la Iglesia todavía dando vuelta por los video-clubs). Pero algunas cosas entretenidas encontré.

Entre ellas la versión cinematográfica de Starsky & Hutch, que recupera con mejores resultados a la dupla de Zoolander (Ben Stiller y Owen Wilson) para dar una mirada burlona y exacerbada de la serie. Me extrañó, dentro del moralismo ya casi delirante que impera en el cine comercial norteamericano actual, un cierto tono libertino -sobre todo dado por el personaje de Wilson (Hutch)- que le venía bárbaro a una película ambientada en los descocados años setenta. Cuando terminó y me di cuenta de quién era el director, todo me pareció más lógico: Todd Phillips es, que yo sepa, el único de los cineastas relacionado con el "cine de la transgresión" neoyorquino de fines de los ochentas que consiguió hacer un razonable pasaje al mainstream hollywoodense. Con Richard Kern volcado a la fotografía y Nikki Zedd, Casandra Stark y Beth B. más o menos olvidados, Phillips parece haber encontrado su nicho haciéndo comedias picarescas como ésta, en la que se puede encontrar a un Starsky colocado de merca y duro como un frasco (aunque por error) y a un Hutch corruptísimo, disfrutando de menages a trois que incluyen a la chica de su compañero (Amy Smart, recuerden ese nombre). Todd Phillips tal vez no sea un tipo tan conocido en términos de transgresión como sus tocayos Todd Solondz y Todd Haynes, pero su debut fue el hoy mítico documental Hated (1994), que describía vida, performances y muerte del punk rocker G.G. Allin, un documental que no emitía juicios sobre la autodestructiva figura del performer y que terminaba siendo un desolado retrato de la Norteamérica fea y que tenía mucho de esa "verdad inconstestable" que buscaba el cine de la trasgresión en la violencia real. Starsky & Hutch, no hace ni falta aclararlo, es otra cosa, pero si se la compara con porquerías como Los Ángeles de Charly o Shaft es evidente que por lo menos Phillips tiene una buena idea de lo que es el lado oscuro. Tal vez su inclusión, por parte del crítico Jack Sargeant, dentro del canon del cine de la trasgresión sea una exageración ya que Phillips no pertenece al mismo grupo etario y cultural que los demás, pero Hated posiblemente vaya a ser la obra más recordada relacionada al movimiento y mientras haya gente como él haciendo cine comercial en Hollywood las películas comerciales van a ser (un poquito) mejores.

Pero en la misma semana me encuentro con otra figura de la oscura New York de los ochentas asomando su cabecita a la luz; saqué con notable atraso Panic Room de David Fincher, director al que las mentes iluminadas de El Amante adoran castigar pero que sigue siendo el lado inteligente del cine comercial yanqui, encontrándome con una película hábil y con una buena dósis de suspenso a lo Hitchcock, además de un curioso final en el que la bondad es castigada. En los créditos de apertura descubro con destaque el nombre de Ann Magnuson, quién a decir verdad tiene un pequeño papel como agente inmobiliaria y el destaque de su nombre se debe esencialmente a lo reducido del elenco de esta película más bien claustrofóbica. Tal vez el nombre de la Magnuson no sea un campanazo ensordecedor, pero, además de actriz y performer, la chica fue la cantante, frontwoman, principal compositora y letrista de Bongwater, gran, gran banda olvidada del indie de fines de los ochentas-principios de los noventas, en la que compartía créditos con su en ese entonces pareja el brillante productor y músico Kramer.



Más allá de que el grupo desapareció junto con la relación sentimental, no sé por qué nunca se le dió más pelota a este dúo que combinaba la poesía modernista a lo Laurie Anderson con el punk cool de la escena noise y los collages sónicos heredados del hip-hop. Yo sigo pensando que The Power of Pussy (1990) es un disco enorme y algún día le voy a dedicar un "Mirando canciones" a la larguísima e impactante "Folk Song" o al menos a su desolado estribillo: "Hello death, goodby Avenue A / I'm getting tired of waiting, tired of being afraid / Joseph Campbell gave me hope and now I have been saved / So I sing hello death, goodbye Avenue A".

El bolo de la Magnuson en Panic Room es intrascendente, pero cuando la misma termina veo en los créditos finales con el nombre de su personaje, que quiero creer elegido por ella, que me produjo una alegría extra y el motivo de escribir este irrelevante post: la agente inmobiliaria interpretada por Magnuson se llama Lydia Lynch.

martes, diciembre 14, 2004

Mirando canciones (XIV): Hermano te estoy hablando

(tal vez este post contenga demasiadas obviedades para un montevideano, tal vez no, yo estoy convencido de que desde muy cerca no se ve un carajo)

La Punta Brava y su faro marcan el punto más al sur de Montevideo, dando origen al ocasionalmente majestuoso Bulevar Artigas, que divide a la capital casi por la mitad, en la que prácticamente es la única muestra sensata de geometría urbana de esta ciudad. Esta avanzada geográfica en el Río de la Plata y la línea que surge de ella separa a Montevideo en dos mitades bien diferenciadas en status social e idiosincrasia, pero también separa lo que son dos grandes formas de mirar al gran río de agua marrón y dos grandes ramblas. Una reposada, veraniega y burguesa hacia el este y una embravecida, invernal y humilde al oeste. La del este se divide en varios nombres que reproducen los de los barrios que atraviesa, la del oeste se conoce -hasta llegar a la Escollera Sarandí- como Rambla Sur, la rambla del viento, la tormenta, la pesca y los suicidas.



Aún si uno desconoce los orígenes barriales de Jaime Roos, o la relación de la Rambla Sur con Palermo y el Barrio Sur, zonas candomberas por excelencia, la canción “Hermano te estoy hablando”, que abre el disco Siempre son las cuatro (1982), informa acerca de qué rambla está hablando desde la primer estrofa sin dar ni una señal específica, solo la presencia de un mar y una rambla capaces de recibir a un muerto.

El Cronista

Las cenizas al viento
Se pierden sobre el mar picado
Frente a la misma rambla
Donde le tocó crecer
Los amigos que fueron
Esperan el final callados
A que los últimos restos
Se borren del atardecer
Tiempo atrás se juntaron
Músicos por la tonada
Y hoy nadie duda de nadie
Ni nadie canta igual que ayer
Que cada uno entienda
Como aguantarse la tacada
Solo en la cama de un cuarto
O en brazos de alguna mujer

El muerto

Hermano te estoy hablando
Quizás me puedas oír
Aquí no hay ningún misterio
No quieras llegar al fin
Tu diles que los recuerdo
Que lo que quedó detrás
Me voy sin averiguarlo
Sus versos me lo dirán

La Comparsa

Si vienen a preguntarte
Nos fuimos a caminar


En El sonido de la calle, libro de reportajes que le hiciera Milita Alfaro hace ya muchos años, Roos confesaba que la primera estrofa de esta canción había sido escrita bajo el efecto del L.S.D., y que de hecho era lo único que había escrito en ese estado, inspirado al parecer en la idea de ver su propio funeral. Si bien no es el tipo de imaginería que uno relaciona con el ácido, tal vez la asumida beatlemania de Roos lo hubiera conectado inconscientemente con el conocimiento de la muerte sentido por Peter Fonda bajo el efecto del ácido y relatado a John Lennon durante otro viaje, una experiencia sobre la que Lennon habla en “She Said, She Said” (“I know what it feels to be dead”), pero sería subestimar la canción reducirla a un mero apunte montevideano a la lírica beatleana.

Contextualicemos, en 1982 Jaime Roos estaba en proceso de regresar definitivamente a su ciudad natal luego de varios años de vivir en el extranjero. La dictadura militar aún reinaba y aterraba Montevideo, pero ya se había gestado un movimiento musical, conocido grosso modo como “canto popular”, en el cual se desarrollaban canciones de resistencia mediante alusiones simbólicas. Sin embargo dentro del mismo se fueron perfilando dos corrientes, una más populista, política y telúrica –con Viglietti, Los Olimareños y Zitarrosa (este último un autor en verdad nada populista) como faros- y otra de corriente más joven, más experimental, más académica y más “modernista”, que tenía como principal referente a Eduardo Mateo, que por esos años vagaba loco por las calles de Montevideo. Obviamente Jaime Roos pertenecía claramente a esta corriente –Roos fue uno de los principales responsables del resurgimiento de Eduardo Mateo durante sus últimos años de actividad-, que no era la que estaba prevaleciendo a nivel popular, y además no podía reclamar el apreciado status de exiliado político, ya que su permanencia en el exterior se debía a otros motivos. Pero esta distancia impregna cada rincón de este disco, convirtiéndolo tal vez en el mayor testimonio de la difícil relación del exiliado con su tierra. Tal vez alguno de los más de 100.000 jóvenes uruguayos que emigraron en los últimos tres años cree una obra similar, lo que es seguro es que el Siempre son las cuatro debe ser un disco difícil de escuchar en el exerior.

“Hermano te estoy hablando” habla sobre esa distancia y ese extrañamiento, entrelazándolos con los otros dos temas predominantes en el disco: el paso del tiempo y la conciencia de la muerte, temas mucho más presentes en la obra temprana de Roos que en la tardía. La canción habla de lo que habla todo el disco; de la violenta confrontación entre la memoria y la realidad sobre la que han pasado los años, sobre los cambios y sobre cómo cada uno de esos cambios tiene algo de muerte, de la definitiva que espera en algún lugar del futuro o de la cotidiana que explica que una misma persona parada en el mismo lugar en dos momentos diferentes no es la misma persona ni el mismo lugar. Es asombrosa la serena y desconsolada lucidez de Roos a lo largo de todo este disco, ya sea repasando desde su mirada de treintañero la tristeza de un adolescente tímido en “Quince abriles” (“y las columnas de la pista se derrumban de desolación / y los amores imposibles se sumergen en esta canción”), el retorno al barrio de “Historias tristes” (“Un torbellino de hojas crujió / sobre su nueva vida / El eco de una voz le golpeó / la memoria dormida / Sonó una radio / se oyó el estadio / Por la vereda el lobo siguió / tras la oveja perdida”), la lejanía geográfica entre los afectos de “Parece” (“Allá va la mujer de mis sueños / entre sus manos tiembla un farol / Atravesando duras heladas / junto a la costa esperando el sol”) y ese monumento a la canción que es “Adiós Juventud”, sobre la que me parece al pedo extenderme.

Pero es “Hermano te estoy hablando” la que introduce una temática y una visión que no se completa en esta canción ni en este disco. El notable conceptualismo del Roos de esa época, que con tecnología de grabación hoy en día primitiva diivide la canción en tres voces diferenciadas, recicla tomas desechadas, relatos de fútbol, basura de micrófonos abiertos (“Pará Galemire, pará…”), y versos perdidos para usarlos como paisaje sonoro que hace del tema –particularmente de su sección final- un túnel del tiempo en el que los vientos citan tanto a su anterior semi-éxito “Aquello” como a su futura canción “Pirucho”, de la que inclusive llega a cantar dos versos (“Pirucho / Pirucho no puede más / de buscarle cinco pies al gato / sabiendo bien que tan sólo cuatro hallará / Ansina / Ansina no quiere más….”) que plantean un misterio que recién sería resuelto dos años después con la edición de Mediocampo (1984), disco que contiene la canción entera –un candombe psicodélico de corte inédito y nunca repetido. En “Pirucho” también se darían algunas claves sobre “Hermano te estoy hablando” para los que se habían quedado girando acerca del mensaje del muerto: “Las cuerdas se desbocaron en aguacero / Les hace buscar refugio en el más allá / Y dicen adiós al muerto que les recita / Hermano te estoy hablando del Uruguay”.



Roos no pudo continuar esta concepción conceptual ni este álbum, que siempre ha tenido la honestidad de reconocer como su mejor obra; el disco que lo seguiría, Mediocampo, era una buena colección de temas que contenía algunas canciones excelentes (“Victoria Abaracón”, “Tal vez Cheché”, la ya citada “Pirucho”) que estaban a la altura de las de su disco anterior, pero le pesaban algunos arreglos forzadamente contemporáneos que lo convierten en una obra mucho más datada –bajo el nefasto signo sonoro del modelo de producción de The Police- que los aparentemente retro arreglos beatleanos del Siempre son las cuatro. Luego de Mediocampo empezaría un periplo en el que los puentes psicodélicos y los colages serían reemplazados por solos de jazz-rock, las repeticiones mántricas por estribillos machacones, las sutilezas asimétricas por arreglos bombásticos, los originales de vanguardia popular por los covers de canciones tradicionales, la lúcidez visionaria del ácido por la tensión autoindulgente de la cocaína, la pluma hermética y evocativa del propio Jaime por las sucesiones de clichés costumbristas de Tinta Brava Castro o la poesía genérica de Mauricio Rosencof, los jingles disfrazados de canciones…. Y también algunos chispazos perdidos en discos escasos en cantidad e inventiva; canciones como “Lluvia con sol”, “Mío”, “Huayno del ciego”, la versión original en vivo de “Si me voy antes que vos”, que nos recuerdan que fueron compuestas por el mismo tipo que hizo el misterio peyotero de “Chalaloco”, el misterio invocado originalmente por Eduardo Mateo y El Kinto, el misterio (“aquí no hay ningún misterio”) de la trascendencia psicodélica y la fusión perfecta, esa mezcla equilibrada de influencias casi inconcientes que Gustavo Santaolalla jamás va a entender.

Jaime Roos es un músico que tiene fama de ingrato con los demás músicos, no sé si es un juicio justo, no lo conozco. Conozco sí el hecho de que Uruguay ha sido ingrato con Jaime Roos, no tanto con él –a quién tal vez se le ha comprado y seguido más de lo que se lo ha querido, pero al que se le reconoce ser nuestro músico más reconocible y representativo- sino con esas preguntas musicales planteadas en su obra de aquellos años. En estos tiempos en los que el candombe-rock de Roos se ha vuelto una influencia más que perceptible en la obra de muchos de los artistas más populares a ambos lados del Plata, es interesante re-escuchar el Siempre son las cuatro para escuchar justamente lo que quedo afuera del saqueo y/o influencia. Da la impresión de que sólo ha tenido epígonos de los aspectos más superficiales de sus composiciones, de sus seguridades y sus afirmaciones (“Este es el rock uruguayo”), pero nadie ha seguido sus dudas, aquellas indagatorias en los claroscuros de la nacionalidad y la racionalidad en la que la juventud es un fantasma en fuga y la patria es una ilusión de la que los muertos se van sin averiguar las respuestas definitivas, tal vez presentes en esos versos ambiguos, tanteadores, ya olvidados.

viernes, diciembre 10, 2004

Tres cosas tres

No es por dar púa, pero que notable el cartel del próximo mega- recital organizado por el infausto antro W Lounge; en dicho afiche el nombre de una banda de rock aparece arriba en letras unas quince veces más grandes que las de otros tres grupos de igual o superior popularidad y unas veinte veces más grandes que las de las demás bandas presentes en el recital, recital en el que además se bajaron a bandas de trayectoria y tal vez de popularidad apenas media pero que estaban programadas (y obviamente con el calendario ajustado en relación a esa fecha) para programar a bandas de popularidad nula pero afines a la concepción Pepsi del rock . Parece que el síndrome de jerarquías establecido en Durazno se va institucionalizando con violencia. Ya sé, ya sé que recién dije que no iba a hablar más sobre estos temas pero qué curioso, qué curioso….

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Escucho en la radio un reportaje a Ruben Rada que me deja pensando un rato. En el mismo el tipo, tirado de la lengua sobre el tema, confiesa algo que en verdad ya había confesado: que sus últimos tres discos habían sido realizados con la única intención de ganar guita, algo para lo cual contrató como productor a Cachorro López que parece ser un experto en esos menesteres. Rada, que dijo haberse acreditado en esos discos como “Ruben Roba”, describió como se había realizado la más pizarrera de las producciones y cómo su injerencia en la misma había sido nula, limitándose a recoger el fruto de la misma.
No había cinismo en la voz del negro sino más bien resignación, hablando sobre el mismo tema se refirió al hecho de que gracias a esos discos y a su participación como actor en Gasoleros y como conductor en El teléfono se había podido comprar por primera vez en su vida, a los 55 años, un apartamento que podría legar a sus hijos. Y, aún sabiendo que hasta Luis Rial usa a sus hijos como excusa para hacer lo que hace, sonaba muy sincero. Y me quedé pensando que el tipo es el autor de “Las Manzanas”, de “La Mandanga”, de “Candombe para Gardel”, de varias de las canciones más populares de la música uruguaya de los últimos cincuenta años.

(Hace muchos, muchos años y despotricaba con ignorancia contra la música de Rada ante un amigo que apreciaba dicha música. Me hizo escuchar la versión original de “Terapia de murga”, tal vez una de las mejores canciones pop del Río de la Plata, y le tapó la boca a mis prejuicios en forma notable. Desde entonces he escuchado muchas cosas horripilantes compuestas por Rada con las más diversas intenciones, incluyendo aquel jingle infame de El País que luego vendería como canción y que contenía la cuasi fascista línea “y en el zaguán besa a la novia / que un día dará hijos al país”, pero siempre que me tiento de putearlo recuerdo que el tipo compuso “Terapia de murga”, y esta otra canción… y aquella….”)



Pienso entonces en Eduardo Mateo, muerto en el hospital público Pereyra Rossell sin haber vivido prácticamente en otro lugar que en modestísimas pensiones y sin dejar más que una guitarra y una colección de canciones que se cantarán dentro de un siglo o más; en el incorruptible Fernando Cabrera, el único que se negó a tocar en W Lounge luego de la brutal agresión que sufriera en dicho lugar Jorginho Gularte, siendo a la vez el que necesitaba más tocar en boliches que paguen bien como W, en ese Cabrera que ha vivido a salto de mata toda su vida de músico y que tal vez esté empezando a tener suerte ahora gracias a la propaganda que le ha hecho Jorge Drexler (único poroto que le anoto a favor al cantautor políticamente hiper-correcto); en el querido Eduardo Darnachuans, para el que sus amigos músicos han tenido que hacer colectas para pagarle urgentes tratamientos médicos… Todos destinos bohemios, habituales para los músicos uruguayos de profesión e integridad, destinos que son mirados románticamente desde el confort de un living, desde al lado de un buen equipo de música en un departamento ambientado.

Pienso en el diseño de la ética D.Y.S. del punk y en cómo ese tipo de ética sólo es posible en circuitos en los que la suficiencia mínima (comer, vestirse, desplazarse, comprar cuerdas) está asegurada más allá de lo radical de la propuesta. Pienso en Ian McKaye pontificando sobre precios, puritanismos y sistemas paralelos, pero volviendo a comer a la casa de su padre predicador en Washington. Pienso en que las reglas iguales y los juicios inapelables son una necesidad en el plano jurídico, pero que en plano ético o moral hay una medida para cada persona. Y pienso en lo injusto que es medir desde una óptica de clase media universitaria a un músico profesional perteneciente a una minoría discriminada con sordina que llegando a los sesenta años se da cuenta que, aunque lo conozcan cada uno de los taxistas, tiene que pensar en si puede tomarse un taxi o no. Pienso en la alegría que le han dado a miles de uruguayos las mejores canciones del negro y lo poco que le han sido retribuída, pienso en cambio en todo el provecho que se saca de dejar personas tristes. Y bueno, ya pensé demasiado, de cualquier forma, qué atorrantes que son las plenas de esos últimos discos….

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Virginia, la novia de cierto notorio baterista de curiosa barba, me regala esta frase que vio escrita en un muro y que me parece una seria candidata, por contenido y forma, al mejor graffiti uruguayo de todos los tiempos: “Artigas son los padres”.

miércoles, diciembre 08, 2004

Deportes acuáticos

El verano llegó, vieja, y este escriba comenzó a hacer sus habituales rondas de ejercicio por ramblas y parques acompañado de su mastodónico perro, tal vez para demostrar al mundo y a sí mismo que puede vivir vida diurna lejos de los bares y antros nocturnos.

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Paseando por Parque Rodó compruebo que las fuentes públicas del mismo se han convertido definitivamente en el equivalente a piscinas para los niños no privilegiados, que se refrescan de sus rondas de mendicidad. Algunas de estas fuentes, que conozco bien por ser usadas como pileta habitual por el kármicamente oloroso can J.C.B., son lavadas periódicamente, otras, como la grande y circular que se encuentra frente al Casino Parque Hotel, parecen cubiertas de un desagradable moho flotante, lo cual no impide a estos niños que chapoteen entre ese preocupante verdor.

Frente a las canteras del Parque Rodó veo a un grupo de adolescentes no privilegiados, que cual clavadistas mexicanos se arrojan desde el muro de la rambla hacia el río, unos cuatro metros debajo de ellos. Lo hacen en el punto donde hay un enorme desagüe, zona que al parecer tiene mayor profundidad y ausencia de rocas. De cualquier forma es un salto aparentemente peligroso que los tipos practican con despreocupado entusiasmo.

Recuerdo una anécdota que me contara mi amigo D.G. ante una escena que presenció en el mismo punto con símiles adolescentes. Al parecer los tipos se estaban zambullendo en arriesgadas piruetas cuando un veterano se les acercó para recriminarlos y decirles autoritariamente que no podían seguir haciendo eso.

“¿Por qué no?”, le preguntó uno de los muchachos, a lo que el veterano respondió con impecable sentido de las prioridades:

“¡Primero porque no se puede, y segundo porque se pueden lastimar!!!”

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Mientras recuerdo esto mi perro se acerca a uno de esos pendejos asustándolo visiblemente. Qué raro, pero al mismo tiempo a mí me aterrorizaría tirarme de esa rambla. Supongo que cada uno le tiene miedo a lo que no conoce bien. Bueno, a veces es al revés.

lunes, diciembre 06, 2004

Sábado y domingo

Finalmente el notorio concurso de Pepsi Bandplugged, que asegura a sus ganadores y finalistas una exposición televisiva notoria a lo largo de dos meses (y el pase casi seguro a la escudería del manager Claudio Picerno), llegó a su fin y se supieron los ganadores, que ya se sospechaban desde hacía tiempo. De los seis finalistas, cinco eran bandas de hard rock simple y genérico hasta el punto de que podrían pasar por un casting para la segunda versión de Spinal Tap, sólo que sin chistes (la sexta banda era de esa forma rústica de pop que algunos entienden por punk). El ganador fue Doberman, banda que parece algo así como una mezcla pesadillesca entre Ted Nugent y Creed, y el mejor tema inédito fue un tema de Doberman que parecía una mezcla pesadillesca entre una canción de Creed y una de Ted Nugent. Digamos como ejemplo que la producción actual de Pappo parece free-jazz de vanguardia por comparación. Pero no da para ensañarse con ellos, los mismo podría decirse, cambiando algún nombre, de las otras cinco bandas finalistas y de la gran mayoría de las bandas clasificadas.

Miré con interés morboso el concurso, cavilando con más tristeza que rabia lo profundamente reaccionario que es el concepto de "rock" que predomina en el mainstream uruguayo y como el “fenómeno” se retroalimenta a sí mismo en una burocracia creativa desesperada por, simultáneamente, sacar hasta la última gota de leche de la teta y preservar un paradigma estilístico controlable, empaquetable, ubicuo, educadito.

Hubo 500 bandas en ese concurso; sé que hubo decenas, tal vez cientos de bandas más arriesgadas que las ganadoras, me da pena por ellos. O no, porque triunfar en un circuito tan mediocre no es definitivamente un precedente válido con el que comenzar a llamar la atención. El que el jurado estuviera compuesto no por expertos de marketing y empleados de discográficas –lo cual hubiera tenido una cierta lógica, perversa pero lógica al fin- sino por músicos de rock reconocidos y periodistas culturales (shame on you) marca la pauta de lo desagradable de este fenómeno, la ignorancia de sus promotores y agentes culturales y lo alejado que está, no ya de expresiones artísticas removedoras e innovadoras, sino de las más elementales muestras de pasión y energía.

Anoche, en cambio, luego de escuchar un par de temas de no-rock uruguayo, fui a ver un recital de no-rock rioplatense en el que Danteinferno ofreció para 20 personas el mayor despliegue de guitarras asesinas y pop desfigurado que haya escuchado en mucho tiempo. Fue el mejor recital que les he visto hasta ahora, y lo dieron para la menor cantidad de público para la que hayan tocado. Antes que ellos los Modelle Nude habían ofrecido también un espectáculo inusual; después de tocar tres temas de puro e intenso noise instrumental, uno de los guitarristas, sacadísimo y después de tratar de agredir su guitarra de todas las formas posibles, terminó tirado en el suelo en pelotas intentando, al parecer, introducirse el clavijero de la misma en el culo. Luego se levantó, sostuvo una pesada botella de Pilsen con los dientes y la arrojó sobre sus compañeros de banda. El recital colapsó abruptamente junto con las conexiones de los pedales de la guitarra. Estuvo bien.

No quiero decir que sea válido o necesariamente interesante el que alguien se trate de meter la guitarra en el orto –gimmick arriesgado pero indudablemente efectista- pero por lo menos demuestra un interés en ir más allá del ridículo y de la misma concepción del ridículo para hacer algo memorable, para bien o para mal. Hacer algo que realmente fuerce la atención hacia el escenario y recuerde que hay una banda tocando, que no es un florero doña.

En fin; no voy a escribir más sobre el mainstream del rock uruguayo, su sistema de pequeñas corrupciones, su pánico a moverse del supuesto mínimo denominador común de su público, su profunda caretez, su inaudita mediocridad y los monos chupándose unos a otros en festivales futboleros. Lo único que me importa es estar lo más lejos posible, conceptual y estilísticamente, de semejante garcha. Y darle espacio a lo que no es eso, a lo que no puede confundirse con eso, es decir, hay otras cosas: vayan, bájense los temas nuevos que hay en la página de HPLE, aprendan bailes, hagan un notable papelón, formen guerrillas, cómanse un hongo misterioso, vivan….

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