martes, diciembre 20, 2005

Ojos de extranjero

Me gusta Buenos Aires. Más de lo que debería a un montevideano sensato.

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La chica de la librería está fastidiándose de a poco mientras habla por teléfono. "Sí, quedate tranquila que te lo mando...", dice mientras me hace un gesto de que espere un momento. "Sí, mamita, esta tarde te llega...". Me hace gracia la palabra "mamita" que ya escuché varias veces desde que llegué a Buenos Aires. La chica suspira con resignación, "sí, ya te dije que te lo mando, esta tarde lo tenés...". Ahora hace un gesto con la mano, con la palma hacia arriba, como si evaluara el peso de algo pesado y redondo. Se muerde el labio inferior, escucha en silencio durante unos segundos y finalmente estalla: "bueno, ya te dije: esta tarde lo tenés antes de las siete, ¡y te lo mando con un soberano revoleo en el orto!", y cuelga violentamente. Durante un instante queda mirando la nada y entonces vuelve a percibirme al otro lado del mostrador, esperando para saber el precio de un libro. Todavía colorada de fastidio me mira a los ojos y suelta una carcajada que vale un millón de dólares.

Hace algunos años el cineasta uruguayo-argentino Adrián Caetano, al que estaba entrevistando, me dijo algo interesante. Me dijo que en Buenos Aires extrañaba los defectos de los uruguayos, y me puso como ejemplo uno defecto oriental innegable pero para nada obvio y pocas veces admitido en estas orillas. Me dijo que extrañaba "la antipatía de las minas uruguayas".

No comparto la perversa nostalgia de Caetano pero sí su diagnóstico: apenas uno sale un par de días de Montevideo, ciudad con características que injustamente uno le endilga al resto del país, se da cuenta de que antipáticas que son las mujeres de esta ciudad en relación a las de otras urbes como Buenos Aires, dónde uno puede compartir una carcajada con una perfecta desconocida sin que la situación se cargue de excesiva tensión sexual o se malinterprete. Es poco probable que una uruguaya soltara una puteada frente a un cliente en una librería, pero es casi imposible que luego recompusiera la situación con humor y simpatía. A lo sumo explicaría los motivos de su enfado pero posiblemente se limitara a cobrar con contagioso malhumor. Tal vez sea una tara cultural de las mujeres uruguayas más o menos justificada: los hombres uruguayos también son unos pelotudos crónicos y mal vestidos. O como me decía una chica catalana de lo más irritada, unos "gilipollas pegajosos". Pero eso es discutir sobre la preminencia del huevo o la gallina, lo que es un hecho es que las minas uruguayas en general (sí, yo también puedo hacer largas listas de excepciones, algo a lo que es susceptible cualquier generalización) son antipáticas, qué se le va a hacer. Y las argentinas no.

Los porteños suelen arrogarse el que su ciudad es la cuna de las mujeres más lindas del mundo, lo cual es por lo menos discutible. Si bien es una ciudad en la que abundan las mujeres guapas y bien vestidas en lo personal y puesto a elegir prefiero esas bellezas sincréticas que son raras de ver en una ciudad con poco intercambio étnico como Buenos Aires. Me quedo con esas mulatas de ojos verdísimos y rasgos delicados que se ven ocasionalmente en el norte de Brasil, o con esas sorprendentes orientales altas y voluptuosas que uno puede encontrarse en Nueva York. O con esa fisionomía sobrenatural de algunas eslavas que, con su combinación de ojos ligeramente rasgados y cabello rubio ceniza natural, son como el choque entre dos hemisferios, personificado en carne y sexo.

Pero las argentinas son lindas, quién va a negarlo, pero no por la proliferación de tetas, culos y frases con doble sentido que derraman desde las tapas de las revistas para valijeros mentales. No, la auténtica belleza de las porteñas está en esa naturalidad para putear y ahuyentar la rabieta, en esa capacidad para romper un corcho y reirse de su propia torpeza en lugar de disolverse en excusas, en la gracia -la más bondadosa de las cualidades humanas- que regalan como si fuera gratis, como si no tuviera nada de excepcional.

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Los porteños se cagan de la risa al ver el entusiasmo y la alegría con que los uruguayos se meten en el subte, no saben lo que es vivir en una ciudad sin subtes. El subte es, además de un claro animal simbólico, un medio de transporte abstracto que, al borrar su evidencia visual, distorsiona las distancias , los puntos cardinales y la concepción de ciudad. El famoso cuento de Cortázar sobre esas galerías que iban de Buenos Aires a París solo pudo haber sido concebido por un escritor desarrollado en ciudades con subtes, Cortázar es un escritor de subtes y la literatura argentina en general es una literatura de subtes. Pero posiblemente no sea nada tan profundo lo que lleva a los montevideanos a meterse en los subtes, felices como topos, a la menor oportunidad. No, lo que pasa es que en Montevideo no hay subtes, si estoy en un subte entonces no estoy en Montevideo.

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El público en Niceto aplaude educadamente, pero es bastante evidente el que no les gusta una puta nota de lo que estamos tocando y que odian cada segundo que estamos allí arriba. Qué le vamos a hacer. Acá va otra canción sucia y oscura. El backstage estaba en llamas y el fernet con coca es algo a importar en galones.

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Siempre compro libros cuando voy a Buenos Aires, algo que casi ya no hago en Montevideo. Están algo más baratos pero no es el precio lo atractivo sino la variedad y lo enorme e inabarcable de sus librerías. Compruebo que en los dos años que hace desde que fui por última vez ha habido un boom editorial de uno de mis temas favoritos, las guerrillas de los años 70. Compro una biografía de Norma Arrostito, un libro sobre el ERP y me doy cuenta de que no voy a poder comprar todo lo que se editó sobre el tema, así que a cagar, voy a comprar otras cosas. Me encuentro con un interesante estudio sobre la svástica y con el formidable y venenoso Apocalypse Culture II, recopilado por Adam Parfrey. Es caro pero vale cada peso, cada página. Como todos los libros de Feral House, puta que los parió. Mucho más barato pero también interesante me resulta el esperpéntico Ricky de Flema: El último punk, de Sebastián Duarte. Nunca me interesó la banda punk de Gerli ni Ricky Espinosa, pero me intuyo que hay una buena historia allí. Por desgracia Duarte la desaprovecha desde la misma solapa -ej: "(refiriéndose a la muerte de Espinosa) ... quienes lo conocimos sabíamos que eso podía suceder porque llevaba una vida de agite constante (sic)- acumulando con pereza algunos datos de primera mano, simplificando hasta la ridiculez y dejando pasar la mayor cantidad de faltas ortográficas que se hayan visto en una segunda edición. Pero hay rastros de una gran historia, de una historia de punk lumpen y rioplatense, que se filtran entre la pobreza y el desperdicio del libro. Tal vez algún día alguien más talentoso y aplicado depure esa gran historia y escriba el Edie del punk porteño. Con todo me resulta particularmente interesante la sección de testimonios al final del volúmen, donde Ricardo Iorio, de quién se puede esperar con justicia cualquier bestialidad, habla con notable sensatez y respeto. Y donde Cristian Aldana me demuestra definitivamente que es un forro irrecuperable, moralizando el reviente de Espinosa y sacando patente de guapo a costillas del muerto. Ma sí, tirate vos, Cristian...

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Pez toca dos temas de y con Flopa; el segundo de ellos es una aplanadora apoyada en un riff monumental aunque considerablemente más sencillo que los habituales de la banda. Desde donde estoy, en el balcón de la parte de arriba de Niceto, veo la banda en su totalidad y de pronto los veo cliquear, alcanzar ese momento de empatía colectiva en que una banda deja de ser un conjunto de músicos y se vuelve una bestia de muchas cabezas. Son momentos raros, sobre todo en el triste rock guionado de estos días.

Siempre le reconocí a Alan Parker el haber logrado capturar, en la floja The Commitments, uno de esos instantes, en la actuación final del grupo, esa especie de éxtasis que no tiene nada que ver con el brillo individual de ninguno de sus integrantes. Hay pocas bandas que logren ese estado en la actualidad, posiblemente porque los músicos están totalmente concentrados en empatizar y complacer a los que están del otro lado del escenario, a la otra bestia, la que paga entradas. Y tratar de hacerles fácil el desquitar el precio de la entrada. Pez no la hace fácil, por eso son una banda generosa, por eso son una buena banda.

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Por casualidad recalo en Belgrano, barrio en el que solía quedarme hace un millón de años, en tiempos en los que evaluaba la posibilidad de emigrar a esa ciudad. El último día antes de volver a casa decido hacer un tour nostálgico y masoquista por los sitios que solía merodear quince años atrás. Casi no reconozco ninguno, el Belgrano que yo conocía debe estar tan tapado y olvidado como los adoquines de la calle Cabildo.

Llego hasta la plaza junto a la Iglesia de Belgrano, señalada por E. Sábato como uno de los puntos de entrada al oscuro mundo de los ciegos, algo que hace años era recordado por un graffiti ahora desaparecido. Recuerdo algo que vi en esa plaza: una chica caminando apresurada, ignorante que detrás de ella venía un mimo que imitaba sus movimientos nerviosos (en aquel tiempo había un mimo en cada plaza porteña). De pronto la chica notó que la gente se reía de algo que sucedía detrás de ella y giró sobre sus talones para encontrarse con la cara blanca del mimo que la venía ridiculizando. Y le encajo un tremendo y soberano bife que dejó al mimo girando como Don Ramón azotado por Doña Florinda.

Hacía tiempo que no recordaba ese momento perfecto, y la piel se me pone de gallina como si hubieran echado cubos de hielo por el cuello de mi camisa. Porque me recuerdo a mí en esa plaza, con mi campera camuflada y mi gorra marinera griega, demasiado sorprendido para reírme aún mientras la chica, que era mi novia o algo así, justificaba su exabrupto con un "odio los mimos" posiblemente anterior a Antonio Casero o a Alex de la Iglesia. "¿Le pegaste fuerte...?", le pregunté mientras nos alejábamos de la plaza. "Lo maté", me contestó, ligeramente culpable. Y seguimos caminando hacia algún lugar que olvidé.


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When I look at myself I don’t see / The man I wanted to be /Somewhere along the line I slipped off track / I’m caught movin’ one step up and two steps back

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La suave vibración del Eladia Isabel arrullaría hasta a un ex futbolista pasado de frula, pero me cuesta dormirme en el rincón de piso que quedó a mi disposición. A tres o cuatro metros una adolescente estudia con su hermana para un examen de literatura. Un rato antes me dijo que le gustaba mi banda y me regaló un demo del grupo de su novio. Ahora está metida en el Albatros de Baudelaire, el Walking Around y el Poema 20 de Neruda. Siempre detesté un poco a Neruda y solo recientemente pude apreciar la fuerza enorme de sus mejores trabajos, y en este momento hago las paces definitivas porque yo también me canso de ser hombre y yo también puedo escribir cualquier cosa, con tal de que sea triste, esta noche. Y espero dormirme de una puta vez.

No tuve suerte, espero que la chica haya salvado su exámen.





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