sábado, febrero 11, 2006

El asombroso e intrigante mundo de los idiotas terminales

Veo al pasar por un kiosko la tapa de Pronto, una de las tantas y repelentes revistas de glorificación de la farándula porteña y me quedo atónito, no por la ya aburrida visión del culo de Nazarena Velez sino por una curiosa combinación de foto/titular. El titular dice algo así como "La conmovedora historia de Osvaldo Laport y su madre", en la foto se lo ve al actor uruguayo empujando una silla de ruedas en la que reposa una señora mayor. Algunas frases colgadas adelantan la conmovedora historia y es que al parecer la madre de Laport tiene 68 años y está momentáneamente inmovilizada a causa de una operación de cadera, y el galán la llevó de vacaciones consigo a Punta del Este. La tapa no dice nada acerca de que dicha señora tenga algún problema serio más allá de su incapacidad locomotiva y de su edad. No menciona demencia senil o alguna enfermedad terminal, solamente que de momento necesita una silla de ruedas para desplazarse y que su hijo la llevo de vacaciones consigo. Entonces, ¿dónde está la conmoción, el hecho humano inusual?

Uno está acostumbrado ya a la divinización de todas y cada una de las flatulencias vitales de los actores, actrices y figurettis del mundo de la farándula, y de hecho uno se acostumbra a esa lógica estúpida que implica que el que no le pase nada en absoluto a, digamos, Areceli González sea una noticia. Está bien, son seres del olimpo con vidas fascinantes en las que cada polvo borrachín es una aventura trascendente y una inyección de botox un momento crucial en la historia de Occidente, molestarse por ello sería un malgasto de energía negativa. Pero hay algo en ese titular, algo latente, que me jode y me irrita. Y es el considerar una conducta absolutamente normal como conmovedora o ejemplar.

Mi abuela vivió semi-paralizada durante los diez últimos años de su vida. Durante esos diez años mi familia y yo convivimos con ella, disfrutando de su compañía y haciéndonos cargo de las pequeñas incomodidades que supone el hacerse cargo de una persona que no tiene autonomía física. La familia se adecuó a sus necesidades como ella se había adecuado a las necesidades de sus padres y abuelos y a pesar de sus dificultades físicas vivió feliz hasta que murió víctima de esa combinación de colapsos físicos que se llama vejez. Esa mujer murió acompañada de sus hijos y nietos, expirando por una casualidad inverosímil en el mismísmo momento en que el replicante interpretado por Rutger Hauer en Blade Runner hacía su monólogo sobre las puertas de Tännhauser en la pantalla del televisor del hospital. Eso es lo que pasa, esa es la vida.

No cuento esto para ponerme a mí o a mi familia como ejemplo "conmovedor" de conducta ante una situación "conmovedora" sino al contrario, para remarcar lo absolutamente normal de la situación vivida: la gente envejece, tiene enfermedades y muere, y eso no tiene nada de conmovedor o extraordinario, excepto, claro está, para las personas cercanas al muerto, las personas que gozaron de su compañía y su amor, y que - si pudieron hacerlo- acompañaron a esa persona durante sus últimos tiempos, en parte como agradecimiento pero sobre todo por el placer y el alimento espiritual de estar junto a una persona querida. Pero el titular de la revista redacta su noticia como si el que un actor millonario lleve a su madre enferma de vacaciones fuera algo inédito en la historia de la humanidad y una gesta humana de titánicas proporciones. No señor periodista, hay gente que lo hace con mucho menos, hay gente que percibe esas cosas no como una situación "conmovedora" en el sentido wagneriano y trágico del adjetivo sino simplemente como lo que hay que hacer. Y, además, hay gente que da muchísimo más.

¿Qué sería una historia llamativa y conmovedora? Bueno yo puedo contar una que jamás va a llegar a ser tapa de nada y es la del "Pirata" Sánchez, un obrero y clasificador de residuos analfabeto (y comunista) que trabajó en una reforma en la casa de mi familia y que se ganó el aprecio y confianza de la misma, por lo que desde entonces suele ir a hacer pequeños trabajos de mantenimiento en dicha casa. Como le gusta hablar más que a un loro cocainómano y es graciosísimo muchas veces que paso por lo de mi vieja me quedo conversando un buen rato con él. Un día me comenta que está muy cansado porque hace varias semanas que no duerme bien. Sabiendo que es un alcohólico moderado y funcional le pregunté si había estado más de joda que de costumbre en esos días. El "Pirata" me dijo que no, que lo que pasaba era que uno de sus vecinos, un muchacho jóven según él, estaba aquejado por un terrible cáncer que lo había inhabilitado para trabajar y para mantenerse. Como el enfermo no tenía familia -o esta no lo quería- el "Pirata" se lo había llevado a vivir a una de las piezas de su rancho hasta que no hubiera más remedio que ingresarlo en el hospital. "Y claro", me dijo El "Pirata", "el tipo sufre mucho y de noche grita, así que es bravo dormirse. Pero qué se le va hacer...." Esa es una historia que me asombra, me conmueve y me hace pensar que capaz que el hombre no es un bicho naturalmente tan malo.

No me es que moleste Laport, quién en verdad me importa tres carajos y que posiblemente sea un buen hijo, viva su cara, sino que lo que me irrita es la profunda imbecilidad de la asunción del periodista como emotiva una situación privada y corriente. Por supuesto que hay hijos desnaturalizados que ante la enfermedad de sus padres corren a enterrarlos vivos en el hospital más lejano y hermético posible, y luego se sientan a esperar a que los llamen para avisarles que el anciano estiró la pata y que se puede dar comienzo a la sucesión de los bienes. También hay padres que se cogen por el culo a sus hijos, o que disfrutan con su humillación y dolor. Hay mucha cosa jodida, sin dudas. Pero me niego a admitir que una conducta de decencia y amor elemental sea percibida y presentada como algo conmovedor y fantástico, me parece demasiado hasta para un misántropo como yo.

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Uruguay tiene un fantástico tesoro desaprovechado en su territorio que supera en valor e interés a todas sus plantaciones de eucaliptus y a las putas fábricas de celulosa. Se trata de un tesoro que reposa desde hace más de sesenta años en el lecho del Río de la Plata: el acorazado de bolsillo alemán Graf Spee. Hundido frente a nuestra costa tras una de las batallas marítimas más fascinantes y ejemplares del S.XX (si, ya sé que la guerra es mala y fea, sigamos con lo nuestro), una batalla de destinos cambiantes y que finalmente fue definida mediante el mero uso de información y en la forma más pacífica posible, y que culminó dejando a uno de los buques insigna suicidado, en razonable estado y en aguas perfectamente accesibles. Para los amantes de la historia y los fascinados por su mayor conflagración del siglo pasado es como estar sentado encima de una bolsa de oro. ¿Qué hizo Uruguay, el gran país culto, con ese tesoro? Hasta hace poco tiempo lo dejó pudrirse en el fondo del mar para luego conceder al empresario Alfredo Etchegaray, conocido por su trabajo de promoción de la imbecilidad de la clase alta y por definirse como un animal sexual en cuanto reportaje pueda, la explotación de todo lo que pueda sacar del navío hundido, siempre y cuando le de la mitad de lo ganado al Estado, ese ente abstracto que somos todos pero que se comporta como si fuera el más hermético de los privados.

El asunto es que Etchegaray y el equipo de buzos de Ruben Bado consiguieron extraer del barco uno de sus artefactos más notorios, el aguila de bronce que adornaba la popa del buque. Inmediatamente salió el empresario fiestero a proclamar que había ofertas de Europa y que se pensaba vender el águila por tres o cuatro millones de dólares, y es de suponer que en relación al contrato que firmó con Jorge Batlle, el infame, debe estar capacitado para hacerlo. Ya se salió a especular al respecto de que para qué se quiere el águila, si debe venderse o no, si debe venderse pero quedarse en Uruguay, y todo el mundo habla del águila como si su radicación en Uruguay fuera un capricho, o se cuentan las casas para pobres que se podrían hacer con lo recaudado por ese maligno símbolo nazi. A mí me parece asistir a una discusión de ciegos conversando sobre los valores de Jackson Pollock.

Manuel Esmoris, la máxima autoridad de la Comisión del Patrimonio Nacional, no tiene un trabajo nada fácil: tiene que controlar las depradaciones de los cazadores de tesoros locales y extranjeros -personajes presentados por la media uruguaya como valientes y emprendedores aventureros que seducen a las pulposas periodistas que los entrevistan y que se enfrentan a mano descubierta contra la burocracia nacional- y hacerlo teniendo en su contra contratos firmados por las indescriptibles administraciones anteriores y sin un mango para ofrecer una explotación pública de los tesoros enterrados en el Rio de la Plata. Pero seguramente Esmoris también tuvo una visión que a mí me hace suspirar: una bahía de Montevideo adornada y embellecida por la soberbia presencia de un Graf Spee reflotado y convertido en LA MAYOR ATRACCIÓN HISTÓRICA DEL SIGLO XX, algo totalmente plausible teniendo en cuenta las circunstancias que rodearon a su hundimiento y el hecho de ser el único artefacto histórico de estas características rescatable. Algo que cualquier gobierno de cualquier parte del mundo hubiera hecho de inmediato, pero que el Uruguay, país convencional que ha renunciado a cualquier visión de grandeza (a no ser que sea promovida por una corporación multinacional) , ni siquiera ha considerado hacer. No, es mejor invertir en cagar la Laguna Garzón para que los millonarios porteños puedan pasar con sus 4x4, es mejor contaminar el puerto de la Paloma o arruinar la relación con el principal proveedor de turistas; para todo eso hay decisión y dinero, para explotar este regalo histórico que la Segunda Guerra Mundial dejó en nuestras aguas lo único que hay son autorizaciones para que sea desmantelada y vendida en trozos a los cuatro rincones del mundo. Algunos dicen que no hay interés en turístico en el Graf Spee, algo que los europeos que ofrecen cifras millonarias por parte de él no saben.

Esmoris sonaba triste e irritado mientras lo entrevistaban en El Espectador y tenía que argumentar algo tan sencillo como el valor de la nave y lo irrisorio de los beneficios económicos que Uruguay pudiera ganar con su desmantelamiento, beneficios que ni siquiera cubrirían los gastos de la asistencia prestada al inefable Alfredo Etchegaray y que son absolutamente ridículos en comparación, por ejemplo, de lo que le cuesta al país cada una de las "exitosas y notables" colocaciones de deuda externa realizadas por Danilo Astori. Pero por desgracia Esmoris sonaba como alguien que pelea un batalla perdida.

Mientras tanto Etchegaray y Bado se comportaban -y se comportan- como los dueños absolutos del águila y daban muestras de su privilegiada inteligencia decidiendo tapar con trapos la svástica sobre la que se posa el águila para no herir susceptibilidades, en lo que debe ser la más estúpida e histérica demostración de imbecilidad política-correcta de la historia de la humanidad. Yo puedo convenir en que un símbolo del poder connotativo de una svástica nunca está desactivado del todo, y que más de un nazi se puede llegar a emocionar viendo el águila (lo mismo que puede emocionarse escuchando a Wagner o mirando a un niño rubio natural), pero el ser incapaz de diferenciar algo que es clara e indiscutiblemente un objeto histórico de, digamos, una svástica pintada con spray en el muro de una sinagoga, es una de las más indiscutibles muestras de ignorancia próxima al retardo mental que yo haya visto nunca. Una lógica por la cual habría que cubrir con trapos al Coliseo romano y a todos los retratos del genocida Rivera, por ejemplo. Finalmente alguien sensato, o que por lo menos sabía leer, los convenció de exponer el águila entera. Ahora es cuestión de poderes que no han brillado por su inteligencia el ser sensatos, escuchar a Esmoris y prohibir, cueste lo que cueste, el comercio de una pieza de semejante valor histórico. Y, no, que no vengan con el argumento de que "con esa plata se puede hacer un comedor para niños" porque es un puta mentira.

Con esa águila y embarcación se pueden hacer muchas cosas, no solo en relación a su valor turístico, sino a su valor emblemático -que supera en mucho la referencia nazi que los paranoicos temen-, de su valor de pieza casi viviente de la Historia, de recuerdo de una batalla que con su estruendo reventó los vidrios de las casas de Montevideo y Piriápolis, de la reproducción de uno de los más preciados recuerdos de mi abuelo, que me hablaba de ese tiempo de gigantes nombrados como los titanes griegos que recalaban en nuestra capital como un dinosaurio que reposara en un gallinero durante un rato. Sería el espectáculo de la Historia, contrapuesta a la lógica actual del precio miserable de la necesidad.

Y sería un recordatorio de dignidad perdida: Hans Langsdorff, el galante capitán del acorazado, al no poder haber evitado su auto-destrucción , decidió suicidarse en Buenos Aires luego de haber hundido la nave de la que era responsable, en el acto lógico de dignidad que debe cumplir quién toma la responsabilidad de la vida de algunos cientos de hombres. Nosotros, los rioplatenses, vivimos en países que se hundieron mucho más profundo que el Graf Spee, hundiendo consigo no a cientos sino a cientos de miles de hombres, muertos de hambre, despesperación o tristeza. Y los capitanes de esas naves gigantescas que son Argentina y Uruguay, capitanes no ya responsables sino directamente culpables de dichos hundimientos, capitanes apellidados Batlle o De la Rúa, jamás amagaron siquiera a morir en correspondencia con todo lo que mataron. Y a nadie le pareció lógico el reclamarlo, como yo lo hago casi en secreto en este blog: mátense, todavía están a tiempo.

Y que ese impresentable de Alfredo Etchegaray saque sus sucias manos del águila, el telémetro, el ancla o las letrinas del Graf Spee. Que se ubique o será tirado a un foso lleno de auténticos animales sexuales.


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Unos estudios recientes dan las razones de por qué el Uruguay, país lleno de cursos de agua (todavía) potables tiene una de las mayores tarifas por dicho servicio de América. Curiosamente no se trata (solamente) del voraz afán recaudatorio de todas las empresas administradas por un monopolio estatal, sino que el problema esencial es el asombroso derroche del líquido patrimonio que los uruguayos hemos peleado para que no se venda ni se negocie, pero no para que no se derrame.

Al parecer uno de los mayores motivos de pérdida de agua es el que las poblaciones pobres de los asentamientos y los barrios carenciado de Montevideo y del Interior no pagan por dicho servicio, lo cual puede entenderse como un gesto de solidaridad elemental de la sociedad uruguaya con respecto a sus integrantes más desgraciados, un gesto que no los obliga a pagar lo que se considera -con razón- un derecho humano. Pero el problema no es el agua que estas familias consumen, sino la que tiran. Los técnicos de OSE comprobaron con sorpresa que el promedio de agua consumido por una manzana de estos barrios era superior al de, pongamos, una manzana de Carrasco con todas los regadores de césped y el lavado de autos incluído. Investigando descubrieron que, ya que no tenían que pagarla, los habitantes tenían la costumbre de dejar los grifos abiertos todo el día, vaya uno a saber por qué pero aparentemente "porque sí". La idiotez y la falta de conciencia social no son tampoco privilegios de una clase.

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Mientras escribo esto en un programa de Radio Sarandí la conductora ha invitado a dos encuestadores para debatir una problema que la desvela; al parecer los expertos han hecho una encuesta entre jóvenes según la cual la mitad de los encuestados no pudieron nombrar ni siquiera a un empresario. De la otra mitad muchos apenas pudieron citar a personajes dudosos como Paco Casal y Jorge Rama, pero el problema eran los primeros, los tan ignorantes que no pudieron nombrar ni a un empresario, modelo de pro-hombres que estos jovenzuelos al parecer no admiran como deberían. Me siento tentado en llamar a la radio y preguntarle a la conductora "Nena, ¿cuántos académicos te parecería que esos mismos jóvenes podrían nombrar? ¿cuántos sindicalistas? ¿cuántos conductores de radio inteligentes...?" No lo hago, pero bueno, casi nunca hago nada.





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