jueves, julio 21, 2005

Lo bueno, lo malo y lo feo

UNO: Fui a ver Submission, el ahora legendario corto del director holandés Theo Van Gogh sobre la opresión de algunas mujeres islámicas, o tal vez todas. Se trata de una pieza breve con estética algo video-clipera en la que una o varias mujeres cubiertas por el velo hablan con la cámara relatando terribles abusos sufridos en ámbitos regidos por la sharia, o ley islámica. Los testimonios no desentonarían con los populares Monólogos de la Vagina y no son particularmente iluminadores ni comprensivos en cuanto a la situación de la mujer en el Islam. Pero era algo que había que ver, teniendo en cuenta que por su causa Theo Van Gogh fue asesinado por Mohammed Bouyen, un encolerizado musulmán extremista hijo de marroquíes, forzando a la casi clandestinidad a Ayaan Hirsi Ali, la militante feminista guionista del corto. Con semejantes gastos de producción por parte de su creador, era casi obligatorio ver Submission, que de otra forma hubiera pasado bastante desapercibida.



Es fácil entender los motivos que irritaron a Bouyen, ya que el corto contiene varias profanidades, más visuales que textuales; las mujeres tienen cubiertos sus rostros pero se las ve desnudas bajo un ropaje transparente y durante los testimonios se intercalan imágenes de mujeres desnudas y golpeadas sobre las que se proyectan caracteres arábigos, aparentemente versos del Corán o Qur'an. Es decir que es una obra profana y merecedora de castigo en un país en el que la ley sea el Qur’an, pero no en Holanda, país modelo en cuanto a las libertades individuales.

Un país que ha sido ejemplar en muchos aspectos y que todos los que simpatizamos con el cannabis tenemos como máximo exponente de la civilización, pero cuyas virtudes no solo se refieren a lo que cada uno se mete en su cuerpo sino también a las interrelaciones entre sus habitantes, la cuidadosa relación con el medio ambiente –al que alteraron significativamente sin arruinarlo- y a la enorme tolerancia hacia el pensamiento de los otros. De hecho el asesinato de Theo Van Gogh había sido el segundo asesinato político en el país desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. El primero había sido el de Pim Fortuyn.

Fortuyn era un personaje fascinante y es posiblemente la figura más sorprendente de la derecha europea contemporánea. Defensor de la limitación definitiva de la inmigración, especialmente la árabe, a los Países Bajos, Fortuyn es considerado generalmente como una figura clave de la ultraderecha, pero al mismo tiempo es un personaje muy distinto de lo que uno asocia con la ultraderecha, hasta el punto de obligar a reconsiderar el paradigma de la misma. Fortuyn, sobre quién Van Gogh se encontraba filmando un documental cuando lo mataron, era un intelectual de primera línea, un sociólogo homosexual de pasado izquierdista (hay quienes dicen que nunca dejó de serlo), inteligentísimo y de discurso muy articulado. Fortuyn no promulgaba la violencia hacia los inmigrantes e inclusive defendió el derecho a expresarse de líderes islámicos radicales como Khalil el-Moumni, también negaba cualquier tipo de afiliación con otros líderes de ultra-derecha europea como Haider o Le Pen y tenía muchos puntos en común con la ideología libertaria. Pero al mismo tiempo sostenía que Holanda estaba superpoblada y que su equilibrio social estaba amenazado por una inmigración masiva proveniente de los países árabes, y que traía consigo una serie de preceptos morales que entraban en franco conflicto con el tradicional liberalismo holandés.

Los puntos de vista de Fortuyn eran polémicos y por momentos despreciativos hacia la cultura musulmana –aunque no tanto como las estupideces que escribe la idiota racista de Oriana Falacci- pero en ningún momento utilizó más armas para defenderlos que su carisma personal y su discutible sentido común. En el 2002 fue asesinado por Volkert van der Graaf, un militante ecologista que estaba preocupado por la ascendente popularidad de el “divino pelado”, como lo llamaba Van Gogh. El crimen, repito, el primero de índole política en Holanda en más de cincuenta años, dejó a toda su sociedad impactada ante algo que no conocían y que no entraba dentro de sus códigos, y en cierta forma terminó dándole la razón a Fortuyn. La reacción general de la izquierda en el resto del mundo fue cambiar de tema o inclusive llegar a acusar a Fortuyn, a Van Gogh y a Ayaan Hirsi Ali, quién sigue aún prófuga y amenazada de muerte, de habérsela buscado.

DOS: Ríos de lágrimas corrieron por el mundo entero luego de los atentados suicidas de Londres, en estas latitudes daba la impresión por momentos de que habían ocurrido en Colonia de Sacramento, tanto era el dolor de los comunicadores al dar cuenta de los más de cincuenta británicos muertos. En Argentina fue en cierta forma un poco chocante la empatía de la prensa con el país agredido, chocante porque apenas unas semanas antes se habían confirmado –una vez más, en cierta forma- la presencia de armas atómicas en parte de la flota británica involucrada en la Guerra de Malvinas, además de la aceptación sin disculpas del gobierno inglés acerca de la ilegalidad –si cabe hablar de legalidades en una guerra- del hundimiento del crucero Belgrano, la mayor matanza de argentinos de esa guerra. Pero claro eso pasó hace un montón de tiempo y a todos nos gustan los Beatles.

Tras los atentados hubo las demostraciones de solidaridad automáticas que cabía esperar por parte de todos los gobiernos, todas al parecer metidas en una competencia de adjetivos tétricos y dolidos para calificar los hechos, y también las previsibles declaraciones pescadoras de amistad, con el alemán Ratzinger y el inglés Blair compitiendo en ver quién podía identificar más a los ataques con un ataque a toda la civilización occidental por parte de la barbarie infiel. El simpático Ken Livingstone, alcalde laborista digno de dicho nombre y reconocido opositor a la política de Blair en Irak, declaró su lógico repudio a los atentados y remarcó el hecho de que las víctimas no eran soldados sino laburantes inocentes y totalmente ajenos a la política exterior de su país. Y tenía razón, pero solamente en parte.

Tengo un rechazo particular por Tony Blair, quien –a pesar de las pelotudeces que diga a su favor Billy Bragg- me parece en cierta forma una figura aún más peligrosa y negativa que el propio George Bush Jr. y su voracidad explícita. En los vericuetos imperiales de la actual guerra al terrorismo en la que E.E.U.U. ha decidido por cuenta propia ser el policía del mundo, la administración Blair ha decidido hacer el papel de “policía bueno” en dicho enfrentamiento. Además de ser el adalid de la "tercera vía", esa clase paradójica de socialismo que no tiene nada de socialismo, recordemos que Blair es, nominalmente, un hombre progresista y de izquierda, por lo cual su apoyo a la segunda guerra del Golfo fue decisivo a la hora de hacer borrosos los motivos de lo que básicamente es una guerra imperial guiada por los dinosaurios apocalípticos del gobierno Bush. Blair es el articulado, es la voz de la razón, no habla con Dios y no divide al mundo en buenos y malos, previene no mata, es el guerrero renuente, el que adopta las decisiones difíciles que misteriosamente son siempre idénticas a las del cruzado Bush. Sin el apoyo de Blair, la guerra de Irak hubiera significado un costo político a E.E.U.U. imposible de asumir, inclusive para bestias como los republicanos actuales, Blair le dio razones, lógica y un rostro humano a una invasión insensata que significó una auténtica declaración de guerra contra todo un mundo. Y unos 50.000 iraquíes saben ahora en forma prematura si hay algo después de la muerte gracias a este hombre progresista y civilizado.

Pero esas decisiones difíciles no lo son tanto en estos tiempos en los que la guerra está tan Toyotizada como la producción económica. En la Primera Guerra Mundial Inglaterra se quedó sin una generación entera de jóvenes de su clase dirigente y más educada. El motivo fue que esta clase entraban directamente a la escuela de oficiales y los oficiales debían comandar personalmente las cargas de trinchera a trinchera, por lo que eran los primeros en morir. El terco y excesivo pacifismo de la generaciones posteriores se debió a ese contacto directo con la muerte en cantidades industriales. Ochenta años después la guerra es algo que pasa lejos y entre hombrecitos marrones. Hombrecitos marrones de Nepal que matan a hombrecitos marrones de Mesopotamia por dinero, hombrecitos marrones de Centroamérica que matan a hombrecitos marrones de Bagdad por una green card. Un horror lejano contra el que los ingleses bien pensantes protestan en multitudinarias manifestaciones en las que cantan estribillos de Lennon, luego vuelven a sus casas y luego vuelven a votar al mismo político que los tiene metidos en esa guerra lejana, aún después de que todas sus excusas se han caído y las verdades probables se volvieron verdades innegables. Pero bueno, la economía va bien y la guerra está lejos. Hasta que la guerra se acerca y pega una visita.



Posiblemente los muertos de los atentados fueran exactamente lo que decía Livingstone, gente laburante que manifestó en contra de la invasión de Irak, gente buena de impecables modales británicos que bebían cerveza a temperatura ambiente en el pub, gente que vió a los Buzzcocks en el ’78, o que se empasteló viendo a Slowdive en el ’93. Gente hincha del Arsenal, que cultiva skank en su pequeña terraza, que no sabe diferenciar a Uruguay de Paraguay, que se emocionó con películas de Ken Loach y se sintió identificada con los inmaduros personajes de Nick Hornby, que le gustaba el olor a falafel de la tienda de su vecino paquistaní, que votó nuevamente a Tony Blair porque no había mejores opciones. Y que vivía en un país en guerra pero que no se daba cuenta. Ahora se dan cuenta y no pueden hacer nada porque están muertos.

La perversidad del lenguaje y el manejo mediático ha construido una realidad virtual en la que algunas formas de matar gente indefensa son caballerosas y admitidas y otras son despiadadas y dementes. Cuando uno ve las cifras de muertes de las guerras del golfo lo primero que tiende a decir es que no existen y no existieron. Porque no hay ninguna guerra si de un lado mueren 100 personas y del otro 100.000; ahí lo que hay es una operación de exterminio. En los mismos días de los atentados de Londres, un camión bomba se llevó puestos en Irak a un par de soldados yanquis y una veintena de niños que los rodeaban; esto ocurrió porque los soldados norteamericanos se habían acostumbrado a regalar golosinas a los niños que, inadvertidamente, les servían de escudo humano en contra de los insurgentes suicidas. Hasta que apareció uno un poco más cruel y desesperado que los otros y decidió que valía la pena. Esos niños no tuvieron ni la centésima parte de prensa que los londinenses, pero eran marrones y murieron lejos de la cultura occidental.

Para los cuatro musulmanes que se hicieron volar por los aires junto a unos 12 londinenses cada uno había una cosa clara: en las guerras muere gente y el precio por matar es ser capaz de morir. Ahora los ingleses están entendiendo lo que los españoles entendieron enseguida y lo que los italianos y los dinamarqueses (¿qué carajo está haciendo Dinamarca en esa guerra?) van a entender tarde o temprano, por las buenas o por las malas, y es que están en guerra. Y dentro de los estrechos márgenes de decisión que las democracias occidentales le permiten a sus habitantes, ellos apoyaron y eligieron esa guerra.

La segunda tanda de atentados, la de ayer, 22 de julio, fue una auténtica gema que puede incluso validar esa forma de guerra despiadada, que no es más despiadada –y es ciertamente más valiente, para quienes les importe eso- que los bombardeos de napalm teledirigidos a distancia. En esta segunda tanda, en la que no hubo víctimas, los árabes demostraron mucha más inteligencia que la que los genios de occidente suelen otorgarles. A dos semanas de los crueles atentados suicidas hicieron estallar, con total impunidad, una serie de detonadores que no hicieron mayor daño que el de recordar que si hubieran estado colocados encima de una carga explosiva hoy habría 50 londinenses menos, con suerte. Es una demostración de poder tan terrorífica que obliga a pensar en la función última de lo que en occidente se conoce como terrorismo, es decir, ese sinónimo de mal absoluto, pero que no es algo tan sencillo ni simplificable en su imagen caricaturesca y demoníaca. Los semi-atentados de ayer, lo mismo que los atentados auténticos del 7 de julio, plantean un mensaje. No es la violencia irracional y sin dirección que sostienen Blair & cía, es un mensaje claro, fuerte y cruel. Los europeos pueden escucharlo y decidir al respecto lo que les parezca mejor, pero no pueden ignorar algo tan diáfano.

No me alegran los atentados terroristas pero me interesan los asuntos bélicos lo bastante como para saber que cada nación agredida desarrolla una táctica de resistencia que se corresponde a las características de su agresor y de su agresión. En este momento, los atentados en los países europeos de la coalición (conviene destacar esta característica para diferenciarlos de los otros países) me parecen que, a su manera, al devolver la guerra a sus lugares de orígen le devuelven realidad. Estados Unidos se convirtió en la mayor potencia mundial por el simple hecho de que no tuvo guerras en su territorio desde el S.XIX, mientras que simultáneamente participaba en practicamente todos los conflictos de importancia del S.XX. Inglaterra y España, a medida de que las generaciones que habían vivido las Guerras Mundiales y la Guerra Civil morían de viejos o se apartaban de las decisiones políticas, pensaron que podían hacer lo mismo y no sufrir a cambio. Eso, por suerte, aún no es así, porque no hay nada más terrorífico que las naciones guerreras que no conocen la guerra.



UNO Y MEDIO: El conflicto entre el fundamentalismo islámico y el neoliberalismo imperial es confuso para la gente de izquierda porque esencialmente la deja afuera, más allá de simpatías forzadas o justificaciones complejas. Pero estos dos casos en particular me interesan porque son difíciles de pensar desde el progresismo doméstico, porque colocan los parámetros del humanismo y de lo "correcto" en lugares donde no se lo esperaba. ¿Quiero decir con todas estas parrafadas que el asesinato de un lider xenófobo y un director mediocre es inadmisible y que en cambio el dinamitar a cincuenta civiles entra dentro de las reglas del juego político-bélico? No exactamente, pero tampoco está tan lejos. En realidad no tengo una opinión formada e indestructible con respecto a estas cosas, pero me gusta como ponen a prueba los preconceptos y las verdades absolutas. Me gusta la gimnasia que implica el pensarlas.





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