lunes, agosto 02, 2004
La bondad de las atrocidades
En perfecta sintonía con el diálogo sobre Breton y lo revolucionario mantenido en los comments del post de los Dicks (que lamentablemente será barrido por el viento de Haloscan), encuentro -gracias a Smalltown- esta entrevista al mayor reivindicador del surrealismo, que casualmente es uno de los mejores escritores del siglo XX y alguien que vengo admirando sin pausa desde hace unos quince años, J.G. Ballard.
A los 74 años y contestando por escrito, Ballard regala en este pequeño cuestionario, perdido bajo el rótulo de ciencia-ficción en The Guardian, más ideas provocativas que las que todos los rockeros intelectuales de Willamsburg podrían articular en sus putas vidas. Hace algunos análisis sobre el arte del S.XX, dice varias cosas brillantes sobre algunos artistas bastante desconocidos en estas latitudes como Tracey Emin y Damien Hirst, y deja la siguiente reflexión que perfecciona algunas intuiciones que había tenido otro viejo aterrador como Stockhausen, y que me parece una de las observaciones más incisivas que se hayan hecho en los últimos años, y que me viene de perillas como argumento en una larga discusión que he tenido ultimamente.
Hablando sobre su última novela, que describe una insurrección de clase media en una universidad, el entrevistador le pregunta: "Si la revolución es inevitablemente re-empaquetada, entonces ¿dónde nos deja? ¿Puede el arte ser alguna vez un vehículo para el cambio político?"
Y Ballard contesta:
Las revoluciones que son re-empaquetadas tienden a ser pseudo-revoluciones o aquellas que fueron eventos mediáticos desde el principio. La destrucción del World Trade Center el 9/11 no ha sido aún, me doy cuenta, re-empaquetada en algo con más atractivo de consumo. Otro evento revolucionario, el asesinato de JFK, fue rápidamente desactivado por la intensa cobertura mediática, la eterna repetición de la filmación de Zapruder, y la vasta proliferación de teorías de la conspiración. Pero Kennedy era él mismo mayormente una construcción mediática, con un atractivo emocional tan calculado como en cualquier campaña publicitaria. Su vida y su muerte fueron ficciones absolutas, o casi. Una auténtica revolución, como lo fue el 9/11 a su modo, siempre va a salir de alguna inesperada esquina del firmamento.
Claro que esto tenía que salir bajo en el estante de ciencia-ficción y en boca de un autor de ciencia-ficción, es decir, un loco.
No es lo único que dice. Si todavía no se interesaron por leer la entrevista entera, les dejo otro anzuelo:
(...) demasiado se hecho con el arte conceptual -diciéndolo groseramente: alguien ha estado cagando en el urinario de Duchamp (...)
A los 74 años y contestando por escrito, Ballard regala en este pequeño cuestionario, perdido bajo el rótulo de ciencia-ficción en The Guardian, más ideas provocativas que las que todos los rockeros intelectuales de Willamsburg podrían articular en sus putas vidas. Hace algunos análisis sobre el arte del S.XX, dice varias cosas brillantes sobre algunos artistas bastante desconocidos en estas latitudes como Tracey Emin y Damien Hirst, y deja la siguiente reflexión que perfecciona algunas intuiciones que había tenido otro viejo aterrador como Stockhausen, y que me parece una de las observaciones más incisivas que se hayan hecho en los últimos años, y que me viene de perillas como argumento en una larga discusión que he tenido ultimamente.
Hablando sobre su última novela, que describe una insurrección de clase media en una universidad, el entrevistador le pregunta: "Si la revolución es inevitablemente re-empaquetada, entonces ¿dónde nos deja? ¿Puede el arte ser alguna vez un vehículo para el cambio político?"
Y Ballard contesta:
Las revoluciones que son re-empaquetadas tienden a ser pseudo-revoluciones o aquellas que fueron eventos mediáticos desde el principio. La destrucción del World Trade Center el 9/11 no ha sido aún, me doy cuenta, re-empaquetada en algo con más atractivo de consumo. Otro evento revolucionario, el asesinato de JFK, fue rápidamente desactivado por la intensa cobertura mediática, la eterna repetición de la filmación de Zapruder, y la vasta proliferación de teorías de la conspiración. Pero Kennedy era él mismo mayormente una construcción mediática, con un atractivo emocional tan calculado como en cualquier campaña publicitaria. Su vida y su muerte fueron ficciones absolutas, o casi. Una auténtica revolución, como lo fue el 9/11 a su modo, siempre va a salir de alguna inesperada esquina del firmamento.
Claro que esto tenía que salir bajo en el estante de ciencia-ficción y en boca de un autor de ciencia-ficción, es decir, un loco.
No es lo único que dice. Si todavía no se interesaron por leer la entrevista entera, les dejo otro anzuelo:
(...) demasiado se hecho con el arte conceptual -diciéndolo groseramente: alguien ha estado cagando en el urinario de Duchamp (...)
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