jueves, noviembre 17, 2005

That 70's Show (2)

Los diez dedos de nuestras manos nos han hecho pensar en decenas y por ende en décadas, haciendo que uno asocie complejos procesos sociales de diferente duración en períodos regulares de, justamente, diez años, y que supuestamente se oponen ferozmente. Así es que diferenciamos radicalmente a los 60s de los 70s, los 80s y los 90s (y nos preguntamos cómo carajo decirle a la actual década llena de ceros), ignorando que son calificaciones arbitrarias ya que cada una de las características que uno le asigna a una década, suele salpicar y prolongarse en la siguiente más allá del decimal que la encabece. Un buen ejemplo es la supuesta explosión indie de principios de los noventas, que en realidad fue algo así como el canto de cisne del prolífico y fascinante underground sonoro de los ochentas. También hay que recordar que la globalización cultural es un fenómeno más reciente de lo que suele creérse y que apenas treinta años atrás las fronteras eran fronteras y las distancias quedaban lejos.

Toda esta cháchara viene a cuento de la mala prensa que tuvieron y que siguen teniendo los 70s, década que -a excepción del Cono Sur, donde el término "setentista" tiene virulentas connotaciones guerreras- se asocia con el conformismo, la reacción y el fin de los sueños de la década anterior. Esto es un reduccionismo algo superficial y que las grandes reformas sociales engendradas en los 60s y que fueron sociabilizadas en los años posteriores. Si bien las grandes revoluciones culturales occidentales planteadas en la Sorbona o en Woodstock se pueden considerar fracasadas, la monumental embestida que estos movimientos pegaron contra los fundamentos sexuales y morales de este hemisferio abrió una brecha que fue disfrutada con irresponsabilidad y alegría por los afortundados que la vivieron, quienes recogieron (en todos los sentidos) muchas de las semillas sembradas -y regadas con sangre- en la década que la precedió. Fue un espacio de tiempo extraño, antes de que -con la espada del SIDA en una mano y la declaración de Guerra a las Drogas en la otra- el sistema reaccionara con una no menos brutal contrarreforma, la misma que hoy en día padecemos sin final a la vista, en manos de dictadores hipocondríacos decididos a alargar nuestras vidas hasta que nos muramos de aburrimiento y pánico.

Algunos post detrás comentábamos el enorme escándalo producido por la modelo Kate Moss al ser capturada in fragranti por un paparazzi en el VIP de una disco mientras peinaba y se mandaba un considerable número de rayas de frula. Nos enteramos así que al parecer Kate Moss era la última persona que tomaba cocaína en la tierra, y como tal va a ser castigada en forma ejemplar ya que no sólo perdió varios de sus contratos sino que además tiene una orden de captura en Inglaterra, si se le ocurre volver de Ibiza, porque peinar una raya para otra persona es -como sabe cualquiera que haya estado atrapado alguna vez en los kafkianos procedimientos legales relacionados con drogas- suministro.

Casualmente, o no, estuve re-leyendo un libro sobre otras discos en otros tiempos, The Last Party de Anthony Haden-Guest, una irregular crónica impresionista sobre la cultura nocturna neoyorquina que va desde el auge de Studio 54 hasta el ascenso (y vertiginosa caída) de Michael Alig y los Club Kids. Y entre escándalo y escándalo a uno lo que le sorprende más es, justamente, la falta de escándalo y la libertad desenfrenada de esa década y esa ciudad sobre la que no se habían estrellado ni aviones ni alcaldes de nula tolerancia. Es decir, un revoltijo de celebridades, quaaludes, orgías, glitter, frula, punk, crimen, heroína y pansexualismo dignos del Satiricón, en los cuales la clase alta y el jet-set vivían en un frenesí digno de rock stars y las rock stars morían como polillas alrededor de un foco. Uno intenta yuxtaponer el revuelo provocado por la Moss y su libertino novio entre el ambiente de esos años 70, supuestamente tan caretas y aburridos, y es imposible. Es como intentar imaginar a un melenudo llamando la atención por la longitud de su cabello en Woodstock. Quiero decir, la luna que ilustra este post, y que ostensiblemente toma frula de una cuchara, medía dos metros por dos mentros y colgaba a un lado de la pista de Studio 54, la discoteca a la que todo el mundo tenía que ir, desde los Kennedys hasta los Jaggers. Cocaine Kate en Studio 54 habría sido nada más que Skinny Kate, ya que en aquél tiempo la frula se consideraba no sólo glamorosa sino también inocua, lo cual era bastante cierto porque el grado de pureza habitual en aquellos tiempos era muy superior al posterior y la mandanga, como todas las drogas, es relativamente inofensiva cuando no se le corta con sustancias innobles.

La amoralidad, hedonismo y desbunde generalizado de las crónicas de Studio 54 y la era disco pueden remitir tanto a los días más desaforados del Imperio Romano como a la gran fiesta menemista de los 90s, pero en realidad no tienen mucho más en común con esta que las enormes cantidades de frula consumida. El derroche del menemismo y sistemas latinoamericanos similares fue siempre de un doble discurso asombroso en el que políticos y deportistas con la mandíbula desencajada y la nariz blanca recomendaban no dársela y estar combatiendo al flagelo blanco entre saque y saque. La fiesta disco de los setentas en cambio no sólo coincide con la administración más progresista que se conociera en Estados Unidos desde Roosevelt, la del injustamente donostado Jimmy Carter, sino que además no es culposa ni hipócrita. Es in your face y sin más remordimiento o paranoia que el de niños jugando. Y estamos hablando de primeras damas (Margaret Trudeau, por ejemplo) dadas vueltas en público y bailando con notorios traficantes.

De cualquier forma no voy a romantizar un lugar como Studio 54, que era también esencialmente un antro de discriminación social, esnobismo terminal y cruel derroche, pero me parece una muestra más de una estado socio-cultural general, de una fiesta que se extendía desde el despropósito glamoroso de las discos hasta las alcantarillas del punk. No hay mayor prueba de esto, de la diferencia de tiempos, que la maravillosa Saturday Night Fever, un blockbuster juvenil comercial cuyo equivalente actual podría ser, digamos, Coyote Ugly (aunque esta estuvo lejísimos de convertirse en un fenómeno como la película de John Badham). Sin embargo y viéndola con los ojos de hoy, Saturday Night Fever -con su moral difusa, su furia social asordinada y su ausencia de soluciones finales- está más cerca de Trainspotting que de una de los musicales actuales orientados a los jóvenes. Pero es una comparación cruel, tanto como comparar a los Bee-Gees con cualquier grupo pop contemporáneo.

Pero en realidad me parece que el zeitgeist está perfectamente representado por estas declaraciones de Don Ruebell que me apuro a traducir. Ruebell es un ginecólogo neoyorquino sin mayores señas particulares que las de haber sido hermano del fallecido Steve Ruebell, el infame creador de Studio 54, y repasando aquellos días salvajes dijo lo siguiente: "Hubo un momento en la Historia en el que todo el mundo percibió el que la ley no operaba en ciertos ambientes. Y Studio 54 era uno de ellos. Que cualquier cosa que hiceras no iba a meterse en el resto de tu vida. (...) Era 'hacé lo que quieras'. Y no había una concepción de castigo. Y no había una nueva moralidad en existencia en aquel momento. Y estaba realmente observado. Y la prensa era muy buena -o muy mala- en cómo nunca reportaban las transgresiones. ¡Decían que era una fiesta salvaje! Una gran fiesta. Pero no especificaban. En el clima de hoy eso sería imposible. ¿Se abusó? sí. ¿Se hicieron cosas malas en nombre del bien? sí. Pero fue un momento de libertad definitiva."





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