domingo, marzo 12, 2006
Sobre parecidos y diferencias
Uno de los mayores distintivos del suplemento Qué Pasa, publicado todos los sábados por el diario El País, son los editoriales de su director Leonardo Haberkorn, caracterizados por su ajustada prosa y su casi violenta franqueza para hablar de las taras congénitas de los uruguayos. La voluntad de los mismos de cuestionar desde el sentido común cosas que los habitantes de este país suelen dar -o damos- como incuestionables los hacen una lectura bastante atractiva y efectiva en su rol de representar el ala progresista o moderna del reaccionario y avejentado diario que publica dicho suplemento. Por de pronto ha hecho muy legibles y frecuentemente compartibles dichos editoriales, a veces hasta contradictorios con la filosofía del diario que los publica.
Pero en el último número a Haberkorn se le va la moto, le salta el espíritu feo y se las arregla para poner toda su batería lógica al servicio de un prejuicio y de la explotación del mismo: el prejuicio hacia los fumadores y la casi criminalización actual de dicho vicio o costumbre. Bajo el título de "Cabezas con humo", L.H. arremete no sólo contra los fumadores sino también contra los que cuestionan al decretazo presidencial que volvió ilegal el fumar en casi todos los lugares de Montevideo. A estos los amontona y califica de "todólogos" que "lloriquean", para terminar definiéndolos como "cabezas llenas de humo". ¿Cuál es el principal argumento de Haberkorn en contra de dichos defensores? El hombre al que él -y algunos medios- eligieron como "líder" de los fumadores, el más bien impresentable Esteban Silva. ¿Y por donde se lo ataca preferentemente a Silva? Por su aspecto, convenientemente ilustrado con una foto. Alto periodismo, sin dudas. Para eso no valía la pena tanto puterío y pelea con Gustavo Escanlar.
Como se sabe, Silva, propietario del restaurante Aranjuez, ha decidido no acatar el decreto presidencial y se ha declarado en rebeldía permitiendo que sus clientes -y él mismo, que es al parecer un fumador empedernido- piten libremente en su establecimiento. Haberkorn, antes de presentarlo en forma prontuaria, lo introduce como "el nuevo líder de los defensores a ultranza" y luego lo califica para el cargo de la siguiente forma: "Sin duda, Silva es el líder perfecto de los defensores de la industria del tabaco". Yo supongo que cualquier fumador o defensor del derecho a fumar sin ser discriminado tiene que coincidir con que la verdad es que tener a Silva -un ex-convicto por estafa que anda siempre calzado, que ha mandado cartas de apoyo a los hermanos Peirano y que a todas luces parece más motivado por un anti-izquierdismo cerril que por un espíritu libertario- de portavoz es más bien una calamidad. Pero el asunto es que no es el portavoz de nadie, no hay ningún movimiento estructurado a su alrededor y nadie más que Haberkorn lo llama líder de nada. En realidad considerarlo un líder de los fumadores por su voluntaria exposición y espacio mediático es como tomar a Sergio Gorzy como el líder de la comunidad judía uruguaya, es decir, es como mínimo exagerado, pero es útil cuando se tiene que justificar algo tan incómodo de justificar como una medida represiva unilateral. O una discriminación.
Pero aún así se le complica a Haberkorn para descalificar en la persona de Silva a todos los que no están de acuerdo con que Uruguay haya dado un paso de gigante al promover el maltrato hacia el 40% de sus habitantes. Así que se limita a reproducir una poco afortunada comparación hecha por Silva con respecto a que hasta la dictadura dejaba fumar y luego ignora cualquier argumento que Silva o cualquier otro disidente pueda sostener y va a lo que le importa: el aspecto de Silva y su actitud física. "A estos razonamientos brillantes (la comparación con la dictadura), el líder de la resistencia protabaco uruguaya le agrega un toque patoteril. Con cara de vivo, mostrando sus anillos y cadenas de oro, Silva posa para las fotos largando humo y mirando de pesado a las cámaras. Los clientes de su restaraurante se sacan fotos estrechándole la mano. Los diarios las publican." Este texto está, justamente, encima de una foto a dos columnas de Silva en la que, justamente, aparece fumando, mirando la cámara y con visibles cadenas de oro colgándole del cuello. A su lado otro tipo, vestido de negro, sonríe con un cigarrillo encendido en la mano. El pie de foto reza: "LIDER. Esteban Silva y uno de sus seguidores". Y si a alguno no le quedó claro después de describir la campaña de Silva a favor de los Peirano -algo bastante ridículo pero totalmente ajeno al tema en cuestión-, Haberkorn sentencia con singular desprecio: "Cada causa tiene los líderes que se merece".
A la pelota, qué frase lapidaria... de hecho es tan lapidaria que da miedo discutir su veracidad. Así que no lo voy a hacer, por varios motivos. El primero de ellos es que yo no creo que se haya generado una causa -lo cual es bastante inquietante ante un atropello tan evidente a las libertades privadas- y prueba tanto el daño que hizo el monopolio frenteamplista de las protestas, haciendo que hoy en día sea muy difícil estructurar protestas que vayan en contra de las propuestas gubernamentales, como la culpabilidad hoy en día asumida por los fumadores, que como los indios de algunos países latinoamericanos tienen tan interiorizado lo inferior de su naturaleza ante los ojos de los demás que son incapaces de defender sus derechos más elementales.
Pero después está el asunto del liderazgo, sobre el que Haberkorn machaca una y otra vez. Mal puede haber un lider de una causa inexistente, y la atención ganada por Silva radica más en su ruidosa desobediencia civil que en los motivos que la originaron, pero de tener que elegir los fumadores un campeón que los defienda -o un líder, para dejar contento a Haberkorn- es evidente que el más vocal y articulado de los defensores del tabaco ha sido el periodista Lincoln Maiztegui Casas, quién ha asistido de mottu propio a cuanto debate sobre el tema ha habido, humillando sin mayor esfuerzo a varios contrincantes médicos que le opusieron. También podríamos recurrir a la blogger Ghetta, quién ha entrado y salido de la cárcel del tabaco las bastantes veces como para conocer bien las bondades y males del mismo, y que sin embargo parece temerle más al autoritarismo que al cáncer. Pero claro, es mucho más fácil identificar a los fumadores con un terraja con pinta de facho (digámoslo de una vez y no gastemos tanta tinta en rodeos eufemísticos como describir las cadenitas, los amigos y la mirada de pesado) que con alguien como Líncoln o como Ghetta. Digo, es más fácil porque evita, entre otras cosas, tener que discutir con alguien como Líncoln o como Ghetta.
Haberkorn en cambio decide adjudicarme a mí, un cabeza llena de humo que no fuma desde hace siete años, el sometimiento al liderazgo de una persona con la que sólo coincido en una cosa y por muy distintos motivos. Yo en cambio, voy a evitar la grosería de suponer a los directores de El País -viejos paladines de las dictaduras, el anti-sindicalismo y las roscas corporativas mediáticas- los "líderes" de Haberkorn, aunque su poder de decisión sobre la vida del director del Qué Pasa sea infinitamente superior a la que Silva tiene sobre mí o sobre cualquiera de las personas que conozco y que piensan como yo respecto a este tema. Pero no está bien que alguien que no piensa como nosotros, y que de hecho es nuestro detractor, todavía se arrogue el elegirnos y definirnos un líder.
El fin de semana pasado estuve en uno de los escasos boliches en los que tocan bandas, un lugar que no se caracteriza por su ventilación. Y a decir verdad que la ausencia de humo era para mí, que cada vez que tocábamos allí la ropa me quedaba con olor a cenicero, una novedad bienvenida. Lo cual me hizo pensar en que la normativa tenía su sentido en un lugar cerrado al que se va no a fumar sino a ver un espectáculo musical, de la misma forma en que tiene sentido que exista la prohibición de fumar en los cines. Pero luego fui hasta un pub cuya atmósfera también solía contener una cantidad insana de humo, encontrándome con el mismo aire limpio. Sin embargo en este caso no me resultó tan estimulante la diferencia. ¿Por qué? Porque nadie me había obligado a ir allí y era originalmente un centro en el cual la gente se reunía a beber, a fumar y a conversar, sin mayores atractivos más que ello y una agradable ambientación. La excusa "uf, no puedo ver una banda sin tener que fumarme el humo de los fumadores" no corría, no había allí actividad principal más allá de la de fumar, beber e interrelacionarse. Y si alguien me soplaba el humo en la cara en una forma particularmente insoportable, me quedaban tres recursos que los legisladores de costumbres y los periodistas arrogantes parecen ignorar: uno era pedirle de buena manera que no lo hiciera y que no me tire el humo en la cara. Otro pedírselo de mala manera y el último, horror de horrores para los no-fumadores, era salir. En cualquiera de los dos primeros casos sería una conversación entre dos adultos que viven en la misma ciudad y que no necesita ningún poder fáctico estatal de por medio.
Porque el asunto es que no todo es legislable, yo estoy de acuerdo con la gran mayoría de las medidas anti-tabaco. Lamento haber sido parte de una generación en la que se fumaba, por ejemplo, en ámbitos universitarios, en clases cerradas de poca o nula ventilación. Lo lamento por mala educación, no por el daño ficticio que le pueda haber hecho a mis eventuales compañeros de clase, ya que si uno le creyera a las histéricas campañas anti-tabaco, el soplar humo cerca de un no-fumador sería algo similar a soplarle anthrax en la cara. Pero en mi disculpa para mi mala educación puedo ofrecer la cobardía o la excesiva modestia de mis compañeros no-fumadores, si cualquiera de ellos me hubiera planteado su molestia por el humo yo no habría fumado en clase, porque contrariamente a lo que dicen los cruzados de la salud, el fumar es algo controlable y los fumadores no lo hacen para enemistarse con el resto de los humanos dañándoles la salud, sino que lo hacen porque les resulta placentero. Una sociedad en la que el diálogo razonable entre ciudadanos es imposible y se debe recurrir a la coacción legal para todo lo que nos molesta es una sociedad de cobardes y de histéricos. Y además de cipayos culturales, porque a nadie se le escapa el que el anti-tabaquismo es una moda mundial, como el I-Pod pero con la diferencia de que jode a más gente.
El asunto es que uno sólo punto negativo puede desnaturalizar la más justa de las legislaciones, algo que los políticos saben bien por lo que suelen enterrar sus medidas más jodidas dentro de varios puntos. Y este es un caso claro, ¿está bien prohibir fumar a los menores? sí, claro, ¿está bien prohibir fumar en centros de salud y enseñanza? también, deberían haberlo hecho antes, ¿está bien prohibir fumar en las oficinas públicas y en los ámbitos laborales? bueno, sí, en los casos en que por el número de empleados sea difícil el llegar a un arreglo civilizado, y en los sitios en que se atienda al público también, ¿está bien el prohibir a grosso modo el fumar en determinados edificios públicos sin contar con los espacios abiertos o bien ventilados donde los fumadores pudieran pitar en sus ratos libres sin incordiar a nadie? ahí ya está más jodido, pero convengamos en que es difícil ajustar una legislación a una definición de espacio bien ventilado, ¿está bien prohibir el fumar en centros nocturnos privados y de asistencia totalmente voluntaria? no, ni en pedo, el pacto tóxico en un espacio de estas características es entre el dueño y sus clientes. Y el Estado y demás metiches que se metan la nariz y la opinión en el orto.
Una pregunta que ni Haberkorn ni ninguno de los policías de la salud me ha sabido contestar es que si el humo de los fumadores le resulta tan desagradable, letal y terrible a los no-fumadores, ¿por qué estos se desviven por ir a lugares que justamente se encuentran, o se encontraban, repletos de estos uruguayos sucios y malos, y que estaban planteados desde un principio como sitios en los cuales ir a relajarse ingiriendo substancias relajantes, es decir, alcohol y tabaco? ¿por qué no aparecieron como hongos los bares para no-fumadores y se llenaron de guita? Al fin y al cabo los no-fumadores son mayoría y están de moda... Si el problema es la salud de los trabajadores que están obligados a coexistir con los asquerosos fumadores a cambio de dinero, ¿por qué no promover una prima de salud, un plus económico que obligara a los pubs donde se fume a pagar doble sueldo? Y si no se quiere se tranforma al pub en un pub para no-fumadores y presto, acabado el problema. ¿Por qué no optar por una propuesta que considere los dos lados de la violencia y que no convierta a nadie en un paria?
La respuesta es simple: porque a la gente le gusta oprimir, a la gente le gusta intervenir en la vida de los demás para que los demás combinen mejor con su concepto de decoración social, porque a la gente le gusta el amparo de la ley para sacar afuera un poco de violencia represiva, porque a la gente le gusta derivar sus decisiones y sus interacciones a los poderes fácticos de la ley, porque a la gente no le gusta la libertad, porque a la gente si se les da una ley que autorice el apalear a, pongamos, los epilépticos, recorrerían las salas de los hospitales a la búsqueda de alguna víctima del mal menor o mayor para cagarlo a palazos. Es así, que le vamos a hacer, y los que facilitan instrumentos legales son un perfecto ejemplo de gente.
Los que sueñan con una sociedad futura en la que nadie fume, nadie haga nada que sea perceptible por los demás y nadie se muera podrían hacer mejores cosas que amargarle la vida a los cientos de miles de fumadores que asumen su conducta semi-autodestructiva con la misma paz que todos asumimos nuestras conductas más o menos dañinas, molestando y ensuciando el medio ambiente mucho menos que, pongamos, una camioneta o una planta de celulosa. Podrían, por ejemplo, dedicar un poco de tiempo educativo a desglamorizar el cigarrillo mediante la simple educación, sin mentiras descaradas y con los datos objetivos, sin trampearlos incluyendo a todos los enfermos de cáncer de pulmón y a todos los aquejados por enfermedades cardíacas como víctimas de sus cigarrillos. O de los cigarrillos del vecino de enfrente. Podrían, como hago yo las pocas veces que me parece pertinente sugerirle a alguien qué hacer con su vida, hablarles de los placeres que se pierden por el cigarrillo, el placer del olor, el placer del gusto, el placer del aire entrando y saliendo libremente de los pulmones tras un saludable trote por la rambla. Y ya que están educando, aprovechen también para educar sobre algo bastante más incontrovertible que el daño que producen los cigarrillos, y que es el simple hecho de que todos, tarde o temprano, nos vamos a morir. Que Vázquez, Haberkorn, Maiztegui, Benito, todos los alumnos de todas las clases y todos los gurús de la new age nos vamos a morir, y que no nos vamos a morir -a menos que optemos por un rápido y decidido suicidio- en el momento y la forma en que querramos, sino que vamos a morir un poco antes o un poco después, tal vez gracias o por culpa de nuestras conductas, tal vez por simple azar. Que la dignidad y nobleza de nuestra muerte no va a depender ni de los cigarrillos ni de los decretos que los regulen. Y que, al contrario de lo que todo el mundo parece tomar como nuevo dogma, la muerte no es la enemiga de la humanidad, sino tal vez todo lo contrario. Y la familiaridad con la misma, algo que no excluye ni el dolor ni el respeto, una jeringa a la que no hay que rehuirle el culo.
Tal vez Haberkorn se haya contagiado del espíritu milenarista de otro escriba estrella de El País, el literato colorado devenido en pensador neoliberal Carlos Maggi, quién desde su página semanal (los domingos esta vez) ha propulsado una decidida y fervorosa campaña en contra del tabaco y su industria. Una campaña entusiasta hasta el punto de volverse casi su tema definitivo y único. Ultimamente Maggi sin embargo ha introducido otro tema en casi la misma proporción: la defensa a ultranza de las plantas de celulosa sobre el Río Uruguay y la negación de la más mínima posibilidad de daño al medio ambiente a causa de las mismas. Es un postulado interesante, a primera vista parece una contradicción, después, si se lo piensa un poco, la contradicción desaparece y lo que queda es un viejo conocido de los nacidos en el S.XX: el viejo y querido positivismo científico, el consolador amigo que nos dice que nadie se va a morir nunca y que cuando aquí se acabe el espacio nos vamos a las estrellas.
Curiosamente Maggi es uno de los intelectuales uruguayos que surgieron con ímpetu ligeramente parasitario a la sombra del escritor Juan Carlos Onetti, un fumador tan compulsivo que debe su primera gran novela, El Pozo, a una noche de desesperación en la que por un decreto de Perón se quedó sin cigarrillos que lo calmaran y/o excitaran (los enemigos del tabaco nunca se han preocupado por investigar el misterio de la única planta que es tranquilizante y estimulante a la vez pero que permite que el propio cerebro regule el efecto que el cuerpo necesita). Como todos sabemos, Onetti, angustiado, escribió el libro -o buena parte del mismo- para distraerse de la ansiedad provocada por la falta de nicotina. Luego siguió fumando como descosido, y fumando escribió El Astillero, que a mí me gusta mucho más. Y fumando siguió, años y años, hasta el punto de que para ilustrar esta nota no me resultó difícil encontrar una foto del hombre fumando y sí me hubiera costado lo contrario. Y fumando estuvo, parado, sentado, en la cama de la que no quiso levantarse sus últimos años, hasta que un día se murió. Ni un día antes ni un día después.
Bueno, yo cuando lo veo no veo a una bestia ni a un ignorante. Ni a alguien al que considere que hay que echar de un bar. No sé por qué no me imagino a Maggi exigiéndole que apague el pucho y que si no lo hace llama a la ley.
Pero en el último número a Haberkorn se le va la moto, le salta el espíritu feo y se las arregla para poner toda su batería lógica al servicio de un prejuicio y de la explotación del mismo: el prejuicio hacia los fumadores y la casi criminalización actual de dicho vicio o costumbre. Bajo el título de "Cabezas con humo", L.H. arremete no sólo contra los fumadores sino también contra los que cuestionan al decretazo presidencial que volvió ilegal el fumar en casi todos los lugares de Montevideo. A estos los amontona y califica de "todólogos" que "lloriquean", para terminar definiéndolos como "cabezas llenas de humo". ¿Cuál es el principal argumento de Haberkorn en contra de dichos defensores? El hombre al que él -y algunos medios- eligieron como "líder" de los fumadores, el más bien impresentable Esteban Silva. ¿Y por donde se lo ataca preferentemente a Silva? Por su aspecto, convenientemente ilustrado con una foto. Alto periodismo, sin dudas. Para eso no valía la pena tanto puterío y pelea con Gustavo Escanlar.
Como se sabe, Silva, propietario del restaurante Aranjuez, ha decidido no acatar el decreto presidencial y se ha declarado en rebeldía permitiendo que sus clientes -y él mismo, que es al parecer un fumador empedernido- piten libremente en su establecimiento. Haberkorn, antes de presentarlo en forma prontuaria, lo introduce como "el nuevo líder de los defensores a ultranza" y luego lo califica para el cargo de la siguiente forma: "Sin duda, Silva es el líder perfecto de los defensores de la industria del tabaco". Yo supongo que cualquier fumador o defensor del derecho a fumar sin ser discriminado tiene que coincidir con que la verdad es que tener a Silva -un ex-convicto por estafa que anda siempre calzado, que ha mandado cartas de apoyo a los hermanos Peirano y que a todas luces parece más motivado por un anti-izquierdismo cerril que por un espíritu libertario- de portavoz es más bien una calamidad. Pero el asunto es que no es el portavoz de nadie, no hay ningún movimiento estructurado a su alrededor y nadie más que Haberkorn lo llama líder de nada. En realidad considerarlo un líder de los fumadores por su voluntaria exposición y espacio mediático es como tomar a Sergio Gorzy como el líder de la comunidad judía uruguaya, es decir, es como mínimo exagerado, pero es útil cuando se tiene que justificar algo tan incómodo de justificar como una medida represiva unilateral. O una discriminación.
Pero aún así se le complica a Haberkorn para descalificar en la persona de Silva a todos los que no están de acuerdo con que Uruguay haya dado un paso de gigante al promover el maltrato hacia el 40% de sus habitantes. Así que se limita a reproducir una poco afortunada comparación hecha por Silva con respecto a que hasta la dictadura dejaba fumar y luego ignora cualquier argumento que Silva o cualquier otro disidente pueda sostener y va a lo que le importa: el aspecto de Silva y su actitud física. "A estos razonamientos brillantes (la comparación con la dictadura), el líder de la resistencia protabaco uruguaya le agrega un toque patoteril. Con cara de vivo, mostrando sus anillos y cadenas de oro, Silva posa para las fotos largando humo y mirando de pesado a las cámaras. Los clientes de su restaraurante se sacan fotos estrechándole la mano. Los diarios las publican." Este texto está, justamente, encima de una foto a dos columnas de Silva en la que, justamente, aparece fumando, mirando la cámara y con visibles cadenas de oro colgándole del cuello. A su lado otro tipo, vestido de negro, sonríe con un cigarrillo encendido en la mano. El pie de foto reza: "LIDER. Esteban Silva y uno de sus seguidores". Y si a alguno no le quedó claro después de describir la campaña de Silva a favor de los Peirano -algo bastante ridículo pero totalmente ajeno al tema en cuestión-, Haberkorn sentencia con singular desprecio: "Cada causa tiene los líderes que se merece".
A la pelota, qué frase lapidaria... de hecho es tan lapidaria que da miedo discutir su veracidad. Así que no lo voy a hacer, por varios motivos. El primero de ellos es que yo no creo que se haya generado una causa -lo cual es bastante inquietante ante un atropello tan evidente a las libertades privadas- y prueba tanto el daño que hizo el monopolio frenteamplista de las protestas, haciendo que hoy en día sea muy difícil estructurar protestas que vayan en contra de las propuestas gubernamentales, como la culpabilidad hoy en día asumida por los fumadores, que como los indios de algunos países latinoamericanos tienen tan interiorizado lo inferior de su naturaleza ante los ojos de los demás que son incapaces de defender sus derechos más elementales.
Pero después está el asunto del liderazgo, sobre el que Haberkorn machaca una y otra vez. Mal puede haber un lider de una causa inexistente, y la atención ganada por Silva radica más en su ruidosa desobediencia civil que en los motivos que la originaron, pero de tener que elegir los fumadores un campeón que los defienda -o un líder, para dejar contento a Haberkorn- es evidente que el más vocal y articulado de los defensores del tabaco ha sido el periodista Lincoln Maiztegui Casas, quién ha asistido de mottu propio a cuanto debate sobre el tema ha habido, humillando sin mayor esfuerzo a varios contrincantes médicos que le opusieron. También podríamos recurrir a la blogger Ghetta, quién ha entrado y salido de la cárcel del tabaco las bastantes veces como para conocer bien las bondades y males del mismo, y que sin embargo parece temerle más al autoritarismo que al cáncer. Pero claro, es mucho más fácil identificar a los fumadores con un terraja con pinta de facho (digámoslo de una vez y no gastemos tanta tinta en rodeos eufemísticos como describir las cadenitas, los amigos y la mirada de pesado) que con alguien como Líncoln o como Ghetta. Digo, es más fácil porque evita, entre otras cosas, tener que discutir con alguien como Líncoln o como Ghetta.
Haberkorn en cambio decide adjudicarme a mí, un cabeza llena de humo que no fuma desde hace siete años, el sometimiento al liderazgo de una persona con la que sólo coincido en una cosa y por muy distintos motivos. Yo en cambio, voy a evitar la grosería de suponer a los directores de El País -viejos paladines de las dictaduras, el anti-sindicalismo y las roscas corporativas mediáticas- los "líderes" de Haberkorn, aunque su poder de decisión sobre la vida del director del Qué Pasa sea infinitamente superior a la que Silva tiene sobre mí o sobre cualquiera de las personas que conozco y que piensan como yo respecto a este tema. Pero no está bien que alguien que no piensa como nosotros, y que de hecho es nuestro detractor, todavía se arrogue el elegirnos y definirnos un líder.
El fin de semana pasado estuve en uno de los escasos boliches en los que tocan bandas, un lugar que no se caracteriza por su ventilación. Y a decir verdad que la ausencia de humo era para mí, que cada vez que tocábamos allí la ropa me quedaba con olor a cenicero, una novedad bienvenida. Lo cual me hizo pensar en que la normativa tenía su sentido en un lugar cerrado al que se va no a fumar sino a ver un espectáculo musical, de la misma forma en que tiene sentido que exista la prohibición de fumar en los cines. Pero luego fui hasta un pub cuya atmósfera también solía contener una cantidad insana de humo, encontrándome con el mismo aire limpio. Sin embargo en este caso no me resultó tan estimulante la diferencia. ¿Por qué? Porque nadie me había obligado a ir allí y era originalmente un centro en el cual la gente se reunía a beber, a fumar y a conversar, sin mayores atractivos más que ello y una agradable ambientación. La excusa "uf, no puedo ver una banda sin tener que fumarme el humo de los fumadores" no corría, no había allí actividad principal más allá de la de fumar, beber e interrelacionarse. Y si alguien me soplaba el humo en la cara en una forma particularmente insoportable, me quedaban tres recursos que los legisladores de costumbres y los periodistas arrogantes parecen ignorar: uno era pedirle de buena manera que no lo hiciera y que no me tire el humo en la cara. Otro pedírselo de mala manera y el último, horror de horrores para los no-fumadores, era salir. En cualquiera de los dos primeros casos sería una conversación entre dos adultos que viven en la misma ciudad y que no necesita ningún poder fáctico estatal de por medio.
Porque el asunto es que no todo es legislable, yo estoy de acuerdo con la gran mayoría de las medidas anti-tabaco. Lamento haber sido parte de una generación en la que se fumaba, por ejemplo, en ámbitos universitarios, en clases cerradas de poca o nula ventilación. Lo lamento por mala educación, no por el daño ficticio que le pueda haber hecho a mis eventuales compañeros de clase, ya que si uno le creyera a las histéricas campañas anti-tabaco, el soplar humo cerca de un no-fumador sería algo similar a soplarle anthrax en la cara. Pero en mi disculpa para mi mala educación puedo ofrecer la cobardía o la excesiva modestia de mis compañeros no-fumadores, si cualquiera de ellos me hubiera planteado su molestia por el humo yo no habría fumado en clase, porque contrariamente a lo que dicen los cruzados de la salud, el fumar es algo controlable y los fumadores no lo hacen para enemistarse con el resto de los humanos dañándoles la salud, sino que lo hacen porque les resulta placentero. Una sociedad en la que el diálogo razonable entre ciudadanos es imposible y se debe recurrir a la coacción legal para todo lo que nos molesta es una sociedad de cobardes y de histéricos. Y además de cipayos culturales, porque a nadie se le escapa el que el anti-tabaquismo es una moda mundial, como el I-Pod pero con la diferencia de que jode a más gente.
El asunto es que uno sólo punto negativo puede desnaturalizar la más justa de las legislaciones, algo que los políticos saben bien por lo que suelen enterrar sus medidas más jodidas dentro de varios puntos. Y este es un caso claro, ¿está bien prohibir fumar a los menores? sí, claro, ¿está bien prohibir fumar en centros de salud y enseñanza? también, deberían haberlo hecho antes, ¿está bien prohibir fumar en las oficinas públicas y en los ámbitos laborales? bueno, sí, en los casos en que por el número de empleados sea difícil el llegar a un arreglo civilizado, y en los sitios en que se atienda al público también, ¿está bien el prohibir a grosso modo el fumar en determinados edificios públicos sin contar con los espacios abiertos o bien ventilados donde los fumadores pudieran pitar en sus ratos libres sin incordiar a nadie? ahí ya está más jodido, pero convengamos en que es difícil ajustar una legislación a una definición de espacio bien ventilado, ¿está bien prohibir el fumar en centros nocturnos privados y de asistencia totalmente voluntaria? no, ni en pedo, el pacto tóxico en un espacio de estas características es entre el dueño y sus clientes. Y el Estado y demás metiches que se metan la nariz y la opinión en el orto.
Una pregunta que ni Haberkorn ni ninguno de los policías de la salud me ha sabido contestar es que si el humo de los fumadores le resulta tan desagradable, letal y terrible a los no-fumadores, ¿por qué estos se desviven por ir a lugares que justamente se encuentran, o se encontraban, repletos de estos uruguayos sucios y malos, y que estaban planteados desde un principio como sitios en los cuales ir a relajarse ingiriendo substancias relajantes, es decir, alcohol y tabaco? ¿por qué no aparecieron como hongos los bares para no-fumadores y se llenaron de guita? Al fin y al cabo los no-fumadores son mayoría y están de moda... Si el problema es la salud de los trabajadores que están obligados a coexistir con los asquerosos fumadores a cambio de dinero, ¿por qué no promover una prima de salud, un plus económico que obligara a los pubs donde se fume a pagar doble sueldo? Y si no se quiere se tranforma al pub en un pub para no-fumadores y presto, acabado el problema. ¿Por qué no optar por una propuesta que considere los dos lados de la violencia y que no convierta a nadie en un paria?
La respuesta es simple: porque a la gente le gusta oprimir, a la gente le gusta intervenir en la vida de los demás para que los demás combinen mejor con su concepto de decoración social, porque a la gente le gusta el amparo de la ley para sacar afuera un poco de violencia represiva, porque a la gente le gusta derivar sus decisiones y sus interacciones a los poderes fácticos de la ley, porque a la gente no le gusta la libertad, porque a la gente si se les da una ley que autorice el apalear a, pongamos, los epilépticos, recorrerían las salas de los hospitales a la búsqueda de alguna víctima del mal menor o mayor para cagarlo a palazos. Es así, que le vamos a hacer, y los que facilitan instrumentos legales son un perfecto ejemplo de gente.
Los que sueñan con una sociedad futura en la que nadie fume, nadie haga nada que sea perceptible por los demás y nadie se muera podrían hacer mejores cosas que amargarle la vida a los cientos de miles de fumadores que asumen su conducta semi-autodestructiva con la misma paz que todos asumimos nuestras conductas más o menos dañinas, molestando y ensuciando el medio ambiente mucho menos que, pongamos, una camioneta o una planta de celulosa. Podrían, por ejemplo, dedicar un poco de tiempo educativo a desglamorizar el cigarrillo mediante la simple educación, sin mentiras descaradas y con los datos objetivos, sin trampearlos incluyendo a todos los enfermos de cáncer de pulmón y a todos los aquejados por enfermedades cardíacas como víctimas de sus cigarrillos. O de los cigarrillos del vecino de enfrente. Podrían, como hago yo las pocas veces que me parece pertinente sugerirle a alguien qué hacer con su vida, hablarles de los placeres que se pierden por el cigarrillo, el placer del olor, el placer del gusto, el placer del aire entrando y saliendo libremente de los pulmones tras un saludable trote por la rambla. Y ya que están educando, aprovechen también para educar sobre algo bastante más incontrovertible que el daño que producen los cigarrillos, y que es el simple hecho de que todos, tarde o temprano, nos vamos a morir. Que Vázquez, Haberkorn, Maiztegui, Benito, todos los alumnos de todas las clases y todos los gurús de la new age nos vamos a morir, y que no nos vamos a morir -a menos que optemos por un rápido y decidido suicidio- en el momento y la forma en que querramos, sino que vamos a morir un poco antes o un poco después, tal vez gracias o por culpa de nuestras conductas, tal vez por simple azar. Que la dignidad y nobleza de nuestra muerte no va a depender ni de los cigarrillos ni de los decretos que los regulen. Y que, al contrario de lo que todo el mundo parece tomar como nuevo dogma, la muerte no es la enemiga de la humanidad, sino tal vez todo lo contrario. Y la familiaridad con la misma, algo que no excluye ni el dolor ni el respeto, una jeringa a la que no hay que rehuirle el culo.
Tal vez Haberkorn se haya contagiado del espíritu milenarista de otro escriba estrella de El País, el literato colorado devenido en pensador neoliberal Carlos Maggi, quién desde su página semanal (los domingos esta vez) ha propulsado una decidida y fervorosa campaña en contra del tabaco y su industria. Una campaña entusiasta hasta el punto de volverse casi su tema definitivo y único. Ultimamente Maggi sin embargo ha introducido otro tema en casi la misma proporción: la defensa a ultranza de las plantas de celulosa sobre el Río Uruguay y la negación de la más mínima posibilidad de daño al medio ambiente a causa de las mismas. Es un postulado interesante, a primera vista parece una contradicción, después, si se lo piensa un poco, la contradicción desaparece y lo que queda es un viejo conocido de los nacidos en el S.XX: el viejo y querido positivismo científico, el consolador amigo que nos dice que nadie se va a morir nunca y que cuando aquí se acabe el espacio nos vamos a las estrellas.
Curiosamente Maggi es uno de los intelectuales uruguayos que surgieron con ímpetu ligeramente parasitario a la sombra del escritor Juan Carlos Onetti, un fumador tan compulsivo que debe su primera gran novela, El Pozo, a una noche de desesperación en la que por un decreto de Perón se quedó sin cigarrillos que lo calmaran y/o excitaran (los enemigos del tabaco nunca se han preocupado por investigar el misterio de la única planta que es tranquilizante y estimulante a la vez pero que permite que el propio cerebro regule el efecto que el cuerpo necesita). Como todos sabemos, Onetti, angustiado, escribió el libro -o buena parte del mismo- para distraerse de la ansiedad provocada por la falta de nicotina. Luego siguió fumando como descosido, y fumando escribió El Astillero, que a mí me gusta mucho más. Y fumando siguió, años y años, hasta el punto de que para ilustrar esta nota no me resultó difícil encontrar una foto del hombre fumando y sí me hubiera costado lo contrario. Y fumando estuvo, parado, sentado, en la cama de la que no quiso levantarse sus últimos años, hasta que un día se murió. Ni un día antes ni un día después.
Bueno, yo cuando lo veo no veo a una bestia ni a un ignorante. Ni a alguien al que considere que hay que echar de un bar. No sé por qué no me imagino a Maggi exigiéndole que apague el pucho y que si no lo hace llama a la ley.
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