sábado, agosto 21, 2004

Todas estas cosas

De noche veo a Jorge Rial más excitado que de costumbre, da vueltas acerca de lo “hot” que es cierto video que le ha llegado y que involucraría a la linda lolita Luisana Lopilato y otro de los Rebelde Way en escenas relativamente escabrosas. Bien, digo, esa chica es muy nena pero está muy bien, vamos a verla. Rial habla y habla sobre los problemas que le va a acarrear el pasar el video pero que cómo es valiente y como son las “reglas del juego” lo va a pasar igual, porque además es todo un “canto al amor” y no sé qué más. Todo eso me huele raro y mal, pero de pronto todo cierra: un avance muestra que el video es una cámara, de vigilancia o colada, que recogió a la adolescente apretando con uno de sus colegas en lo que se suponía era un cuarto cerrado. Pienso en el desprecio que me produce Rebelde Way y su maquinaria de mala proyección erótica adolescente, de deshinibición represora y marketing desaforado, pero pienso que es una chiquilina de menos de 18 años apretando con otro chiquilín en lo que suponen la intimidad. Pienso que no tengo medidor de rating, ni hay nadie en casa y que el hecho de ver o no los videos no va a dejar más rastros que una gota que cae en un río, y que todo es un pequeño fenómeno voyeurístico producido por la hipertrofia total de la autorreferencia televisiva. Pero también veo la cara del cuarentón Rial haciendo ampulosos gestos de excitación y picardía. Cambio de canal y no veo el video, todavía no soy lo que la gente como Rial supone que soy.

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Hace dos o tres números que Brecha publica una columna impresionista llamada Crónicas Noctámbulas firmada con el pseudónimo Juan A. Sistema, en la que se describen elementos y particularidades de la fauna arty montevideana. En el último número el título de la columna es “Un neonazi anda suelto”, en la misma se describe un diálogo mantenido en un sitio conocido con una persona claramente reconocible aunque no nombrada a la que se califica -en base a sus opiniones sobre los uruguayos, los pobres y la humanidad en general- como “neonazi” y como “hijo de puta”, marcando un auténtico precedente de violencia verbal en la habitualmente tranquila Brecha. Me llama la atención la columna por varios motivos, el mayor de los cuales es que la persona defenestrada en la misma es un músico amigo mío.
Pasada la primera reacción de sorpresa y de calentura, re-leo la columna y me parece que lo narrado es de lo más plausible y que el discurso misántropo de mi amigo y sus actitudes relatadas en la columna deben estar bastante ajustadas con los hechos. Es la pobre contextualización -toda la escena se me hace impregnada de una cantidad enorme de alcohol y amargura a la que en la columna no se hace referencia- y las tremebundas conclusiones a partir de una única charla lo que me molestan, conclusiones que se parecen a un juicio sumario acerca de alguien a quien realmente no se conoce, haciendo además una exposición pública de una charla privada, exposición que traiciona un poco la intimidad eventual de un diálogo y que tiene algo de mezquindad y de forzado escándalo. Sí, ya sé que no lo nombra, es igual, el que sabe, sabe.

Pero no es el episodio en sí lo que me entristece sino el cómo el discurso misántropo reduce, como simplifica y como embrutece al que lo profiere, y como se descontrola. El discurso del odio es fuerte y necesita pasión y energía, y ofrece un malditismo instantáneo que puede ser irresistible para un espíritu artístico rebelde, pero, como aquel agujero del culo de la fábula de Burroughs, agujero al que su dueño enseñaba a hablar y que luego comenzaba a hablar por su cuenta para terminar clausurando la boca de su instructor, cuando uno deja hablar al odio, el odio se independiza de uno, atenta contra los propios intereses, y se queda colgado del aire, a disposición de quién quiera utilizarlo ya sea como instrumento de difusión gratuito de palabras prohibidas o como objeto concreto al cual atacar, corporizado en quien lo dejó suelto.

Mi primo suele decir en referencia a las más diversas conductas: “si parece, es”, y no es una idea sobre la cual sentar jurisprudencia, pero que suele tener su exactitud en la vida práctica. Y cada cosa que decimos con la intención de que sea un cuchillo es un cuchillo con el que nos pueden cortar. A lo que voy es que no hay que decir imbecilidades, las imbecilidades las dicen los imbéciles, y si uno no quiere ser tomado por imbécil entonces uno no tiene que decir imbecilidades. Repito, no somos mucho más que lo que parecemos y la máscara que uno se pone es la máscara que eligió. A cagar con este tema, entonces.

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Desde hace ya varias semanas que no escucho prácticamente nada que no sea música irlandesa, canciones sobre beber, ir a la guerra, beber e ir a la guerra otra vez. Buena música para el invierno. Cuando empiezo a escribir este post tengo en el Winamp el Red Roses for Me de los Pogues y me alegro cuando llega “Streams of Whiskey”, canción en la que Shane McGowan describe un imaginario encuentro con el escritor irlandés Brendan Behan en el cual ambos borrachos departen alegremente y Behan –evidentemente un espíritu sensato que no decía imbecilidades- aconseja a su sucesor en lírica y bebida. Y llego a este verso:

Oh the words that he spoke, seemed the wisest of philosophies
There's nothing ever gained by a wet thing called a tear
When the world is too dark and I need the light inside of me
I'll walk into a bar and drink fifteen pints of beer


Y eso es lo que escuché y eso es lo que voy a hacer. Es sábado, la noche es joven y yo también.





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