lunes, noviembre 01, 2004

Estos años mirando el río de la Historia

En la semana santa de 1987 estábamos con mi amigo el Pocho en Buenos Aires cuando Aldo Rico y sus carasucias se amotinaron. Salimos del hotel donde nos estábamos quedando un mediodía y el microcentro parecía el Londres de Exterminio. Entramos en una pizzería de Lavalle y el mozo nos dijo que al parecer había un golpe. Una disquería había sacado unos parlantes a la vereda y pasaba en loop la dramática música de La República Perdida. Mientras comíamos el viento alborotaba la alfombra de panfletos y volantes haciéndolos bailar en el aire y dando la impresión de que estaba pasando una manifestación invisible.
Terminamos de almorzar y nos fuimos en un taxi conducido por un bigotudo aterrado hasta la casa de una chica que habíamos conocido en Uruguay, y de la que yo ya estaba enamorado aunque no me daba cuenta. Cabildo estaba tan desierta y fantasmal como el microcentro y cuando llegamos a la casa de la chica, que era militante del PI, ella nos abrió la puerta nerviosa y a punto de ponerse a llorar. Nos dijo que su amiga, que había tenido un breve affair propio de adolescentes con el Pocho, no iba a venir porque estaban decidiendo con sus padres -un extraño caso de comunistas argentinos- si empezaban a preparar las cosas para rajar del país, ya que el golpe parecía inminente.
La radio y la televisión esparcían rumores contradictorios y nadie sabía exactamente qué estaba pasando. Decidimos al final poner un canal de películas, tomar vino, fumar porro y experimentar un poco con un spray anestésico que tenía una interesante composición generosa en éter. A las dos horas estábamos todos borrachos, colocadísimos y llorando viendo como los australianos eran masacrados al final de Gallípoli. Entonces llegó la otra chica, la hija de los comunistas, nos puso al día con los acontecimientos y nos dijo que todo se había arreglado. No era así, pero no lo supimos hasta mucho tiempo después. Nunca volví a sentir tantas cosas tan intensas al mismo tiempo como aquel día.

En abril de 1989 yo estaba sentado en una mesa del bar Valerio con algunos amigos y conocidos, entre los que se contaba el hijo de un político asesinado por la dictadura. En el televisor colgado en la pared los datos eran inobjetables: el voto verde, que proponía derogar la ley conocida como “ley de impunidad” y que declaraba el fin de cualquier intención de enjuiciar a los militares por los crímenes cometidos durante su gobierno de facto, había sido derrotado por un márgen estrechísimo. El pueblo soberano había decidido que prefería la seguridad a la justicia aunque ello significara obviar los crímenes más espantosos de la historia del país.
La calle estaba silenciosa, los vencedores no se animaban a festejar algo tan vergonzoso. Yo trataba de no cruzar mi mirada con el hijo del asesinado y todo era una porquería. Demoré más de diez años en reponerme de aquel silencio asqueroso.

En octubre de 1989 fuimos al acto final de FA en Tres Cruces con la sensación de que si se ganaba la intendencia de Montevideo se nos iba a ir un poco el mal gusto de la boca. Fuimos bebiendo y fumando bajo la lluvia que empezaba y paraba, amagando un chaparrón que recién se desató cuando ya estábamos frente al estrado y sin la menor protección. Federico se sentó sobre su mochila olvidándose de que por motivos extrañísimos había guardado un enorme huevo de ñandú dentro de la misma. La mochila chorreaba lo que parecían litros de yema amarilla, todos estábamos empapados y a la guapísima C.Q. la lluvia le había vuelto transparente su camisa (qué hermosas tetas que tenía esa chica en aquella época, ojalá aún las conserve, ojalá algún día nos reencontremos por casualidad) pero no le importaba. No escuchamos ni una palabra de lo que decía Tabaré. No nos importaba, yo me estaba engripando y estaba todo bien.

Ayer estaba en el balcón de un octavo piso sobre la calle Colonia cuando Bottinelli confirmó el ajustado triunfo. Brindamos con más alivio que euforia y llamé a mi amigo el Pocho, a quién no veo casi nunca y que estaba celebrando con su mujer y su nuevo círculo de amigos. Me dijo que por primera vez se sentía orgulloso de ser uruguayo. Entiendo bien lo que quería decir, escuché cosas similares en boca de muchos, lo vi en muchas caras.
Bajamos para ir a 18 y tras caminar algunas cuadras estremecedoras encontrándome con gente que parecía estar saliendo de mi tunel del tiempo personal, en un momento me adelanté un poco y me perdí, en forma definitiva, del grupo de amigos con los que iba. Fui al bar donde supuestamente íbamos a encontrarnos si nos perdíamos y estaba cerrado. Ya no nos encontramos en el resto de la noche. Di vueltas, gasté guita y me fui a casa algo decepcionado; yo festejo gente, no puedo festejar cifras. Es una pena no poder atar algo tan importante a un recuerdo más emotivo. Tal vez el tiempo entrevere los datos y me regale un final feliz.

Hace un rato vi en el noticiero a los uruguayos residentes en Argentina que volvían a Buenos Aires tras haber votado. Ya se sabe que el escueto márgen de votos que le dio el triunfo al FA en la primera vuelta puede adjudicarse con exactitud a esos 20.000 o 30.000 tipos que se la jugaron a venir a votar al país que de una forma u otra los expulsó. Las cámaras los muestran cansados y profundamente felices. Al partir los ómnibus, desde los muros que rodean a la plataforma de embarque de Tres Cruces una buena cantidad de gente aplaudía a estos uruguayos que vinieron a hacer lo que había que hacer. Ahora hay que dejar que la realidad ruede y que empezar a fantasear con otra cosa.





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