viernes, mayo 28, 2004

Importancia del arte (y la Revolución, chico)

En lunes felices se da una interesante polémica acerca de la renovada vigencia de Silvio Rodríguez, discusión motivada por el reciente paso triunfal del cubano en el recital de festejos del Día de la Patria, en el que Rodríguez dejó chiquitos a todos sus compañeros, incluído al patriota Charly García.

No voy a reproducir la conversación, vayan y léanla si les interesa (también lo que escribió Ghetta sobre Fidel Castro, ya que estamos), pero me viene al pelo para contar una anécdota sobre la admiración reverente y casi religiosa que se le supo tener a Silvio Rodríguez hace un par de décadas, y del que fui testigo cuando en 1985 vi el recital que el hombre ofreció en la explanada municipal. Yo era pendejo y lo escuché colgado de una palmera y, más que el recital en sí (que fue impresionante), me voló la cabeza el silencio con el que fue escuchado. Había como 20.000 personas y mientras el tipo cantaba no se escuchaba una tos, un llanto de bebé, nada; fue sobrenatural.


(meditando sobre la oralidad)

Pero la escabrosa y significativa anécdota a la que me refería es la siguiente: hace unos 15 años un amigo mío del liceo se ennovió con una chica que había vivido en Cuba junto a su madre, una profesora comunista que había sido (y en aquel entonces seguía siendo) una mujer atractiva, y que había tenido un buen contacto con el ambiente cultural de Cuba. El asunto es que mi amigo hizo muy buenas migas con su suegra, que era la clásica madre progre liberal que más que una madre es una de la barra, y solía quedarse de charla con ella aunque su novia no estuviera. Un día, después de tomarse unas copas de vino, la mujer empieza a hablar sobre Silvio Rodríguez, la gente de la trova y su relación con ellos, y le hace una inquietante confesión: había tenido una relación, más física que sentimental, con el trovador. Pero esta indiscreción no era lo particular, sino el detalle que le confesó de que le había practicado el fellatio, algo que en su vida sólo le había hecho a otro hombre y que ni siquiera se lo había concedido a su ex marido, el padre de su hija. Mi amigo, que estaba tan incómodo como fascinado, le preguntó el por qué de la excepción, y la profesora le contestó que no todos los hombres se merecían eso.

Así eran los tiempos en los que los hombres nuevos caminaban la tierra y derramaban su simiente revolucionaria por doquier.

(Más o menos en aquella época todos nos metimos a hacer música.)

El otro tipo que había sido beneficiado con las bondades orales de la profesora era alguien que también le sonaba a nuestras culturas adolescentes, un tal Julio Cortázar.





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