martes, agosto 17, 2004
Angels are dreaming of you
Hay cosas que de alguna forma se invocan; hace algunos días estuve en el notorio bar Mincho, uno de los últimos reductos auténticos de Montevideo, y pensé que hacía tiempo que no veía por allí a Marosa di Giorgio, cliente habitual del mismo desde el cierre del legendario Sorocabana. Ayer discutíamos en los comments del post anterior acerca de cómo la muerte promociona y reivindica a los artistas cuando ya no lo necesitan. Hace un rato llegué a Facultad y vi un cartelito en la puerta avisando que Marosa di Giorgio había muerto.
Marosa di Giorgio escribía poemas con forma de prosa que describían un mundo en el que ese click de horror que se llama madurez nunca se había producido. Venía escribiendo el mismo libro angélico, porfiado y brillante desde hacía unos treinta años, pero ninguno de sus escasos aunque entusiastas lectores protestaba. Fue nombrada pero no leída en su tierra, los argentinos, siempre más generosos y siempre con mejor gusto literario, la venían re-descubriendo desde hacía unos años, alunados por el insólito hecho de que los supuestamente cultos uruguayos ignoraran con tanta tenacidad a esa escritora mágica.
Marosa di Giorgio escribía una columna a la que nadie daba pelota en la revista en la que yo trabajaba, si uno la miraba por encima a veces parecía que había mandado dos, o diez, veces la misma columna, si uno leía atentamente se sorprendía siempre. Solía ir a las fiestas y reuniones oficiales de la revista y pasearse con su presencia extravagante entre las mesas de periodistas borrachos que decían "mirá a Marosa". Las chicas de cultura me contaban divertidas el ceremonial que implicaba el pagarle, o el comunicarle los retrasos en los pagos a esta persona que no se movía en el mismo mundo material que los demás, me contaban sobre sus costumbres y su lenguaje.
Marosa di Giorgio escribía cosas como esta:
Me acuerdo del atardecer y de tu alcoba abierta ya, por donde penetraban los vecinos y los ángeles. Y las nubes - de las tardes de noviembre- que giraban por el suelo, que rodaban. Los arbolitos cargados de jazmines, de palomas y gotas de agua. Aquel repiqueteo, aquel gorjeo, en el atardecer. Y la mañana siguiente, con angelillas muertas por todos lados, parecidas a pájaros de papel, a bellísimas cáscaras de huevo. Tu deslumbrador fallecimiento.
El velatorio me quedaba de camino de la facultad hacia casa, así que pasé sin saber muy bien a qué. Había algunos amigos, algunos escritores y algunos que no éramos nada, no mucha gente, supongo que nunca debe haber habido mucha gente en la vida de Marosa. Estuve un par de minutos, saludé a un conocido y me fui, me había dado un cierto pudor ver el féretro, así que no lo ví. Al salir se había levantado un niebla espesa que convertía los focos de la calle en globos amarillos que flotaban descolgados sobre Gonzalo Ramirez. No sé por qué las avenidas y las calles se parecen a sueños los días de niebla. Llegué a casa con la cara humedecida por el aire empapado y prendí la tele para ver el noticiario, antes de ir a una tanda una placa y la voz de un locutor anunciaron que Marosa di Giorgio había muerto, que era una poetisa y que su último libro había batido récords de ventas. Está bien, no hubiera tenido sentido que dijeran otra cosa o que fingieran que les importaba algo.
Mientras escribo esto en el noticiario hacen una larga nota sobre una brasileña que ganó muchísimo dinero jugando en el casino. Después pasaron deportistas haciendo extraños movimientos en las Olimpíadas.
Mañana los diarios darán cuenta, más o menos, de su muerte, y más o menos de lo que hizo. Si supieran podrían escribir: Murió Marosa di Giorgio, había escrito sobre la muerte, "A ratos me parece que no existe. Me le huiré volando, con un vestido largo, verde, por arriba de las arboledas". No pudo hacerlo, nadie puede; era una chiquilina uruguaya, salteña, de 72 años.
Marosa di Giorgio escribía poemas con forma de prosa que describían un mundo en el que ese click de horror que se llama madurez nunca se había producido. Venía escribiendo el mismo libro angélico, porfiado y brillante desde hacía unos treinta años, pero ninguno de sus escasos aunque entusiastas lectores protestaba. Fue nombrada pero no leída en su tierra, los argentinos, siempre más generosos y siempre con mejor gusto literario, la venían re-descubriendo desde hacía unos años, alunados por el insólito hecho de que los supuestamente cultos uruguayos ignoraran con tanta tenacidad a esa escritora mágica.
Marosa di Giorgio escribía una columna a la que nadie daba pelota en la revista en la que yo trabajaba, si uno la miraba por encima a veces parecía que había mandado dos, o diez, veces la misma columna, si uno leía atentamente se sorprendía siempre. Solía ir a las fiestas y reuniones oficiales de la revista y pasearse con su presencia extravagante entre las mesas de periodistas borrachos que decían "mirá a Marosa". Las chicas de cultura me contaban divertidas el ceremonial que implicaba el pagarle, o el comunicarle los retrasos en los pagos a esta persona que no se movía en el mismo mundo material que los demás, me contaban sobre sus costumbres y su lenguaje.
Marosa di Giorgio escribía cosas como esta:
Me acuerdo del atardecer y de tu alcoba abierta ya, por donde penetraban los vecinos y los ángeles. Y las nubes - de las tardes de noviembre- que giraban por el suelo, que rodaban. Los arbolitos cargados de jazmines, de palomas y gotas de agua. Aquel repiqueteo, aquel gorjeo, en el atardecer. Y la mañana siguiente, con angelillas muertas por todos lados, parecidas a pájaros de papel, a bellísimas cáscaras de huevo. Tu deslumbrador fallecimiento.
El velatorio me quedaba de camino de la facultad hacia casa, así que pasé sin saber muy bien a qué. Había algunos amigos, algunos escritores y algunos que no éramos nada, no mucha gente, supongo que nunca debe haber habido mucha gente en la vida de Marosa. Estuve un par de minutos, saludé a un conocido y me fui, me había dado un cierto pudor ver el féretro, así que no lo ví. Al salir se había levantado un niebla espesa que convertía los focos de la calle en globos amarillos que flotaban descolgados sobre Gonzalo Ramirez. No sé por qué las avenidas y las calles se parecen a sueños los días de niebla. Llegué a casa con la cara humedecida por el aire empapado y prendí la tele para ver el noticiario, antes de ir a una tanda una placa y la voz de un locutor anunciaron que Marosa di Giorgio había muerto, que era una poetisa y que su último libro había batido récords de ventas. Está bien, no hubiera tenido sentido que dijeran otra cosa o que fingieran que les importaba algo.
Mientras escribo esto en el noticiario hacen una larga nota sobre una brasileña que ganó muchísimo dinero jugando en el casino. Después pasaron deportistas haciendo extraños movimientos en las Olimpíadas.
Mañana los diarios darán cuenta, más o menos, de su muerte, y más o menos de lo que hizo. Si supieran podrían escribir: Murió Marosa di Giorgio, había escrito sobre la muerte, "A ratos me parece que no existe. Me le huiré volando, con un vestido largo, verde, por arriba de las arboledas". No pudo hacerlo, nadie puede; era una chiquilina uruguaya, salteña, de 72 años.
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