jueves, mayo 27, 2004

Tierra de gigantes II

El breve intercambio de anécdotas de compositores cultos que tuvimos con algunos commentators dos post atrás me hace pensar en lo habituales que son este tipo de historias en los músicos serios de antaño, mucho más habituales -a pesar de estar menos documentadas- que en los rockeros, que suelen limitarse a estridentes historias de autos tirados en piscinas y pajerías semejantes.

La explicación que me parece evidente es que, hasta la primera mitad del Siglo XX, la concepción de sí mismos, y de su función, que tenían los artistas estaba aún muy influida por el romanticismo y el idealismo del siglo anterior, y eran tiempos en los que el ser insobornable e inalcanzable, especialmente entre los arrogantes y demoníacos artistas alemanes, era un lujo tanto o más valioso que cualquier bien material que se consiguiera renunciando al honor. Una época en que los gestos eran un capital más impresionante que una bolsa de frula, una época en la que los artistas se mataban en duelos, se hacían partisanos, iban a morir al frente de Madrid, yo que sé... hoy en día a uno lo impresiona que Fugazi cobre las entradas tres dólares más barato que las otras bandas... Pero el asunto es que los grandes gestos abundan en las biografías de estos hombres por el simple motivo de que eran grandes hombres.

Esta introducción me sirve para contar otra anécdota de Schönberg, aunque sólo lo tiene como personaje secundario, recogida del libro Tensiones Filosóficas coordinado por Tomás Abráham, en el cual se describe la difícil y tensa relación entre Schönberg y su maestro Gustav Mahler. Como ya mencioné en el post anterior, Schönberg tenía un carácter horripilante y una arrogancia del año cero, pero Mahler obviamente se había dado cuenta de que el tipo por lo menos tenía un talento acorde a sus pretensiones y que era una fuente inagotable de ideas nuevas. Así que solía invitarlo a comer a su casa, para terminar echándolo inexorablemente, saturado por la altivez de Schönberg, y jurando no invitarlo más. Por supuesto volvía a invitarlo cuando había pasado el tiempo necesario para bajar la calentura. Estas furiosas discusiones siguieron hasta el estreno de la 5º Sinfonía (creo, estoy citando de memoria) de Mahler, después del cual Schönberg -que estaba vetado como de costumbre- se acercó a la esposa del mismo y le dijo: "digale al maestro que vuelva a invitarme a cenar, después de haber escuchado lo que escuché hoy no volveré a discutir con él nuevamente y le daré siempre la razón en todo lo que diga".

Pero no es esta la historia que me emociona y me interesa sino una de la otra cara de la relación. En el estreno del Pierrot Lunaire de Schönberg ocurrió lo previsible (le había pasado a Victor Hugo antes, le pasaría a Stravinski y a Bob Dylan después), la obra era tan diferente que produjo una reacción violenta en el público, que comenzó a abucharla ruidosamente al final de la misma. En una de las primeras filas estaba Mahler, que ya era una institución musical europea por aquel entonces, quien se levanta y empieza a aplaudir ostentiblemente. En medio del quilombo un conocido se le acerca sorprendido y le pregunta sorprendido: "Maestro, ¿realmente le gustó?", y Mahler le contesta tranquilamente: "No, para nada; no lo entiendo. Pero es joven y seguramente tiene razón".





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