viernes, agosto 27, 2004

Algunas consideraciones sobre la belleza olímpica

Al terminar hoy los juegos olímpicos, puedo al menos descolgarme de lo que me tuvo enfermo durante las últimas semanas y que como siempre me produjo algunos momentos de profunda felicidad. No puedo escribir sobre todos -además obviamente no vi todo-, así que algunos los nombro al pasar, como la inesperada victoria de las rusas sobre las brasileñas en voleibol, la eliminación de E.E.U.U. por los argentinos en basketball (sólo los argentinos tienen un ego tan grande como para creer que pueden eliminar al dream team de unas Olimpíadas, por ello, sólo los argentinos pueden eliminarlos), los ingenuos y potentes futbolistas iraquíes y los invencibles boxeadores cubanos. Pero voy a limitarme a hablar de dos deportistas que tuvieron su momento de gloria casi al mismo tiempo.

Buscando confirmar algunos datos sobre esta jornada deportiva que me fascinó, me encontré esta soberbia nota de Salon que narra en detalle exactamente los dos mismos eventos que yo quería comentar, la cual me ahorra el trabajo de describir en detalle las proezas de Yelena Isinbayeva y de Hicham el-Guerrouj. Si no tuvieron el placer de contemplarlas, vayan y lean la nota que de una buena idea de lo que pasó. El hecho de que la nota de Gary Kamiya cubra justo los dos mismos eventos no es una casualidad, ya que ambas competencias se dieron simultáneamente en el mismo estadio.

Desde que vi por primera vez unas Olimpíadas que mis favoritos son, siempre y cualquier momento, los rusos. Tal vez haya sido la influencia de aquella película sobre las juegos olímpicos de Moscú, Salve deporte, eres la paz, tal vez sea la antipatía que le tengo a los deportistas estadounidenses (a los que los rusos, aún disgregados tras la desintegración de la U.R.S.S. siguen siendo sus principales antagonistas, pero más probablemente sea la insólita belleza eslava de sus gimnastas, una clase de belleza muy extraña de ver en estas latitudes y que, a pesar de ser caucásica y por ende supuestamente no tan alejada de la de las rioplatenses, sin embargo tiene una característica particular, una "rusez" ante la cual estoy indefenso. Viví durante hasta los 25 años a pocas cuadras de la embajada rusa y periódicamente me cruzaba con alguna mujer espectacularmente bella que indefectiblemente terminaba entrando en dicha embajada. Así uno empieza a beber vodka y se hace (se hacía) comunista.

Si a esto agregamos el que el salto de garrocha femenino me parece un deporte con mucha más gracia, elegancia y sensualidad que la gimnasia olímpica, el nado sincronizado y todas esas mariconadas, era inevitable que me quedara colgadísimo de la épica performance de la Isinbayeva. El triunfo de esta mujer fue fantástico, pero no en la forma clásica de "triunfo del débil David", que fascina al complejo de inferioridad uruguayo. Muy por el contrario, la Isinbayeva era la favorita, la poseedora del récord mundial, la bella... En la web hay bastantes fotos de esta saltadora de garrocha; ninguna le hace justicia, hay que verla en movimiento para darse cuenta de lo que es y, sobre todo, para ver el brillo y la energía de sus increíbles ojos verdes. La Isinbayeva es una reina y se comporta como tal, por lo que era asombroso el contraste con su competidora, la también rusa Svetlana Feofanova ("seca, austera, soviética"). Mientras que esta era una especie de máquina deportiva hecha de fibra, disciplina, austeridad y concentración, la Isinbayeva saltaba maquillada (mucho más que lo común en atletas olímpicas), con caravanas, arreglándose el pelo antes de los saltos..., una estrella, pero una estrella que en esta ocasión iba derecho al fracaso como el Titanic hacia el iceberg.


Fue esto lo que hizo asombroso su triunfo, porque venía siendo derrotada (castigada tal vez, podría afirmarse desde un punto de vista puritano) y, como aquel soldado de Bob Dylan que ganó la guerra con el último tiro tras haber perdido todas las batallas, ganó. Ganó con un salto que además rompió su propio récord mundial, que la convirtió en la mujer que ha conseguido elevarse más alto gracias a su fuerza muscular, su triunfo en su disciplina fue infinitamente más notable que otros triunfos olímpicos más promocionados como los del salame norteamericano Michael Phelps, y fue infinitamente más bello. La imágen de la Isenbayeba, con los ojos verdes ardiendo de orgullo, recitando algo (¿una plegaria?, ¿una cábala?, ¿una puteada...?) antes de dar el salto de su vida, fue un momento de una autenticidad, de una concentración inverosímil y de un espíritu de contienda, de lucha contra su oponente pero sobre todo contra la ley de la gravedad, de algo único. El arte no puede representar eso.

El otro momento mágico fue la victoria del marroquí Hicham el-Guerrouj en los 1.500 metros, una prueba de velocidad pero que por su longitud puede considerarse como de resistencia, en la que el marroquí tenía el récord mundial pero sufría una suerte de maldición que le había impedido ganar la medalla de oro en las dos últimas Olimpíadas, las únicas carreras que había perdido en su vida. Al igual que la Isinbayeba, el-Guerrouj también era el favorito, pero también era ese favorito que todo el mundo piensa que va a perder. A la inversa que la Isinbayeba, el-Guerrouj no es un deportista atractivo, sino que es posiblemente uno de los hombres más feos de todos los que participaron en los juegos. Si bien todos los corredores de 1.500 metros tienden a ser desgarbados, ya que hasta el peso muscular en esas distancias tiende a ser una desventaja, el-Guerrouj parece salido de un campo de concentración. Y que hubiera salido además con la cabeza de un extraño cruce entre un caballo y un conejo. Horrible, el marroquí, la verdad.

Pero era el campeón, el que tenía el record mundial y también el corredor maldito, el que ganaba todo pero siempre perdía en las Olimpíadas (estas eran las terceras a las que se presentaba). Y justo le toca correr con el kenyata Bernard Lagat, un titán en una disciplina en la que los kenyatas son todos titanes. La carrera fue increíble y los últimos cien metros fueron un duelo inhumano entre el marroquí y el kenyata, un esfuerzo agotador en el que ambos parecían velocistas de 100 metros y no corredores de 1.500, las filmaciones posteriores en cámara lenta mostraba a dos hombres al límite absoluto. Terminaron la carrera con centésimas de diferencia y cuando el-Guerrouj se dio cuenta de que había ganado cayó al suelo llorando y musitando palabras en las que se distinguía claramente el monosílabo "Alá". Inmediatamente fue abrazado por Lagat en un gesto que contado podría caer bajo la sospecha de la demagogia para las cámaras, pero que después de ver la carrera era lógico: un triunfo, un duelo, de este calibre no deja un perdedor y un ganador separados sino una criatura de dos cabezas, ninguna de ellas menos honorable que la otra.

Hicham el-Guerrouj dio una vuelta olímpica, saludó a los compatriotas y todos los que lo cruzaron, lloró como un niño, se puso una bandera de Marruecos sobre los hombros y bailó con notable desgarbo una melodía griega que se emitía por los altoparlantes del estadio. Pero no había la menor ridiculez en los gestos de ese tipo feliz y victorioso, la felicidad es algo que lucha contra la concepción misma de lo ridículo.


Después ganaría también la aún más agotadora prueba de los 5.000 metros, pero me quedo con su primer medalla de oro, la de los 1.500, y con la imagen de este flaco bailando frente a millones de ojos sobre las ruinas de una maldición. Un campeón, un hombre feliz, un hombre finalmente hermoso.

Bueno, basta de hablar de deportes en este blog.





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