martes, diciembre 14, 2004
Mirando canciones (XIV): Hermano te estoy hablando
(tal vez este post contenga demasiadas obviedades para un montevideano, tal vez no, yo estoy convencido de que desde muy cerca no se ve un carajo)
La Punta Brava y su faro marcan el punto más al sur de Montevideo, dando origen al ocasionalmente majestuoso Bulevar Artigas, que divide a la capital casi por la mitad, en la que prácticamente es la única muestra sensata de geometría urbana de esta ciudad. Esta avanzada geográfica en el Río de la Plata y la línea que surge de ella separa a Montevideo en dos mitades bien diferenciadas en status social e idiosincrasia, pero también separa lo que son dos grandes formas de mirar al gran río de agua marrón y dos grandes ramblas. Una reposada, veraniega y burguesa hacia el este y una embravecida, invernal y humilde al oeste. La del este se divide en varios nombres que reproducen los de los barrios que atraviesa, la del oeste se conoce -hasta llegar a la Escollera Sarandí- como Rambla Sur, la rambla del viento, la tormenta, la pesca y los suicidas.
Aún si uno desconoce los orígenes barriales de Jaime Roos, o la relación de la Rambla Sur con Palermo y el Barrio Sur, zonas candomberas por excelencia, la canción “Hermano te estoy hablando”, que abre el disco Siempre son las cuatro (1982), informa acerca de qué rambla está hablando desde la primer estrofa sin dar ni una señal específica, solo la presencia de un mar y una rambla capaces de recibir a un muerto.
El Cronista
Las cenizas al viento
Se pierden sobre el mar picado
Frente a la misma rambla
Donde le tocó crecer
Los amigos que fueron
Esperan el final callados
A que los últimos restos
Se borren del atardecer
Tiempo atrás se juntaron
Músicos por la tonada
Y hoy nadie duda de nadie
Ni nadie canta igual que ayer
Que cada uno entienda
Como aguantarse la tacada
Solo en la cama de un cuarto
O en brazos de alguna mujer
El muerto
Hermano te estoy hablando
Quizás me puedas oír
Aquí no hay ningún misterio
No quieras llegar al fin
Tu diles que los recuerdo
Que lo que quedó detrás
Me voy sin averiguarlo
Sus versos me lo dirán
La Comparsa
Si vienen a preguntarte
Nos fuimos a caminar
En El sonido de la calle, libro de reportajes que le hiciera Milita Alfaro hace ya muchos años, Roos confesaba que la primera estrofa de esta canción había sido escrita bajo el efecto del L.S.D., y que de hecho era lo único que había escrito en ese estado, inspirado al parecer en la idea de ver su propio funeral. Si bien no es el tipo de imaginería que uno relaciona con el ácido, tal vez la asumida beatlemania de Roos lo hubiera conectado inconscientemente con el conocimiento de la muerte sentido por Peter Fonda bajo el efecto del ácido y relatado a John Lennon durante otro viaje, una experiencia sobre la que Lennon habla en “She Said, She Said” (“I know what it feels to be dead”), pero sería subestimar la canción reducirla a un mero apunte montevideano a la lírica beatleana.
Contextualicemos, en 1982 Jaime Roos estaba en proceso de regresar definitivamente a su ciudad natal luego de varios años de vivir en el extranjero. La dictadura militar aún reinaba y aterraba Montevideo, pero ya se había gestado un movimiento musical, conocido grosso modo como “canto popular”, en el cual se desarrollaban canciones de resistencia mediante alusiones simbólicas. Sin embargo dentro del mismo se fueron perfilando dos corrientes, una más populista, política y telúrica –con Viglietti, Los Olimareños y Zitarrosa (este último un autor en verdad nada populista) como faros- y otra de corriente más joven, más experimental, más académica y más “modernista”, que tenía como principal referente a Eduardo Mateo, que por esos años vagaba loco por las calles de Montevideo. Obviamente Jaime Roos pertenecía claramente a esta corriente –Roos fue uno de los principales responsables del resurgimiento de Eduardo Mateo durante sus últimos años de actividad-, que no era la que estaba prevaleciendo a nivel popular, y además no podía reclamar el apreciado status de exiliado político, ya que su permanencia en el exterior se debía a otros motivos. Pero esta distancia impregna cada rincón de este disco, convirtiéndolo tal vez en el mayor testimonio de la difícil relación del exiliado con su tierra. Tal vez alguno de los más de 100.000 jóvenes uruguayos que emigraron en los últimos tres años cree una obra similar, lo que es seguro es que el Siempre son las cuatro debe ser un disco difícil de escuchar en el exerior.
“Hermano te estoy hablando” habla sobre esa distancia y ese extrañamiento, entrelazándolos con los otros dos temas predominantes en el disco: el paso del tiempo y la conciencia de la muerte, temas mucho más presentes en la obra temprana de Roos que en la tardía. La canción habla de lo que habla todo el disco; de la violenta confrontación entre la memoria y la realidad sobre la que han pasado los años, sobre los cambios y sobre cómo cada uno de esos cambios tiene algo de muerte, de la definitiva que espera en algún lugar del futuro o de la cotidiana que explica que una misma persona parada en el mismo lugar en dos momentos diferentes no es la misma persona ni el mismo lugar. Es asombrosa la serena y desconsolada lucidez de Roos a lo largo de todo este disco, ya sea repasando desde su mirada de treintañero la tristeza de un adolescente tímido en “Quince abriles” (“y las columnas de la pista se derrumban de desolación / y los amores imposibles se sumergen en esta canción”), el retorno al barrio de “Historias tristes” (“Un torbellino de hojas crujió / sobre su nueva vida / El eco de una voz le golpeó / la memoria dormida / Sonó una radio / se oyó el estadio / Por la vereda el lobo siguió / tras la oveja perdida”), la lejanía geográfica entre los afectos de “Parece” (“Allá va la mujer de mis sueños / entre sus manos tiembla un farol / Atravesando duras heladas / junto a la costa esperando el sol”) y ese monumento a la canción que es “Adiós Juventud”, sobre la que me parece al pedo extenderme.
Pero es “Hermano te estoy hablando” la que introduce una temática y una visión que no se completa en esta canción ni en este disco. El notable conceptualismo del Roos de esa época, que con tecnología de grabación hoy en día primitiva diivide la canción en tres voces diferenciadas, recicla tomas desechadas, relatos de fútbol, basura de micrófonos abiertos (“Pará Galemire, pará…”), y versos perdidos para usarlos como paisaje sonoro que hace del tema –particularmente de su sección final- un túnel del tiempo en el que los vientos citan tanto a su anterior semi-éxito “Aquello” como a su futura canción “Pirucho”, de la que inclusive llega a cantar dos versos (“Pirucho / Pirucho no puede más / de buscarle cinco pies al gato / sabiendo bien que tan sólo cuatro hallará / Ansina / Ansina no quiere más….”) que plantean un misterio que recién sería resuelto dos años después con la edición de Mediocampo (1984), disco que contiene la canción entera –un candombe psicodélico de corte inédito y nunca repetido. En “Pirucho” también se darían algunas claves sobre “Hermano te estoy hablando” para los que se habían quedado girando acerca del mensaje del muerto: “Las cuerdas se desbocaron en aguacero / Les hace buscar refugio en el más allá / Y dicen adiós al muerto que les recita / Hermano te estoy hablando del Uruguay”.
Roos no pudo continuar esta concepción conceptual ni este álbum, que siempre ha tenido la honestidad de reconocer como su mejor obra; el disco que lo seguiría, Mediocampo, era una buena colección de temas que contenía algunas canciones excelentes (“Victoria Abaracón”, “Tal vez Cheché”, la ya citada “Pirucho”) que estaban a la altura de las de su disco anterior, pero le pesaban algunos arreglos forzadamente contemporáneos que lo convierten en una obra mucho más datada –bajo el nefasto signo sonoro del modelo de producción de The Police- que los aparentemente retro arreglos beatleanos del Siempre son las cuatro. Luego de Mediocampo empezaría un periplo en el que los puentes psicodélicos y los colages serían reemplazados por solos de jazz-rock, las repeticiones mántricas por estribillos machacones, las sutilezas asimétricas por arreglos bombásticos, los originales de vanguardia popular por los covers de canciones tradicionales, la lúcidez visionaria del ácido por la tensión autoindulgente de la cocaína, la pluma hermética y evocativa del propio Jaime por las sucesiones de clichés costumbristas de Tinta Brava Castro o la poesía genérica de Mauricio Rosencof, los jingles disfrazados de canciones…. Y también algunos chispazos perdidos en discos escasos en cantidad e inventiva; canciones como “Lluvia con sol”, “Mío”, “Huayno del ciego”, la versión original en vivo de “Si me voy antes que vos”, que nos recuerdan que fueron compuestas por el mismo tipo que hizo el misterio peyotero de “Chalaloco”, el misterio invocado originalmente por Eduardo Mateo y El Kinto, el misterio (“aquí no hay ningún misterio”) de la trascendencia psicodélica y la fusión perfecta, esa mezcla equilibrada de influencias casi inconcientes que Gustavo Santaolalla jamás va a entender.
Jaime Roos es un músico que tiene fama de ingrato con los demás músicos, no sé si es un juicio justo, no lo conozco. Conozco sí el hecho de que Uruguay ha sido ingrato con Jaime Roos, no tanto con él –a quién tal vez se le ha comprado y seguido más de lo que se lo ha querido, pero al que se le reconoce ser nuestro músico más reconocible y representativo- sino con esas preguntas musicales planteadas en su obra de aquellos años. En estos tiempos en los que el candombe-rock de Roos se ha vuelto una influencia más que perceptible en la obra de muchos de los artistas más populares a ambos lados del Plata, es interesante re-escuchar el Siempre son las cuatro para escuchar justamente lo que quedo afuera del saqueo y/o influencia. Da la impresión de que sólo ha tenido epígonos de los aspectos más superficiales de sus composiciones, de sus seguridades y sus afirmaciones (“Este es el rock uruguayo”), pero nadie ha seguido sus dudas, aquellas indagatorias en los claroscuros de la nacionalidad y la racionalidad en la que la juventud es un fantasma en fuga y la patria es una ilusión de la que los muertos se van sin averiguar las respuestas definitivas, tal vez presentes en esos versos ambiguos, tanteadores, ya olvidados.
La Punta Brava y su faro marcan el punto más al sur de Montevideo, dando origen al ocasionalmente majestuoso Bulevar Artigas, que divide a la capital casi por la mitad, en la que prácticamente es la única muestra sensata de geometría urbana de esta ciudad. Esta avanzada geográfica en el Río de la Plata y la línea que surge de ella separa a Montevideo en dos mitades bien diferenciadas en status social e idiosincrasia, pero también separa lo que son dos grandes formas de mirar al gran río de agua marrón y dos grandes ramblas. Una reposada, veraniega y burguesa hacia el este y una embravecida, invernal y humilde al oeste. La del este se divide en varios nombres que reproducen los de los barrios que atraviesa, la del oeste se conoce -hasta llegar a la Escollera Sarandí- como Rambla Sur, la rambla del viento, la tormenta, la pesca y los suicidas.
Aún si uno desconoce los orígenes barriales de Jaime Roos, o la relación de la Rambla Sur con Palermo y el Barrio Sur, zonas candomberas por excelencia, la canción “Hermano te estoy hablando”, que abre el disco Siempre son las cuatro (1982), informa acerca de qué rambla está hablando desde la primer estrofa sin dar ni una señal específica, solo la presencia de un mar y una rambla capaces de recibir a un muerto.
El Cronista
Las cenizas al viento
Se pierden sobre el mar picado
Frente a la misma rambla
Donde le tocó crecer
Los amigos que fueron
Esperan el final callados
A que los últimos restos
Se borren del atardecer
Tiempo atrás se juntaron
Músicos por la tonada
Y hoy nadie duda de nadie
Ni nadie canta igual que ayer
Que cada uno entienda
Como aguantarse la tacada
Solo en la cama de un cuarto
O en brazos de alguna mujer
El muerto
Hermano te estoy hablando
Quizás me puedas oír
Aquí no hay ningún misterio
No quieras llegar al fin
Tu diles que los recuerdo
Que lo que quedó detrás
Me voy sin averiguarlo
Sus versos me lo dirán
La Comparsa
Si vienen a preguntarte
Nos fuimos a caminar
En El sonido de la calle, libro de reportajes que le hiciera Milita Alfaro hace ya muchos años, Roos confesaba que la primera estrofa de esta canción había sido escrita bajo el efecto del L.S.D., y que de hecho era lo único que había escrito en ese estado, inspirado al parecer en la idea de ver su propio funeral. Si bien no es el tipo de imaginería que uno relaciona con el ácido, tal vez la asumida beatlemania de Roos lo hubiera conectado inconscientemente con el conocimiento de la muerte sentido por Peter Fonda bajo el efecto del ácido y relatado a John Lennon durante otro viaje, una experiencia sobre la que Lennon habla en “She Said, She Said” (“I know what it feels to be dead”), pero sería subestimar la canción reducirla a un mero apunte montevideano a la lírica beatleana.
Contextualicemos, en 1982 Jaime Roos estaba en proceso de regresar definitivamente a su ciudad natal luego de varios años de vivir en el extranjero. La dictadura militar aún reinaba y aterraba Montevideo, pero ya se había gestado un movimiento musical, conocido grosso modo como “canto popular”, en el cual se desarrollaban canciones de resistencia mediante alusiones simbólicas. Sin embargo dentro del mismo se fueron perfilando dos corrientes, una más populista, política y telúrica –con Viglietti, Los Olimareños y Zitarrosa (este último un autor en verdad nada populista) como faros- y otra de corriente más joven, más experimental, más académica y más “modernista”, que tenía como principal referente a Eduardo Mateo, que por esos años vagaba loco por las calles de Montevideo. Obviamente Jaime Roos pertenecía claramente a esta corriente –Roos fue uno de los principales responsables del resurgimiento de Eduardo Mateo durante sus últimos años de actividad-, que no era la que estaba prevaleciendo a nivel popular, y además no podía reclamar el apreciado status de exiliado político, ya que su permanencia en el exterior se debía a otros motivos. Pero esta distancia impregna cada rincón de este disco, convirtiéndolo tal vez en el mayor testimonio de la difícil relación del exiliado con su tierra. Tal vez alguno de los más de 100.000 jóvenes uruguayos que emigraron en los últimos tres años cree una obra similar, lo que es seguro es que el Siempre son las cuatro debe ser un disco difícil de escuchar en el exerior.
“Hermano te estoy hablando” habla sobre esa distancia y ese extrañamiento, entrelazándolos con los otros dos temas predominantes en el disco: el paso del tiempo y la conciencia de la muerte, temas mucho más presentes en la obra temprana de Roos que en la tardía. La canción habla de lo que habla todo el disco; de la violenta confrontación entre la memoria y la realidad sobre la que han pasado los años, sobre los cambios y sobre cómo cada uno de esos cambios tiene algo de muerte, de la definitiva que espera en algún lugar del futuro o de la cotidiana que explica que una misma persona parada en el mismo lugar en dos momentos diferentes no es la misma persona ni el mismo lugar. Es asombrosa la serena y desconsolada lucidez de Roos a lo largo de todo este disco, ya sea repasando desde su mirada de treintañero la tristeza de un adolescente tímido en “Quince abriles” (“y las columnas de la pista se derrumban de desolación / y los amores imposibles se sumergen en esta canción”), el retorno al barrio de “Historias tristes” (“Un torbellino de hojas crujió / sobre su nueva vida / El eco de una voz le golpeó / la memoria dormida / Sonó una radio / se oyó el estadio / Por la vereda el lobo siguió / tras la oveja perdida”), la lejanía geográfica entre los afectos de “Parece” (“Allá va la mujer de mis sueños / entre sus manos tiembla un farol / Atravesando duras heladas / junto a la costa esperando el sol”) y ese monumento a la canción que es “Adiós Juventud”, sobre la que me parece al pedo extenderme.
Pero es “Hermano te estoy hablando” la que introduce una temática y una visión que no se completa en esta canción ni en este disco. El notable conceptualismo del Roos de esa época, que con tecnología de grabación hoy en día primitiva diivide la canción en tres voces diferenciadas, recicla tomas desechadas, relatos de fútbol, basura de micrófonos abiertos (“Pará Galemire, pará…”), y versos perdidos para usarlos como paisaje sonoro que hace del tema –particularmente de su sección final- un túnel del tiempo en el que los vientos citan tanto a su anterior semi-éxito “Aquello” como a su futura canción “Pirucho”, de la que inclusive llega a cantar dos versos (“Pirucho / Pirucho no puede más / de buscarle cinco pies al gato / sabiendo bien que tan sólo cuatro hallará / Ansina / Ansina no quiere más….”) que plantean un misterio que recién sería resuelto dos años después con la edición de Mediocampo (1984), disco que contiene la canción entera –un candombe psicodélico de corte inédito y nunca repetido. En “Pirucho” también se darían algunas claves sobre “Hermano te estoy hablando” para los que se habían quedado girando acerca del mensaje del muerto: “Las cuerdas se desbocaron en aguacero / Les hace buscar refugio en el más allá / Y dicen adiós al muerto que les recita / Hermano te estoy hablando del Uruguay”.
Roos no pudo continuar esta concepción conceptual ni este álbum, que siempre ha tenido la honestidad de reconocer como su mejor obra; el disco que lo seguiría, Mediocampo, era una buena colección de temas que contenía algunas canciones excelentes (“Victoria Abaracón”, “Tal vez Cheché”, la ya citada “Pirucho”) que estaban a la altura de las de su disco anterior, pero le pesaban algunos arreglos forzadamente contemporáneos que lo convierten en una obra mucho más datada –bajo el nefasto signo sonoro del modelo de producción de The Police- que los aparentemente retro arreglos beatleanos del Siempre son las cuatro. Luego de Mediocampo empezaría un periplo en el que los puentes psicodélicos y los colages serían reemplazados por solos de jazz-rock, las repeticiones mántricas por estribillos machacones, las sutilezas asimétricas por arreglos bombásticos, los originales de vanguardia popular por los covers de canciones tradicionales, la lúcidez visionaria del ácido por la tensión autoindulgente de la cocaína, la pluma hermética y evocativa del propio Jaime por las sucesiones de clichés costumbristas de Tinta Brava Castro o la poesía genérica de Mauricio Rosencof, los jingles disfrazados de canciones…. Y también algunos chispazos perdidos en discos escasos en cantidad e inventiva; canciones como “Lluvia con sol”, “Mío”, “Huayno del ciego”, la versión original en vivo de “Si me voy antes que vos”, que nos recuerdan que fueron compuestas por el mismo tipo que hizo el misterio peyotero de “Chalaloco”, el misterio invocado originalmente por Eduardo Mateo y El Kinto, el misterio (“aquí no hay ningún misterio”) de la trascendencia psicodélica y la fusión perfecta, esa mezcla equilibrada de influencias casi inconcientes que Gustavo Santaolalla jamás va a entender.
Jaime Roos es un músico que tiene fama de ingrato con los demás músicos, no sé si es un juicio justo, no lo conozco. Conozco sí el hecho de que Uruguay ha sido ingrato con Jaime Roos, no tanto con él –a quién tal vez se le ha comprado y seguido más de lo que se lo ha querido, pero al que se le reconoce ser nuestro músico más reconocible y representativo- sino con esas preguntas musicales planteadas en su obra de aquellos años. En estos tiempos en los que el candombe-rock de Roos se ha vuelto una influencia más que perceptible en la obra de muchos de los artistas más populares a ambos lados del Plata, es interesante re-escuchar el Siempre son las cuatro para escuchar justamente lo que quedo afuera del saqueo y/o influencia. Da la impresión de que sólo ha tenido epígonos de los aspectos más superficiales de sus composiciones, de sus seguridades y sus afirmaciones (“Este es el rock uruguayo”), pero nadie ha seguido sus dudas, aquellas indagatorias en los claroscuros de la nacionalidad y la racionalidad en la que la juventud es un fantasma en fuga y la patria es una ilusión de la que los muertos se van sin averiguar las respuestas definitivas, tal vez presentes en esos versos ambiguos, tanteadores, ya olvidados.
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