lunes, setiembre 25, 2006

Alí boma yé

Contrariamente a lo que pueden suponer los lectores habituales de este blog, yo no desprecio al deporte, sino todo lo contrario. Uno de mis grandes pesares es no haber sido bueno en ningún deporte de equipo, aunque fui un buen skater y un decente ciclista. Pero en los deportes más populares en estas latitudes, fútbol, básquetbol, voleibol, siempre fui lisa y llanamente horrible (aunque descubrí como hacerme útil en el fútbol, eliminando las habilidades de jugadores auténticos mediante pura y llana violencia y juego sucio). Con los años he desarrollado un odio feroz hacia la cultura del fútbol –dos términos que no tendrían que ser antitéticos pero lo son- y al fútbol como medida de todas la cosas, sin embargo, no puedo evitar el emocionarme como una vieja chota frente al teleteatro cuando de vez en cuando me topo con alguno de esos momentos de belleza total que el deporte competitivo regala, con poca frecuencia, como todo lo bueno.

Y he visto cosas fantásticas; vi el gol de Diego Aguirre en el minuto 120 contra el America de Cali (algo que no hace falta ser manya para haber gritado), vi los cuatro tries que Jonah Lomu le metió a Inglaterra en el Mundial de Rugby de 1995, vi la increíble victoria y quiebre de record mundial de Yelena Isinbayeva –la más hermosa de las deportistas- en el 2004, vi los dos goles de Diego Maradona –que para mí son el mismo gol en dos actos- a Inglaterra en 1986, vi a Sugar Ray Leonard a principios de los ’90, vi a Michael Jordan ganar sólo las épicas semi-finales contra los New York Knicks en el 91, vi a Ben Johnson ganarle a Carl Lewis en Roma ’87 (me importa un carajo el que estuviera dopado), vi a la Holanda de la Eurocopa ’88, vi a Nadia Comaneci, vi los duelos de Borg-McEnroe en el 80, todas cosas maravillosas…

Sin embargo no vi, no en directo al menos, el más emocionante y asombroso de todos los momentos deportivos, algo que supera la simple competencia para convertirse en una leyenda moral, una lección de belleza, disciplina y valentía dada por el más grande de los deportistas del S.XX: Mohammed Alí, o mejor dicho, por dos de los más grandes; Alí y George Foreman. Estoy hablando, claro está, del “Rumble in the Jungle”, la pelea por el campeonato de los pesos pesados en Zaire, en 1974.

Esta pelea tiene para mí una cualidad única; la he visto, fragmentada o casi íntegra, decenas de veces, en documentales sobre Alí, en cualquier recopilación de grandes momentos del boxeo o del deporte en general, hasta en la recreación con la que Michael Mann intentó convencer al mundo que Will Smith podía emular la gallarda figura de Alí… todas me emocionan, siempre, inevitablemente, se me pone la piel de gallina y se me quedan los ojos vidriosos. Todas y cada una de las películas de boxeo han intentado reproducir su ritmo, su dinámica de resistencia y redención final, pero ninguna –ni siquiera mi película de boxeo favorita, Undisputed (Walter Hill, 2002)- le llega ni a los talones en cuanto a tensión dramática y belleza. Mann, tuvo que filmar a Smith con planos cortos de medio cuerpo para arriba o solo las piernas, porque ni Smith ni nadie podía reproducir exactamente la gracia de Alí, el tipo que hizo del boxeo una danza ritual. Oriana Fallaci estaba condenada para mí desde mucho antes de que escribiera sus libros racistas anti-árabes. Lo estaba desde que describió a Alí como un “ignorante bocazas” y un hombre sin interés. ¿The Lip, un bocazas? Sin dudas, es el hombre que convirtió el ser un bocazas en un arte. ¿Un ignorante, un hombre sin interés? Pobre Oriana, qué lejos de los hombres que pasó toda su repelente vida… No ver el interés humano del último de los guerreros-poetas invalida cualquier cosa que la italiana haya dicho en su vida o en su muerte.

Tanto es mi entusiasmo que hace unos días, al mencionar al pasar a Alí y a dicha pelea –y embarcarme por ende en un enorme monólogo al respecto-, me ofrecieron prestarme un libro que conocía pero al que nunca le había puesto las manos encima: The Fight de Norman Mailer, es decir, la crónica que Mailer hizo sobre el “Rumble in the Jungle”. Por supuesto que me interesó, y por supuesto que me lo leí de un tirón apenas me cayó en las manos. Mailer siempre me pareció un escritor formidable, pero con un problema horrible de identidad que lo ha llevado a cambiar de estilo muchas más veces de lo aconsejable. Pero cuando le hinca el diente a algo, como en Los hombres duros no bailan o Los ejércitos de la noche es insuperable, y en The Fight estaba escribiendo sobre su tema favorito y sobre un héroe.

Obviamente el libro es brillante, entre otras cosas porque Mailer no se queda atrapado por su fascinación por Alí y le da un buen espacio a estudiar a Foreman, a su manera un boxeador casi tan notable como Alí.

Pero todo este post viene a cuento de algo que no sabía y que me electrizó al leerlo; una de las características de la pelea Alí-Foreman que la convirtieron en leyenda es el abrumadora ventaja previa que tenía Foreman a su favor. Alí era ya un boxeador veterano que había pasado sus mejores días, venía de los largos años en que no lo dejaron luchar y le quitaron su título por no haber querido ir a Vietnam porque “no vietcong has ever called me nigger” (¿qué otro deportista sin ser Alí ha sido alguna vez capaz de semejante acto de valor, de regalar los mejores años de su carrera para salvar su alma y entender el peso de su circunstancia y su lugar?), y en esos años había perdido práctica y forma. Foreman era joven, tenía el golpe más fuerte que se hubiera visto nunca (hasta el día de hoy se considera que fue el boxeador de más fuerte pegada de la historia del boxeo, aún más fuerte que Iron Mike Tyson) y venía de demoler en dos rounds a Joe Frazier, que había derrotado a Alí. Había destruido a Ken Norton, quién también había vencido a Alí. Era una máquina de matar, era el negro cristiano, feo, disciplinado, patriota y nacionalista que tenía en frente al subversivo, musulmán, buen mozo y vano Alí. Y tenía las apuestas 8 a 1 a su favor. Incluso dentro del círculo de Alí hubo muchos que confesaron haber rezado, no porque Alí ganara sino por que Foreman no lo matara o lo lisiara para siempre, lo cual eran posibilidades nada remotas.

Pero Alí ganó y si no conocen la historia, vayan y léanla en alguna parte de la web. O mejor, consíganse el documental When We Were Kings.

El hecho que no conocía sobre la pelea y que mencionaba antes es que Alí había hecho saber que le iba a decir a Foreman algo, antes de empezar la pelea, que lo iba a dejar preocupado. Mailer reproduce lo que después se supo que Alí le dijo a Foreman mientras el árbitro les daba las instrucciones. Le dijo: “You have heard of me since you were young. You’ve been following me since you were a little boy. Now, you must meet me, your master!”.

Ningún guionista de Hollywood jamás imaginó una pesada de semejante calibre. Es evidente que la pelea estaba ganada para Alí antes de empezar, porque hay que respetar los momentos en que la realidad supera a la ficción.

Leo, mientras junto algo de información para este post que, como no podía ser de otra manera entre dos hombres que atraviesan juntos un momento de semejante importancia –aunque sea en los lados opuestos del ring- Alí y Foreman terminaron siendo amigos. Y que cuando el documental de Leon Gast sobre la pelea, When We Were Kings, ganó el Oscar a Mejor Documental, Foreman ayudó a Alí, ya consumido por el mal de Parkinson, a subir a recibir el premio de tan asombroso registro. Por suerte no lo vi, porque uno no es de piedra y hay que mantener la reputación de elegante insensibilidad.





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