viernes, octubre 22, 2004

Mi gran disco de invierno

Este disco casi se llama, en lo que habría sido un error monumental, “Tropical Diseases”. Hubiera sido una tontería ya que no sólo no hay nada enfermo (en el sentido clínico de la palabra “disease”, ya que las enfermedades espirituales se relacionan mejor con el término “sickness”) en el disco, sino que además no hay nada tórridamente tropical. Sólo una distancia algo agorafóbica, cálida, como el exilio voluntario y bajo los focos con el que lo bautizaron.

Me pasé casi diez años sin escuchar este disco por un motivo sencillo: no tenía una copia y, conociéndomelo de memoria, en la eventualidad de comprarme un disco siempre optaba por alguno que no hubiera escuchado un trillón de veces. Un craso error, no solo por la calidad recurrente del mismo, sino porque no tenía en cuenta que –si bien el disco sigue siendo, bitrates más bitrates menos, el mismo- yo no era la misma persona que lo había memorizado hacía diez años y que mi impresión del mismo iba a ser inevitablemente diferente. De la misma forma que los músicos jóvenes y osados lo grabaron no son los mismos, excepto ante la ley, que los millonarios decadentes que usufructúan su hechura. Time Waits for No One.




Se ha vuelto un cliché que diferencia al rolinga cabeza del rolinga exquisito el afirmar que el Exile On Main Street, uno de los discos menos exitosos de la carrera de los Rolling Stones, es sin embargo el mejor de todos ellos. Tanto se ha repetido esta afirmación dudosa, ya que el disco no contiene ni uno de los hits absolutos de la banda (no me hagan trampa y me digan que “Tumbling Dice” o “Happy” son de los temas más conocidos de los Stones porque no lo son, de hecho, estoy seguro que mucha más gente conoce la porquería de “Rock and a Hard Place” que cualquier tema del Exile…), que al final uno llegaba a reaccionar en contra. Yo por ejemplo pasé de ser uno de los incondicionales del Exile a relegarlo frente ante los poderosos (y sí llenos de hits clásicos) Let it Bleed y Beggar’s Banquet (el Sticky Fingers siempre me pareció el menor de los cuatro grandes). Pero sin escucharlo, sin escucharlo durante diez años.

Y al re-encontrarlo me lo encuentro distinto, menos confuso, menos borracho, menos blusero, menos degenerado de lo que lo recordaba, y profundamente distinto a los demás discos de los Stones. El Exile… culmina un prolongado ciclo de brillo como pocas bandas tuvieron, y tal vez el más glorioso –en su combinación de calidad, éxito y trascendencia cultural- que haya tenido nunca un grupo de rock. Los discos que van desde el simple “Jumpin’ Jack Flash” (si me apuran para mí el mejor simple de rock de la historia) de 1968 hasta el Exile on main street de 1972 (incluyendo el soberbio y asombrosamente pifiador live Get Yer Ya-Ya’s Out), son una sucesión de obras maestras difíciles de creer, especialmente si se tiene en cuenta de que fueron producidas en apenas cuatro años y, como es de rigor para las obras valiosas, cada uno de estos discos tiene su personalidad propia y su carisma único a pesar de ser evidentemente producto de la misma sinergia creativa y la misma concepción sonora. Pero el Exile, si bien es parte clara de este ciclo (algo que nunca podría decirse del Satanic Majesties Request que precedió dicho ciclo) tiene varias características que lo separan de los otros, más allá del evidente hecho de que era originalmente un disco doble.

Nada mejor para ejemplificar la diferencia y el giro que significaba este disco que su principio: los Stones se habían convertido en unos maestros en la fabricación de esos temas contundentes capaces de ganar la atención (y la veneración eterna) del oyente desde la primera escucha. Conscientes de esto, solían poner uno de estos temas al inicio de cada uno de estos discos para vencer desde el primer golpe y es así que el Beggar’s Banquet comienza con “Sympathy for the Devil” (imagínense comprar ese disco en 1968, poner la aguja sobre el primer surco y que salga ese tema), el Let it Bleed comienza con “Gimmie Shelter” y el Sticky Fingers con “Brown Sugar” (sin contar dos caras “A” de simples como “Jumpin’ Jack Flash” y “Honky Tonk Women”). Pero el Exile on Main Street arranca con “Rocks Off”, que no fue uno de sus temas de difusión y que colocado en el eje de temas que nombramos anteriormente parece un canción menor. Y no lo es, de hecho posiblemente sea mejor en melodía, letra y arreglos que “Brown Sugar”, pero es mucho menos impactante, uno no se queda coreando su estribillo después de la primera escucha –de hecho posiblemente ni siquiera le quede realmente claro cual es el estribillo- ni su riff, que es bastante indistinto de varios riffs anteriores del Kif. Es decir, es un tema que es fácil de subvalorar hasta que a la tercera o cuarta escucha uno se da cuenta del magnífico crescendo de la acumulación de vientos y guitarras desbocadas, de la asordinada poesía de su texto y la sensualidad cansina (una característica sobre la que voy a extenderme luego) que irradia. Es una canción gigante que abre un disco gigante pero a diferencia de las aperturas de sus discos anteriores no la sentimos como tal inmediatamente. Y esa característica irradia todo el disco y lo convirtió en una bomba de tiempo que demoró unos diez años en estallar, posiblemente en alguna de las revisiones de su carrera motivadas por el Some Girls o el Tatoo You, tardíos cantos de cisne de la banda que de cualquier forma tiemblan si se les coloca al lado de esta bestia.

Pero la sutileza que impregna a este disco no es solo una genial opción estética, sino también parte de una característica del mismo que lo vuelve casi una obra conceptual. En 1972 los Stones estaban evidentemente cansados de ser las majestades satánicas. Estaban en la cima del universo pop-rock, en el trono vacante que habían dejado los Beatles, pero también estaban en una vorágine de paranoia y descontrol que los había llevado a radicarse en el sur de Francia, perseguidos por la policía, la política impositiva inglesa, las adicciones y el ángel de la muerte, que los seguía como una sombra desde hacía varios años. Y perseguidos también por el fin de lo que ellos simbolizaban mejor que nadie: la juventud de los años sesenta.



Los Stones que grababan el Exile borrachos en un caluroso sótano de la costa mediterránea francesa bordeaban todos (o habían pasado) los treinta y ya empezaba a quedarles chico el traje de jóvenes rebeldes. Tampoco les quedaban -después de haber jugado con el satanismo, la ambigüedad sexual, las drogas y la revolución- tabúes temáticos sobre los que escandalizar, no al menos desde su posición de hombres jóvenes, exitosos e inesperadamente melancólicos. Decidieron -o tal vez no, tal vez se decidió solo- hacer un disco honesto, de esa honestidad dolorosa de la que están hechos los mejores discos de rock o cualquier cosa en general. Nunca se le ha dado ni a Mick Jagger ni a Keith Richards patente de buenos letristas, y sin embargo han sido siempre ampliamente superiores a la mayoría de sus coetáneos -incluyendo a los Beatles- y en esta época estaban en llamas. Consciente o inconscientemente –da igual- utilizaron ese talento para expresar el último tabú del rock, el que no desafía a la sociedad caduca de los padres sino al propio rock como cultura de juventud, es decir, el reconocimiento del pasaje del tiempo, el reconocimiento de la debilidad y el reconocimiento del miedo; las tres cosas que nadie quiere reconocer.

Temáticamente los Stones del Exile seguían hablando de lo mismo que siempre: sexo promiscuo y perverso, drogas, misoginia general, política difusa, fastidio y autodestrucción, pero lo que marca la diferencia es el tono. El Exile tiene tantas referencias, explícitas o implícitas, a las drogas como su predecesor Sticky Fingers, es decir que está a punto de poderse destilar. Pero mientras el Sticky festejaba la vida narcótica en forma entusiasta (“Brown Sugar”) o trágico-romántica (“Sister Morphine”), en este disco las drogas son vistas más como un karma poco simpático o como un chiste que ya no tiene mucha gracia. Inclusive las referencias más explícitas no son a la elegante morfina o el oscuro objeto de deseo de la heroína marrón, sino a codeína y anfetaminas, es decir drogas de prescripción médica, y el fantasma junkie que sobrevuela “Torn and Frayed” y “Shine a Light” es un fantasma más mugriento que glamoroso. Esta sensación de decadencia también impregna las canciones sexuales, que ya no son cantadas desde el punto de vista adolescente-controlador-misógino del Aftermath o el Between the Buttons, ni siquiera el exotísmo pedófilo de “Stray Cat Blues”, el ambiguo curioso de “Let’s Spend the Night Together” o el abusador de esclavas de “Brown Sugar”, sino desde un desencanto erótico que confiesa varias veces (“Rocks Off”, “Loving Cup”, “Let it Loose”) el no estar a la altura de sus eventuales parejas amorosas, lo cual en la tradición de arrogancia lírica de Jagger es como si Ian Mc Kaye confesara en su próximo disco que está en esto solo por la guita.

Pero una cosa es evocar y cantar lo decadente y otra cosa es que la música lo sea, y musicalmente el Exile es un rayo de salud exasperada. Para los que pensamos que Mick Taylor fue el mejor compañero que haya tenido Richards y el músico más técnicamente dotado que haya pasado por los Stones, el Exile es un buen argumento, ya que contiene los más extensos y formidables jams de guitarras de la discografía de la banda. Sin embargo es casi imposible destacar un instrumentista en particular en el que tal vez sea el disco más orgánico producido jamás por una banda de rock, hasta el punto que los instrumentos intercambian planos constantemente, haciendo que rara vez alguno de ellos sea predominante en una canción. No solo la banda da la impresión de estar en su mejor momento de sinergia simbiótica sino que la tan denostada mezcla del disco –en rigor la sexta o séptima re-mezcla del mismo, no obstante lo cual mucha gente desinformada se refiere a la misma como desprolija y apresurada- colabora para darle una unidad soberbia, aún a costa de sacrificar claridad y presencia de la voz. Y hay que darse el lujo de tirar para atrás a ese Jagger virtuoso, en trance, a quince años de volverse su propia caricatura, cambiando de fraseo y de entonación en cada tema, y cantando con un soul, tal vez prestado por las botellas de Jack Daniels con las que se lo ve en varias de las fotos de las sesiones de grabación, que nunca podría volver a reproducir.

Era el cenit; los Stones nunca pudieron volver a hacer un disco de esta calidad. Tampoco lo intentaron; todavía hay rastros de la sinceridad y lucidez que impregna este disco en la parte lírica del que lo siguió –el más propiamente decadente Goat Head’s Soup, que aún contenía dos canciones enormes como “Coming Down Again” y “Starfucker”-, pero de ahí en adelante los Stones se dedicarían a hacer de Stones y vender la fantasía de la juventud y la rebeldía eterna. Siguen haciéndolo y hace mucho que dejó de importar. Tal vez por el contraste entre la real madurez de este disco y la pobreza del material posterior virtualmente nunca tocaron este disco en vivo; en sus últimas giras re-pescaron algunos temas, supongo que asombrados por el persistente culto que inspira, y tres temas del mismo (“Rocks Off, “Tumblin’ Dice” y “Happy”) pasaron al repertorio habitual de la banda. Muy poco, si se tiene en cuenta lo que es el total de la obra, pero esta renuencia no es nueva; en su legendaria gira del ’72 –tal vez la gira más cubierta y publicitada de toda su carrera (dio origen al infame documental Cocksucker Blues, a un libro de Robert Greenfield y a un reportaje abortado de Truman Capote)- que se podía considerar la gira de presentación del disco, solo cuatro temas del mismo eran parte del repertorio habitual. En toda la larga gira sólo tocaron dos veces “Loving Cup” y una vez “Ventilator Blues”, “Torn and Frayed” y “Sweet Black Angel”. Que yo sepa, nunca tocaron en vivo “Let it Loose”, posiblemente la mejor balada de toda su carrera. Es casi criminal.




Pero no es una omisión tonta; estoy seguro que Jagger –hombre astuto si los hay- tiene que ser consciente de que no podés cantar “Out of Tears” después de haber hecho una versión, aunque sea mala, de “Shine a Light” y su conmovedora declaración de piedad e impotencia: “Just seemed too many flies on you / I just can’t brush them off / Angels beating all their wings in time / With smiles on their faces and a gleam right in their eyes / Thought I heard on sigh for you / Come on up, come on up, now, come on up now”.

Miro para atrás para corregir y no puedo creer que haya escrito este chorizo para dar la buena nueva de un disco conocidísimo y de 32 años de edad que creía conocer de memoria y que no, no lo reconozco. Porque la imagen en ese espejo no es la misma que yo miraba cuando creía en el rock’n’roll and all that jazz.

Quiero decir... Exile On Main Street, el mejor disco del 2004, mi gran disco de invierno. Come on up now.





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