sábado, enero 08, 2005

Should we talk about the weather?

No soy lingüista, gracias a dios, pero siempre me ha parecido que las charlas sobre el tiempo son el mejor ejemplo de aquel función fáctica de la que hablaba Jakobson en su categorización de los distintos tipos de contacto entre emisor y receptor. Es decir, la función fáctica es aquella que chequea y comprueba que la ilusión comunicativa se está cumpliendo, esas pequeñas muletillas que se aseguran que se está manteniendo una conversación decodificada y que no esperan necesaria respuesta ("¿me seguís?", "vos sabés...", "¿no?"). Las conversaciones sobre el clima son una especie de hipertrofia de esta función que directamente prescinde de un auténtico tema de conversación; en realidad son como un simulacro de charla que lo único que pretende es dar una señal de reconocimiento de que uno se encuentra frente a un ser humano y que uno también lo es o lo parece. A veces sirven para llegar a una auténtica conversación, a veces es un simple gesto de horror al silencio. En todo caso hay pocas cosas menos interesantes que una charla sobre el tiempo.

Pero el clima está cambiando y hay excepciones a esta regla, a clima extraordinario, charlas de clima extraordinarias; la ola de calor de los últimos días me hizo recordar el perfecto principio de ese cuento perfecto de Raymond Chandler, "Viento rojo", en el cual el tipo describe un viento caluroso y sofocante que azotaba eventualmente Los Angeles provocando que la tasa de homicidios subiera en forma notoria. Estos días fueron algo así, pero sin viento, sólo con deseo de matar gente.

Así que uno habla sobre el clima, sobre el tiempo, y uno suda como un maratonista y los perros no pueden ni caminar, totalmente abochornados y babeando a chorros, y cuando llega la noche, que no baja la temperatura, no me puedo dormir así que voy a comprar una Coca-Cola, una Fanta, una Sprite... cualquier cosa fría y con burbujas. Y como todo está cerrado tengo que caminar varias cuadras hasta el mini-market del chino/coreano, que cierra más tarde que los demás.

Ni idea si el oriental, un tipo joven de menos de treinta años, que compró hace unos meses ese mini-market es chino o coreano. En todo caso está lejos de la caricaturas de Juana Molina: habla mejor castellano que la mayoría de los montevideanos, aunque con un notorio acento, se lleva visiblemente bien con los uruguayos que trabajan para él y es realmente amable con sus clientes, no con esa amabilidad de plástico que se ha hecho regla en los grandes negocios sino con genuina amabilidad barrial.

Y cuando llego a la caja el tipo está haciendo gala de esa amablidad con una señora de unos sesenta años con la que hablan sobre el clima, sobre ese clima hecho de aire caliente y sudor vaporizado. Y la señora le cuenta sobre el clima de hace muchos años, y sobre veranos extraños en los que la temperatura jugaba juegos misteriosos con las personas, y sobre la sorpresa de esta niebla tropical y asfixiante, y le pregunta si en su país, si en el país del chino/coreano, había vivido cosas similares.

Y el oriental le dice que no, pero le empieza a contar sobre nevadas tan tupidas que tenían que quedarse encerrados en las casas mirando por las ventanas un mundo que se vuelve blanco, o que iban a la escuela haciendo surcos en la nieve que les llegaba a las rodillas y el aire casi irrespirable de tan frío y... entonces se dan cuenta de que estoy en la cola y la conversación sobre el clima se interrumpe y se suspende para que yo pueda comprar mi Sprite. Y la señora se va, porque uno no se queda sólo para conversar sobre el tiempo, aunque el tiempo sea un intercambio de información sorprendente, y yo me quedo con la culpa de haber suspendido el contacto entre gente que hablaba de cosas importantes.

Otro verano en Montevideo, y ya van tres.





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