lunes, octubre 31, 2005

Victorias pírricas

(Me piden que escriba un post sobre la Fiesta X, pero no tengo nada que escribir al respecto, más allá de que hacía mucho frío y que -a diferencia de otros años- no me encontré con casi nadie conocido, no me emborraché y no me divertí. Me cuesta divertirme en un mega-espectáculo de rock donde tocan 100 bandas y ninguna de ellas es Santacruz, Hablan por la Espalda, Pompas, Danteinferno o Guachass. Sin embargo retomo y termino algo que había empezado a escribir hace unas semanas con respecto a otro festival similar y aún mayor. Supongo que las mismas consideraciones se aplican a ambos eventos).

No recuerdo que un evento haya tenido alguna vez tanta unanimidad en el elogio como la reciente edición del Festival de Rock de Durazno o, mejor dicho, Pilsen Rock. Ayudado por un clima benéfico, el fin de semana largo y un cierto efecto de bola de nieve, el recital llevó más de 100.000 espectadores, convirtiéndose en el mayor recital de rock de la historia del país. La cobertura mediática fue intensísima, participando de la misma inclusive locutores tan alejados de la cultura rock como Orlando Pettinati, y las opiniones críticas sobre el festival fueron eufóricas -como prueba la curiosa crítica del mismo que apareció en Montevideo.com y que no encontró absolutamente nada malo en ninguno de los shows a pesar de la variedad de los mismos y la longitud de la jornada. Esto es normal, porque para toda la cobertura mediática todo fue magnífico.

Sin dudas que Pilsen Rock 2005 tuvo muchas cosas positivas a destacar. Empezando por la razonablemente equitativa selección de bandas, que flexibilizó la omnipotencia del manager y organizador Claudio Picerno -que en otras ediciones había ignorado o mandado al muere a cualquier banda que él no representara-, convirtiéndo al evento, más allá de algún capricho o misterio (¿Rendher es una banda popular o con trayectoria?), en una muestra bastante representativa de las bandas más convocantes del rock nacional. Eso es bueno. Inclusive hubo dos o tres bandas de calidad. Eso es bueno. También en lo infraestructural y organizativo parece haber sido, a la luz de los acontecimientos, fluído y funcional. Eso es bueno. Pero más allá de la música en sí es evidente que Pilsen Rock es vivido como una aventura de independencia por miles y miles de jóvenes y adolescentes que atraviesan el país desde distintos puntos cardinales para confluir en la ciudad. Eso es bueno. Para muchos miles de chicos y chicas un evento de estas características va a convertirse en una fuente inagotable de anécdotas sobre excesos, milagros y circunstancias inverosímiles. Eso es bueno. El recital es también uno de los pocos puntos de encuentro entre dos universos que suelen darse la espalda, los de la capital y el interior, encuentro particularmente beneficioso para los montevideanos, que suelen ser unos pelotudos ignorantes en relación al resto del país. Eso es bueno. Y, por sobre todo, el que se pueda hacer algo tan volático como un recital de más de 100.000 personas sin que, a pesar de la lamentable futbolización de la música, haya incidentes mayores entre ellos, tal vez signifique que el público de rock uruguayo haya aprendido a divertirse y escuchar música sin matarse y sin tratar de arruinar el asunto de todas las formas posibles. Eso es bueno. Es más, diría que es muy bueno.

Entonces, ¿por qué todo me parece una garcha?

Bueno, puede ser porque soy un negative creep, o un prematuro viejo de mierda, pero hay muchas otras cosas que me incomodan de el megaevento y su celebración. Soy muy poco romántico en relación al rock, para mí es básicamente música amplificada eléctricamente que tuvo una serie de significados contraculturales en tiempos y culturas que no viví. Sin embargo me tocó ser un adolescente en los excitantes tiempos de la restauración democrática, y en aquella época mucho de lo más enérgico y disidente de la cultura joven se expresaba mediante el rock y su entorno. Los grupos de los 80s eran ingenuos, amateur y uniformemente malos, pero tan osados y contestatarios que, a pesar de haber sustituído en forma radical (e interesada por parte de muchos difusores) al combativo canto popular, a nadie se le ocurría tratarlos de blandos o inofensivos. Recuerdo comentarle a un amigo porteño que en Uruguay parecía que todo en el rock estaba corrido un lugar para la izquierda, porque las bandas pop uruguayas eran en verdad bandas de rock, las de rock eran bandas punk y las bandas punk estaban dementes.

Aquella época se caracterízaba también, por parte del público, por una extrema desconfianza de los que estaban sobre el escenario, desconfianza que a menudo se expresaba en forma de violento rechazo, algo muy feo para los que tuvieron que vivirlo. Esto terminó alimentando una espiral autodestructiva en cuanto a las carreras de las bandas que culminó con la disolución de la mayoría o su radical transformación. Y terminó vaciando los escenarios ya que nadie tiene ganas de ser juzgado por una especie de tribunal popular espontáneo cuando uno lo único que quiere es tocar la guitarrita bien fuerte.

Veinte años después tanto las bandas como el público y los organizadores de eventos parecen haber aprendido las lecciones de fracaso de la generación anterior, y el rock uruguayo está floreciente, popular hasta lo ridículo, profesional, pacífico e insoportablemente inocuo. ¿Para qué tocar para minorías de reventados hiper-críticos cuando se puede tocar para multitudes de emocionados entusiastas? No tiene sentido seguir pensando en la disidencia estética cuando se puede ir al mínimo común denominador y hacer explotar todo eso. Y así se ha hecho, y eso es lo que se tiene.

¿Y qué es lo que se tiene? Un mega-festival que reúne a 150.000 personas en una ciudad que se dedica a explotarlas económicamente con singular saña, organizado por una multinacional brasileña de la cerveza -que acalambra al público con publicidad de su producto pero luego no lo vende dentro del predio del festival- en compañía de un intendente conservador que utiliza el recital como plataforma política y sale disfrazado de rockero al escenario sin que lo putéen o le tiren una mísera monedita. Un intendente que al otro día de su exitoso festival anunciaba que iba a hacer todo lo posible para instalar una papelera a orillas del Río Negro, río al que le parece que su nombre no es todo lo literal que puede ser. Y un montón de bandas de las cuales al menos cinco o seis reúnen por sí solas mucha más gente que la que reunían los más exitosos conciertos colectivos de los 80s. Bandas con managers, bandas que saben hacer batir palmas a una multitud y alejarse del microfono para que ellos canten, bandas que reposan sin reventarse en un backstage para el que sortean entradas para que los mortales vengan a confirmar que siguen siendo unos pibes macanudos y humildes.

Y un público brillante cuyos exponentes entrevistados parecían todos una mezcla de hincha de fútbol y el rockero Paolo, todos yendo a ver a La Trampa F.C. o a La Trotsky F.C. o La Vela F.C. en la forma más devocional y acrítica posible. Y cantando "los cumbieros son todos putos", que parece haber sido el cantico guerrero de las multitudes. No que legalizen el porro ni que paren la construcción de papeleras ni que despenalizen el aborto, no... "los cumbieros son todos putos". Genial. No se puede reunir más estupidez, clasismo y homofobia en una sola frase.

(Al parecer este estribillo que se escuchó durante todo el Festival fue en algún momento cantado y comandado desde el escenario por los chicos de Snake, quienes al parecer piensan que salir vestidos de esqueleto a cantar canciones de Red Hot Chilli Peppers es lo más masculino que hay. Y uno no puede evitar pensar que, más allá del simple hecho de que hoy en día la cumbia es posiblemente una música más peligrosa y molesta que la del 95% de los grupos de rock presentes en Durazno, si a una camioneta llena de cumbieros planchas del Inter, colocados de lata y en ánimo de pelea, se le hubiera ocurrido aproximarse al escenario, es seguro que no solo los Snake sino también la mayoría de los 150.000 espectadores hubieran salido corriendo aterrados).

En cierta forma el éxito del rock me hace pensar en el triunfo de las izquierdas latinoamericanas, un triunfo que llega a costa del sacrificio de todo lo que lo que era propio de las mismas y lo hacía deseable. El año pasado No te va a Gustar, a estas alturas la banda más popular de Uruguay, había incluído en su show el himno nacional, como saludo de festejo del éxito del festival y de Tabaré Vázquez. Este año repitió el himno, pero como no era bastante le agregó también una versión de la patriótica canción "A don José" y un popurrí de temas de otras bandas presentes en el festival. No se puede ser más demagógico, hasta parece una caricatura de la demagogia de estadio, pero para la gente y la prensa fue el punto más alto del evento. En esos momentos una persona del público que había viajado para ver a las bandas, una chica de veinte años accidentada la noche anterior por un estúpido descuido de un conductor, entraba en una agonía de la que ya no saldría, muriendo un par de semanas después. Ni su accidente ni su muerte fueron noticia ni fueron mencionadas en ninguna parte, ni siquiera como nota curiosa. No había lugar para ninguna nubecita oscura en el cielo radiante de la fiesta del rock. "Oriental en la vida / y en la muerte también", cantaban los de No te va a Gustar, acompañados de un mar de gargantas. Bueno, eso es el rock.

Y, parafraseando a algún filósofo juvenil de la vecina orilla, el rock es una mierda, chicos.





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