sábado, julio 10, 2004

Mirando canciones (XI): Stolen Car

En Cop Land (1997), la correcta película de James Mangold, hay una escena fantástica. En ella Freddy, el sheriff medio sordo y medio imbécil encarnado por Sylvester Stallone está en su casa hablando con la casi separada Liz (Annabella Sciorra), de quién está enamorado sin ser correspondido desde hace más de diez años. Luego de un silencio significante, Liz le pregunta por qué nunca se casó y el Freddy –con una sonrisa avergonzada que justifica y perdona toda la carrera cinematográfica de Stallone- le contesta “All the best girls were taken.”

Siempre me pareció una gran escena, pero también le tuve siempre un poco de desconfianza, no tanto por lo improbable de la perfecta actuación de Stallone sino más bien por un elemento extra que podría ser considerado chantaje y que volvería melancólicamente bella hasta a una escena de Los Roldán, y que es la canción que suena desde el tocadiscos enmarcando el diálogo: “Stolen Car”, de Bruce Springsteen.

I met a little girl and I settled down / In a little house out on the edge of town
We got married, and swore we'd never part / Then little by little we drifted from each other's hearts
At first I thought it was just restlessness / That would fade as time went by and our love grew deep
In the end it was something more I guess / That tore us apart and made us weep

And I'm driving a stolen car / Down on Eldridge Avenue
Each night I wait to get caught / But I never do

She asked if I remembered the letters I wrote / When our love was young and bold
She said last night she read those letters / And they made her feel one hundred years old

And I'm driving a stolen car / On a pitch black night
And I'm telling myself I'm gonna be alright
But I ride by night and I travel in fear
That in this darkness I will disappear


Springsteen es un compositor incómodo de admirar, principalmente a causa de un montón de malentendidos con respecto a lo que connota, malentendidos que en su momento llegaron hasta el propio Ronald Reagan, que hizo la misma malinterpretación de “Born in the U.S.A.” que hizo casi todo el mundo –a pesar de que la canción es transparente en su carácter de anti-himno-, y que tienen que ver con el natural rechazo hacia todo lo explícitamente norteamericano que sienten todos los no-nacidos en la potencia. Pero el rechazo a Springsteen tiene también un asidero firme en cualidades explícitas en su música o para ser exacto en la actitud de la misma, en esa permanente actitud grandilocuente, épica, heroica y moral que denota que, aunque siempre ha sido presentado como el eslabón perdido entre Elvis y Bob Dylan, Springsteen es ante todo un hijo de los setenta, y si uno rastrea puede encontrar en su teatralidad larger than life la marca de artistas que uno imaginaría a priori alejadísimos del hijo de Jersey como Alice Cooper, Genesis, Meat Loaf o Bowie. El que el Springsteen épico haya compuesto algunas de las mejores canciones de los últimos treinta años no impide el señalar este prejuicio hacia su obra como lógico, especialmente viniendo de una óptica más o menos punk.

Pero reducir a Springsteen al beatnik tardío de carretera que desafía al mundo en nombre del rock en Born to Run es, aunque sea una impresión válida, perderse al otro Springsteen, a un Springsteen de canciones pequeñas, canciones de una intimidad que hace parecer a Ira Kaplan o a Iron & Wine un par de hooligans desaforados, canciones casi invariablemente trágicas y que casi invariablemente tratan sobre el lado oscuro de Estados Unidos, un lado que el supuestamente nacionalista Springsteen ha retratado con furia casi hardcore a pesar de cantar en susurros. Es este Springsteen el que se ganó la admiración de otro gran susurrador como Lou Reed, quién le dejó recitar un formidable monólogo en la formidable “Street Hassle” y que suele florecer a la sombra de sus canciones más extrovertidas, como es el caso de “I’m on Fire”, que aparece casi de colada en el Born in the U.S.A., pero a veces ocupa discos enteros como los hermosísimos Nebraska y The Ghost of Tom Joad –este último escrito desde una sensibilidad tan de protest-song que si estuviera en castellano parecería un disco de Daniel Viglietti-, y en ocasiones aparece disfrazado como en el Tunnel of Love, una de las más formidables colecciones de canciones de amor que se hayan hecho y que puede colocarse con total tranquilidad al lado del Blood on the Tracks de Dylan.



“Stolen Car” es una canción colada, junto a la no menos emotiva “Wreck on the Highway” en el The River, un disco expansivo hasta el límite de la tontería. Trata, como muchas otras canciones de The Boss, del crecimiento y la caída de un romance en un pueblo chico. Pero a pesar de presentar la situación en términos muy concretos es tal vez la más reticente de todas, de hecho el rápido resumen de la situación que da paso a la descripción más meticulosa de algunas acciones significantes de un paisaje interior recuerda inmediatamente a Raymond Carver, que no era el más yanqui ni el más heroico de los escritores norteamericanos. Springsteen tiene esa cualidad única de los grandes minimalistas de poder switchear de la pequeña observación concreta y detallista a la gran reflexión existencial sin que ambos planos entren en conflicto, en sus canciones “pequeñas” el primer elemento predomina, en sus grandes éxitos el segundo. El diferenciarlos como yo estoy haciendo tal vez sea un error.

Hay un elemento moderadamente autodestructivo en el narrador de “Stolen Car” que, como el personaje de El juguete rabioso, parece querer lastrarse con un castigo, con una culpa, que elimine su libre albedrío y su capacidad de cometer errores. Es un punto de vista profundamente humano y posiblemente imposible de entender para alguien que no haya cumplido los veinticinco años, en parte porque la información social no suele informar sobre las muertes que no matan, en parte porque la libertad suele considerarse, cuando uno es joven, como algo inmanente. Pero la tranquila desesperación de la historia está atemperada por el simple acto que realiza el narrador mientras espera ser detenido y puesto fuera de circulación: manejar de noche, una actividad para la que todos los solitarios de corazón están hechos. La canción no lo dice, pero todos sabemos que mientras maneja escucha la radio. Al no dar detalles Springsteen deja que cada uno de nosotros pueda programar esa radio.

Los arreglos de “Stolen Car” están tocados con tanta delicadeza que parece que estuvieran tocando en secreto, empieza con una guitarra reducida al rasca-rasca, después un piano extraordinario pero casi imperceptible, y así se van sumando. Ninguno de los instrumentos parece querer interponerse con el paseo del narrador, y en su sucesiva superposición van delineando una de las bases más exquisitas que la E Street Band, un grupo discretamente virtuoso, haya hecho. Para cuando llegan a los versos que dicen “But I ride by night and I travel in fear / That in this darkness I will disappear” ya están casi todos presentes y tocando con el dramatismo que dichos versos necesitan. El verbo “desaparecer” posiblemente no tenga para un nativo de New Jersey las aterradoras connotaciones que hace resonar en un oído rioplatense, pero para el narrador de “Stolen Car” también es motivo de un profundo miedo, el miedo a la disolución de la propia historia, del propio pasado disuelto junto a un futuro estropeado. Desaparecer sin desaparecer en medio de tiempos trastocados en los que gente joven se siente viejísima y gente libre que detesta esa libertad. Son cosas muy jodidas, cosas de ese infierno con sordina y cotidiano que poco tiene que ver con la épica del rock. Sacar de eso algo tan sensible como “Stolen Car” tal vez sea sí una tarea secretamente heroica.






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