jueves, febrero 03, 2005

"Nao me amarra dinheiro não, mas os mistérios"

(segundo post en menos de 24 horas, estoy nervioso)

Al mediodía escucho un curioso diálogo, en el programa de noticias y variedades de Gerardo Sotelo en Sarandí, el habitualmente exaltado columnista (¿cultural? ¿social? ¿político?) Rodolfo Fattorusso, se brota y se queja amargamente por algo que lo indigna. No, no se trata del descaro golpista del torturador Paulós, ni las descaradas coimas de la Intendencia de Maldonado, ni la exigencia del Banco Mundial de expulsar a los estudiantes de lento cursar de la universidad pública, ni ninguno de esos problemas, sino la inauguración en la Ciudad Vieja del Monumento a la Diversidad Sexual. Fattorusso, furioso, despotrica en contra del monumento, al que califica de homenaje a la homosexualidad, conducta a la que califica de aberrante, y define a todo como un signo más de estos tiempos en que la sociedad uruguaya se arrastra en el lodo moral. Luego se ensarza en una cierta discusión con el conductor del programa, de temple más tolerante. Mientras el ¿crítico literario? se babea de rabia y pela su arsenal de referencias obvias a la literatura clásica y la filosofía (el imperativo categórico de Kant, que al parecer sigue sin entender ni ser capaz de contextualizar), pero en seguida termina comparando a los homosexuales con los pedófilos y los adeptos al bestialismo; Sotelo trata de atemperarlo, le explica la diferencia entre la tolerancia a la diversidad sexual y el elogio a la homosexualidad, sostiene que un monumento no convierte a nadie y le pone como ejemplo la enorme cruz de Tres Cruces. Ahí Fattorusso pierde la poca compostura que le quedaba, irritandose ante la osadía de comparar a la religión cristiana con cualquier otro tipo de creencia y aprovecha para insultar también al monumento a Iemanjá, al que califica de monumento al animismo primitivista africano, la antítesis de la tradición occidental a la que hay que defender, redondeando una de las más acabadas muestras de fascismo puro y duro mediático que yo haya escuchado en los últimos tiempos.

Hoy era el día de Iemanjá, viviendo a tres cuadras de la playa Ramírez era inevitable que bajara un rato para que el perro estirara las patas, cuidando que el mismo no cagara encima de alguna ofrenda, sentenciándose de inmediato a las peores maldiciones. Antes de salir vi a un conductor de televisión entrevistando a un pai visiblemente amanerado y a una mãe transexual que le contaban que el culto a Iemanjá era un culto ideal para los maricones ("bichas"). Me sonreí pensando en la cara de Fattorusso si escuchaba eso.

La playa estaba tan impactante como todos los 2 de febrero, la arena acribillada con pequeños fosos iluminados por velas parecía un valle lunar incendiándose por dentro, como si algunas estrellas hubieran bajado a recostarse un rato. Miles y miles de personas entremezcladas, comiendo, mirando, haciendo ofrendas de fe, haciendo ofrendas por las dudas, evaluando las ofrendas de los otros para venirlas a buscar en la madrugada. Turistas extranjeros y nacionales, planchas teñidos de naranja orbitando a rubias curiosas de Pocitos que nunca les van a dar pelota, pantalones blancos de lino, señoras asombradas por el porte de mi perro, carros de chorizos, cameramen en busca de notas de color, maricas varios, chicas borrachas hablando a los gritos, y, sobre todo, gente de simple y vistosa religiosidad.



No le tengo mayor simpatía a los dioses del candomblé que a los del Sinaí, y sé que es básicamente otro medio de encauzar el ansia y el hambre de la gente pobre para llenar de dinero a alguien. También sé que es una religión legítima que ha avanzado sin mayor ayuda mediática y que parece ser un culto -tal vez por su sincretismo, por la procedencia general de sus sacerdotes, por su poco apego a los dogmas escritos y, sobre todo, por provenir de Brasil- menos dispuesto a enjuiciar que otros. En todo caso, en la batalla actual mediática entre los repelentes evangelistas de la Iglesia Universal y los cultores del candomblé, no tengo la menor duda hacia que lado me inclino. Además no sabemos nada.

(Hace diez años, yo estaba, un 2 de febrero, en la bahía de Río Vermelho, Salvador, asistiendo a la que se supone es la mayor festividad de Iemanjá del mundo. Toda la bahía, pequeña, similar al puertito del Buceo, hervía de gente que cantaba y bebía batida de coco -algo con agua de coco y vodka- como si estuviera a punto de asumir Eliott Ness como alcalde y estuvieran gastando los últimos días sin veda. Yo era una de las pocas caras blancas en cuadras y cuadras a la redonda y cada vez que tenía que pasar por medio de alguna aglomeración de gente sentía como las manos me entraban en todos los bolsillos buscando pescar el escaso dinero que tenía en una riñonera escondida bajo la camisa. No parecía una fiesta religiosa, la gente bailaba en la calle al son de improvisados equipos de música que soltaban samba-reggae desde las tiendas de una suerte de feria que ocupaba todo el barrio, y cuyas tiendas solamente vendían distintas variedades de bebidas tropicales (inevitablemente alcohólicas) y acarajé. Pasé tres o cuatro horas dando vueltas y bailando, tiempo después del cual, tras haber escuchado un tiroteo y tras haber sido amenazado por un poco pacifista rastafari con que me iba a clavar un cuchillo si seguía hablando con su "namorada", decidí que era hora de volver al albergue de Pituba donde me estaba quedando. Cuando llegué me encontré con una hermosa chica de San Pablo que también estaba en el albergue, y con la que me quedé hablando un par de horas, contándole todas las cosas extrañas que había visto, todas las pequeñas aventuras y los misterios. En algún momento ella me preguntó si me quedaba porro, le dije que no y que de hecho hacía casi una semana que no fumaba. "Que raro, uruguaiano", me dijo, "porque hace casi dos horas que no parás de sonreir". Me di cuenta de que era verdad, un rictus pegado como una mancha de ketchup. Eso que le pasa a la cara de uno cuando está realmente feliz, con ese tipo de felicidad tan absoluta que ni siquiera notamos su presencia.)



Volviendo a casa paso por el monumento a Iemanjá que tanto indignaba a Fattorusso. Es más bien feo, un bronce bastante tosco parecido a las representaciones de yeso de la diosa que suelen venderse en las santerías. Una Iemanjá regordeta y rotunda con los brazos abiertos que mira al Río de la Plata. Pero si la estatua es fea, el pedestal, ornamentado con flores blancas y velas, no lo es. En sus cuatro costados çestán escritos cuatro diferentes textos en honor al orixá de las aguas. Dos, en castellano, corresponden a un escritor uruguayo y otro argentino. El tercero es un canto yoruba a Iemanjá, con su correspondiente traducción. Y el cuarto es un escrito de Jorge Amado, el bahiano, sobre los cinco nombres de la diosa. Termina diciendo simplemente que las mujeres de la calle y el puerto le dicen "María", y que es un nombre bonito. Es cierto. Mientras lo leo recuerdo aquel verso de Renato Russo: "meu filho vai ter nome de santo / quero o nome mais bonito". Diez años ya, puta madre. Qué agradable que es el adjetivo "bonito", casi prohibido en español, cuando se usa en portugués. Es bonito.





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