jueves, febrero 10, 2005

Mirando canciones (XV): 22 Going 23

La gente se olvida, pero hace algún tiempo, en el lapso de vida de la mayoría de los lectores, los Butthole Surfers fueron la mejor banda de rock del mundo, de la historia, del universo; después dejaron de serlo, pero qué bueno que fue mientras duró. El tiempo es cruel y da la impresión de que ni siquiera el haber sido la banda con el nombre más impresentable de la historia (“los surfistas del orto”, aclaro, supongo que sin necesidad) va a borrar la debacle que les significó el haber cambiado de formación, pasado de un noble sello Touch & Go –al que traicionaron vilmente- a una multinacional, descendido en forma notable la calidad de sus shows y canciones, perdido el (des)control que tenían sobre las drogas, destrozado su carrera en términos de marketing y haberse vendido en forma ostensible. Todo al mismo tiempo, algo nada recomendable para la credibilidad de una banda indie. Pero los tipos fueron gigantes, dinosaurios que caminaban dados vuelta de ácido, con las pupilas del tamaño de soles negros, aplastando con patas de reptil gigante todo lo que se entendía como rock, como show, como experiencia eléctrica y como comportamiento racional. Eran algo serio los hijos de puta, herederos de esa locura tejana que hace del estado de la estrella solitaria un sitio capaz de parir tanto a psicópatas religiosos con ganas de destruir el mundo como terroristas sónicos empecinados en destruir el rock’n’roll.



Texas es el lugar donde el punk y el ácido se dieron la mano, o directamente crecieron del mismo cactus alucinógeno y plagado de espinas letales. Psicodelia tonal, punk nagual, sonidos diferentes para formas de vida diferentes y una cantidad de salvajes dispuestos a ser lo más extremo de la cultura estadounidense. Y los Butthole Surfers eran la estrella más brillante de la estrella solitaria, la banda que tenía aterrorizado a todo el mundo indie porque, como los Flipper en San Francisco, no sólo parecían sino que era casi seguro que eran. Shows regados de gasolina y LSD en los que dos bateristas, un chico y una chica que parecían hermanos pero no lo eran, ensayaban ritmos tribales mientras sobre el escenario se destruían instrumentos, se proyectaban abyectos filmes médicos sobre autopsias y enfermedades, se vociferaba desde un megáfono, se despelotaba gente, se cojía, se incendiaba, se sangraba y se asustaba hasta al diablo. Y todo envuelto en una poderosa cacofonía de ruido psicodélico y la mayor parafernalia de luces y flashes que haya presentado una banda independiente. Un espectáculo tan intenso como para hacer que a un joven larguirucho que los vio entripado se le ocurriera volverse Marilyn Manson. Pero el show más intenso del rock necesitaba, supuestamente, de soportes sonoros, y los Butthole, que admitían no tener una gran idea de lo que era componer, editaron una serie de discos caóticos, amorfos, grandiosos, de los cuales el más asombroso es Locust Abortion Technician.

Qué discos se hacían a fines de los ochentas, una época secretamente dorada; pero aún ahora este artefacto es algo especial. El Locust… es mejor que el Pet Sounds y el White Album escuchados desde la cama de Famke Janssen, y ni siquiera tiene canciones. Dejando de lado 'Human Cannonball' –lo único parecido a una canción normal y que por otro lado no es gran cosa- el resto del disco está compuesto por una mezcla de metal, psicodelia, música industrial, collages sonoros, after-punk y caos que comienza con una (per)versión casi instrumental de un tema de Black Sabbath (‘Sweet Loaf’), un bosquejo de un blues escalofriante (‘Pittsburgh to Libanon’), algo imposible de clasificar en dos versiones, una de las cuales es simplemente la otra pasada más lento (‘Graveyard’), dos cosas sonoras indescifrables pero breves (‘Weber’, ‘Hay’), una especie de sátira a una canción de thrash (‘The O-Men’), un fragmento de una canción tailandesa metido en el disco con algunas voces encima para hacer un pequeño chiste obsceno (‘Kuntz’), algo repetitivo sobre lo que Gibby Haynes practica un mantra desagradable (‘U.S.S.A.’) y ’22 Going 23’.

Woman: I enjoy your show and I've been trying to get through for quite a while.

Man: Well, We're glad you kept trying

Woman: Umm. I have this problem. Last July, I was assaulted...sexually,
and ever since then, I've been having trouble sleeping.

Man: How old are you?

Woman: I'm 22 going on 23

Man: Medicine... Counseling... Anxiety... Sleep Programming… Medicine... Sleep Programming… Anxiety...Counseling...Medicine... Sleep… Programming... Depression... Anxiety... (etc.)

Woman: Well, they told me, when I have these bad dreams, to try and put
endings on the dreams, like I come out a winner. But everytime i try to do that, I
just...don't get anywhere. It seems, I keep having the same dream over and over every night, and that's why I'm up so late.

Woman: And I watch one soap opera a day. And if he happens to walk in
the house, I'm paranoid. I just jump up and turn off the TV. Except he says, Is that
all you're gonna do all day, just sit around and watch TV? And I love to travel, so I've
mentioned traveling to him. And finances are no problem. But he says that he did all the traveling that he wanted to do while he was in the service.

‘22 Going 23’ es tan excéntrica como el resto del disco; comienza con una grabación levantada de un programa radial en el que una radioescucha llama por teléfono, tras saludar al conductor y luego de que este le pregunte la edad (22 casi 23), comienza a hablar sobre un ataque sexual que sufrió y sus problemas con los sueños. Por debajo de la grabación comienza a sonar un enorme riff de bajo distorsionado, parecido a una pesadilla de Geezer Butler, tocado sobre una percusión tribal en la que se pueden escuchar algunos truenos. Una clínica voz masculina repite conceptos de medicina psiquiátrica. De pronto la música se interrumpe y lo único que escuchamos es a la chica, que sigue hablando sobre miedo y sueño, cuando esta termina sus angustiosas y misteriosas confesiones, Paul Leary entra sobre la base con un solo estridente y plagado de efectos, como el de un guitarrista novel que estuviera tratando de sacar un pique de Hendrix, que agrega aún más mugre a la ominosa melodía de fondo. Luego de unos compases de siniestro ruido eléctrico, el solo desemboca en una hermosa escala que se repite una y otra vez, inundando el tema de un extraño lirismo. Por último vuelve la voz de la chica, esta vez sobre un fondo de grillos y vacas reverberadas, cuyo mugido es el último sonido de la canción y del disco.



Una perfecta pieza musical conceptual, ’22 Going 23’ es una prueba de la procedencia universitaria, intelectual y artística de los surfistas del ojete, así como de su sensibilidad, tal vez drogada pero nunca estúpida. No hay nada azaroso en el orden de sus aparentemente disímiles elementos, sino una construcción dramática en la cual se va generando una tensión sombría y angustiosa entre el speech de la mujer y el riff, tensión que va en aumento hasta que es inesperadamente suavizada por la lírica escala de guitarra que introduce una sensación de onírica belleza en medio de la inquietud de una composición que trata de un tema tabú como la violación sin intervenir moralmente, sin que su cantante abra la boca. Al parecer la llamada provenía de una mentirosa patológica que solía llamar al mismo show radial frecuentemente para contar las más diversas historias. Un dato que le quita algo de morbo pero que no reduce para nada la cualidad inquietante del tema. El mismo año 'Pacific Coast Highway' de Sonic Youth utilizaría los mismos procedimientos de opresión sonora en ascenso que desemboca en el alivio de un fragmento más lírico, un recurso dinámico que tiene mucho de erótico, en una canción que también trataba sobre la violencia sexual. Ignoro qué canción vino antes, pero el parentezco es más que nada conceptual y puede tanto ser casualidad como no serlo (los Butthole habían en cierta forma imitado el sonido de SY en su anterior tema 'Negro Observer', por su parte los neoyorquinos casi calcarían el clima de '22 Going 23' en su esplendoroso instrumental 'McBeth' del disco de Ciccone Youth).

De cualquier forma la oscura belleza de '22 Going 23' y su imprevisible poesía serían un mojón que nadie, ni los propios Butthole, podría alcanzar. Una muestra totalmente legítima de una composición de rock concebida como arte sin la menor pretenciosidad, y un momento de rara vulnerabilidad en la obra de los tejanos, que solo volverían a mostrar esa extraña melancolía onírica en su único hit, el beckiano, comercial y brillante 'Pepper'. Pero al culminar el más demente y genial de sus discos, '22 Going 23' también clausuró el período experimental, gitano y peligroso de la banda. Luego vendrían varias vergüenzas y una larga decadencia, hasta llegaron a componer un simple con Kid Rock, pero no son sus miserias sino sus glorias las que me tienen escribiendo este post.

Dicen los que lo han visto todo que el brillo real de los Surfers refulgía en sus conciertos y que sus grabaciones son solo vestigios, restos fósiles de la bestia que llegaron a ser. Pero bueno, este fósil, como si fuera una vértebra de un Diplodocus, da para adivinar el tamaño de dicho animal gigantesco y enloquecido. Y cuando se le escucha la tierra aún tiembla, porque ya no hay bestias así.





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