jueves, mayo 27, 2004

Tierra de gigantes

Hace algunos días el artista antes conocido como El Garza me sugirió una idea notable para un post: hablar sobre artistas musicales sobre los que sea más divertido leer que oírlos. Meditando sobre dicho post hipotético (que si escribo me va a acarrear un huracán de puteadas por parte de gente que sigue pensando que lo estrictamente musical es lo central en la música) me viene a la mente el nombre de alguien cuyas anécdotas vitales me fascinan hasta el punto de que el hombre era mi ídolo mucho antes de haber escuchado una nota compuesta por él, pero que sin embargo no puedo poner como ejemplo de “mejor leerlo que escucharlo” por la sencilla razón de que es uno de los cinco músicos (y tengo que pensar los otros cuatro) más importantes del Siglo XX: Herr Arnold Schoenberg (o Schönberg).

Un personaje increíble, con un ego que hace parecer a Lou Reed humilde y una intransigencia que deja a Ian McKaye como un vendedor de Nike. Cada anécdota del pelado gruñón es mejor que la anterior, desde su infancia autodidacta en la que tenía que esperar a que saliera la letra “S” de la enciclopedia que compraban en su casa para saber qué corno era una sonata, pasando por sus eternas peleas con su maestro Gustav Mahler, que no podía creer que alguien tan joven pudiera ser tan arrogante (ah, si hubiera visto a las legiones de imbéciles británicos que lo superan en ese aspecto, y no por haber inventado la música atonal sino por haberle copiado mal un tema a los Beatles o a los Kinks), o su exasperación ante su alumno John Cage, a quien consideraba más un inventor que un músico.

Pero la mejor historia que conozco de Schoenberg y que no puedo evitar narrar la encontré en La Ciudad de las Redes, libro de Otto Friedrich sobre Hollywood, que cae en la tentación de contar el en cierta forma lateral contacto de Schoenberg con la meca del cine. A mediados de los años treinta Schoenberg abandonó Alemania, donde era profesor de la Academia de Música de Berlin, ahuyentado por el nazismo, dirigiéndose como tantos exiliados alemanes a Estados Unidos. Llegó a Nueva York donde prácticamente nadie tenía la más puta idea de quien era a pesar de que en Europa se lo consideraba como el Picasso de la música contemporánea. Se inscribe para dar clases en un conservatorio de Boston –recordemos que el tipo había sido alumno de Mahler, profesor de Alban Berg y de Webern, etc.- y ni un norteamericano se anotó en sus cursos. Al final por puro pedo le ofrecen un puesto mediocre en la Universidad de California-Los Angeles. El único americano que se da cuenta del talento que había atrás del carácter de mierda de Schoenberg es el único compositor de ese país que sabía que Europa existía, George Gershwin, pero justo se le ocurre morirse, por lo que Schoenberg queda en las tinieblas otra vez, ignorado y comido por los piojos.

Pero hete aquí que por una serie de casualidades el jefe de producción de MGM, Irving Thalberg escucha por casualidad en un programa de radio el nocturno Noche Transfigurada de Schoenberg y llega a la conclusión de que es exactamente la música que necesitaba como soundtrack de una novela de Pearl S. Buck ambientada en China, La Buena Tierra, que se disponía a adaptar. Cuando se entera de que Schoenberg está en Los Angeles dando clases humildemente, Thalberg inmediatamente lo llama para concertar una cita, ofreciéndole 25.000 dólares por componer la música para la película, lo cual en 1935 era un vagón de guita. Schoenberg a desgano acepta ir a conversarlo y llega tardísimo a su cita con el magnate porque se queda paseando por los estudios de MGM. Cuando finalmente llega, Thalberg, aunque está caliente por la demora, hace gala de toda su educación y le dice: “El domingo pasado, cuando escuché la música encantadora que había compuesto usted…”. Y Schoenberg lo corta: “Yo no compongo música encantadora”. Así empieza la conversación.



El asunto es que Thalberg le va contando a Schoenberg sus ideas sin que el alemán demuestre el menor entusiasmo (o respeto al menos). Al final Schoenberg le dice que las películas y sus bandas de sonido le parecen en general una porquería porque los directores y los productores no tienen cuidado con los tonos de los parlamentos y dice que sólo trabajaría en La Buena Tierra si le dan control absoluto sobre la música y sobre los diálogos. Thalberg que ya no puede creer lo que escucha le pregunta con recelo qué quiere decir con “control absoluto sobre los diálogos” y Schoenberg le dice que tendría que trabajar con los actores y que estos “tendrían que hablar en el mismo tono y clave que yo compusiera. Sería como Pierrot Lunaire, sólo que menos complicado, como es lógico”.

Thalberg, hombre acostumbrado a la obsecuencia, le explica que al director le gustaría trabajar él los diálogos con los actores y Schoenberg le dice: “Nadie se lo impide, pero que lo haga después de que los actores hayan ensayado los diálogos conmigo”. El pelado habla tan seguro y con tanta autoridad que, increíblemente, Thalberg acepta, aunque le dice a su secretaria, luego que el compositor se va, que, teniendo en cuenta lo elevado de la oferta monetaria, al final le iba a poder poner algunas condiciones a Schoenberg, evidentemente un hombre difícil.

Dificilísimo; a los pocos días le hace saber a Thalberg que si va a hacer la música de la película además del control total sobre todos los sonidos de la misma quiere que le paguen 50.000 dólares, exactamente el doble de la generosa oferta de MGM. Thalberg se da por vencido y le encarga la banda de sonido a un consejero técnico chino que le consigue unas canciones populares de su país por la coca y los panchos, más o menos.

Y Schoenberg queda feliz como perro con dos colas, escribiéndole a Alma Mahler: “Estuve a punto de componer la música de una película, pero por fortuna pedí cincuenta mil dólares y esto, también por fortuna, fue demasiado, ya que para mí habría sido el fin…”

Veinte años después Stravinski, que sí había cedido sus talentos a la bestia hollywoodense, lo ponía melancólicamente a Schoenberg como ejemplo en una versión romantizada de la historia en la que el pelado habría dicho “Me matáis al impedirme morir de hambre”.





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