jueves, octubre 26, 2006

Long Goodbye (parte 1 de 3): Tres (cuatro) tristes (?) travestis

Durante toda la existencia de FYT me dediqué a vituperar, despreciar, atacar y desear la extinción dolorosa de varias personas, algunas profesiones, un par de colectividades políticas, muchas bandas, todas las religiones monoteístas, eventuales transeúntes, comunicadores diversos y determinados vecinos. Sin embargo recibí pocas respuestas de estos grupos humanos agredidos, lo cual me parece en cierta forma lógico ya que en general los considero subespecies incapaces de entender y/o disfrutar del refinamiento de este blog. En cambio sí recibí muchas protestas de varios integrantes de una minoría a la que no sólo nunca ataqué, sino que considero tan válida y parte de la sociedad que me niego en considerar su existencia separada de la misma: los homosexuales.

Personalmente creo, con Foucault y Kinsey, que no existe algo llamado "los homosexuales" sino que simplemente hay conductas homosexuales, y que son asunto específico -como todas las conductas sexuales- de cada persona y sus eventuales compañeros de cama, baño o tienda de campaña. Creo con Kinsey que se puede establecer una escala del 1 al 10 que tenga al 1 como la persona que tenga un comportamiento exclusivamente heterosexual y en el 10 a la que tenga un comportamiento exclusivamente homosexual, y que salvo estas raras criaturas, los demás oscilamos por los numerillos entre estas dos puntas.

He vivido hasta ahora como heterosexual y dudo que vaya a descubrir un gran deseo reprimido a estas alturas de mi vida, lo cual no implica que no sea capaz de darme cuenta de que, pongamos, Jet Li es físicamente mucho más atractivo que Ben Affleck, o que un tercio de mi discoteca -y la mitad de mi biblioteca- esté compuesta por obras de artistas considerados como homosexuales y que muchas veces son brutalmente francos acerca de sus costumbres. O que William Burroughs me parezca un ejemplo de hombría, en fin, son detalles. El asunto es que nunca se me ocurrió usar el blog como un instrumento de discriminación y de hecho ni siquiera se me ocurrió convertirlo en un medio de discusión sobre algo que en mi opinión no es necesario discutir mucho que digamos. Si me he referido a las conductas homosexuales con la misma grosería con la que me he referido a cualquier otro comportamiento sexual y sin ningún tipo de énfasis. Curiosamente tengo la sensación de que no son los inexistentes comentarios homofóbicos los que han molestado (mal podrían) sino la presuposición de que estos existen detrás de lo que sí asumo como una coerta prédica heterosexual hedonista. Es una paradójica trampa de la cultura actual el que los grupos que bregan por la libre expresión de su diversidad sexual se sientan de alguna forma ofendidos por la expresión de la homogeneidad sexual (como si eso existiera, por otra parte). Pero la lucha por la expresión se ha hecho fuerte, más que en el afianzamiento de un discurso, en la prohibición de los otros. Y en este campo minado del lenguaje uno puede ser considerado misógino por decir que le gustan las mujeres. U homofóbico por decir que tal vez sea hora de amordazar a Dani Umpi.

Y la guerra del lenguaje llega a grados absurdos: un lector me envió un mail protestando acerca de mi uso del artículo masculino "el" al referirme a los o las travestis y explicándome lo importante que es el respeto en el lenguaje de la definición genérica que uno elija para sí mismo. Me quedo un poco sorprendido porque las acusaciones de homofobia que me han venido de vez en cuando generalmente se referían a los sustantivos o los adjetivos que utilizaba, y no había pensado que la vigilancia léxica llegara hasta los artículos.

Pero después de contestarle diciéndole que está todo bien, que no se tome el lenguaje tan en serio, que es un medio no un fin, me quedo pensando en que los dos pasamos dos cosas por alto. La primera, muy simple, es que travesti no es sinónimo de transexual y que sin transexualidad no hay en realidad un cambio genérico: si yo me visto de oso no puedo pretender que me estudien como plantígrado por más "yo mismo" que me sienta vestido de oso. Así que, vamos, el travesti es el travesti y el artículo correcto, para la RAE, para benito y para el sentido común, es "el". Porque no somos lo que queremos ser, somos lo que podemos ser y lo que somos.

La otra cosa que pasamos en alto -y que me importa más aún que una discusión gramático/articular- es que gracias a la costumbre de darle la razón al discurso de minorías (y apenas atrevernos a relativizar cuanta razón tienen) nos olvidamos de una cosa: el travestismo no es una conducta ni un privilegio exclusivo de los homosexuales. Dejando de lado el travestismo como caricatura de la femeneidad -generalmente realizado por humoristas heterosexuales sin mucha imaginación como el repugnante Miguel Del Sel- el travestismo ocasional también es realizado con alegría y sin burla por heterosexuales en espacios "autorizados" como el carnaval y la actuación. O el rock.

Claro que hay una gran diferencia entre trasvestirse y ser un travesti, pero yo no estoy seguro de que todos los homosexuales que se travisten con frecuencia pretendan la pérdida de su identidad masculina. Ante la duda y ante un travesti, supongo que por mera educación me referiría al mismo en términos femeninos, y de conocerlo me referiré a él por su nombre, sea Andrea, Mariana o Cacho; pero el travesti abstracto, el travesti en general es para mí un hombre. No veo qué tiene eso de malo, no veo que tiene de malo ser un hombre. Yo no veo al mundo con los feos ojos de Andrea Dworkin.

De cualquier forma, este post no es sobre ese problema lingüístico en especial ni sobre las protestas atraídas, sino porque la discusión surgió en momentos en que, por una extraña serie de casualidades, estuve viendo o re-viendo algunas películas que tratan justamente del travestismo y presentan cuatro miradas distintas sobre cuatro travestis bien diferenciados. La diversidad en la diversidad, digamos, y los vasos comunicantes hacia el rock y la revolución, o lo que queda de ambas cosas.

Dr Frank'n'Furter (Tim Curry): La primera vez que vi The Rocky Horror Show (Jim Sharman, 1975) yo era adolescente y me escandalizó. Yo había ido a ver por qué la película había sido prohibida por la dictadura y de alguna forma me esperaba encontrarme con lo que la película efectivamente ofrecía: rebeldía, arrogancia, rock, moral alternativa y polémica; lo que no me esperaba era la carga de libertad sexual absoluta, típica de un producto de los 70, y la alegría con la que esta era encarada. Para mi moral adolescente en construcción y conflicto, no estaba nada bien que un villano se volteara a la novia del héroe -que además era la heroína- y que luego se la chupara al propio héroe, mientras la heroína a su vez se garchaba a una suerte de mutante musculoso creado por el propio villano en cuestión. Eso no estaba bien, pensaba, relajo pero con orden. El villano era, por supuesto, el andrógino Dr Frank'n'Furter, not much of a man by the light of day / but by night, one hell of a lover.

No es difícil ver por qué la dictadura censuró esta película; si bien no hay consumos explícitos de drogas, ningún mensaje político evidente y las escenas sexuales son totalmente discretas, el ambiente de amoralidad y hedonismo gozoso que emana de todas y cada una de las escenas desde que Janet y Brad llegan al castillo del infame Doctor es tan evidente como subversivo. Hoy en día una película así sería inimaginable; tal vez se pudiera hacer con escenas sexualemente más explícitas y con una larga sucesión de besos de lengua homosexuales, pero nadie (bueno, tal vez Todd Haynes sí) se atrevería a contar semejante historia sin moralinas y sin héroes. Bueno, en verdad sí hay un héroe, pero me pasé más de diez años pensando que era el villano.

Re-viendo hoy en día The Rocky Horror Show me doy cuenta de que el Dr. Frank'n'Furter, caricatura física del Lou Reed de Transformer, es el villano más débil de la historia del cine. Es egocéntrico, caprichoso, extremadamente libertino, impetuosamente cruel y vano, pero salvo durante su intempestivo asesinato de Eddie (Meat Loaf), carece de poder sobre ninguno de los otros personajes, y mucho menos sobre sus supuestos sirvientes Riff-Raff (Richard O'Brien) y Magenta (Patricia Quinn), quienes terminan ejecutándolo con una mezcla de sadismo y desprecio (¡y después de que el tipo acaba de interpretar la maravillosa 'I'm Going Home'!). Y ahí está el asunto: la verdadera villanía se define por su acumulación de poder. La combinación de sueños desproporcionados, impulsos poco mediados y lujuria pansexual de Frank'n'Furter es más que nada una exposición y como tal una vulnerabilidad, una abdicación al poder. Cuando Janet (Susan Sarandon) termina de cantar la increíblemente cachonda 'Touch me', dirige su suplica hacia la "creature of the night", que es la criatura fabricada por Frank'n'Furter, pero en su coro final son todos los seres bizarros de la película, encabezados por el personaje de Curry, quienes repiten, en tonos que van del orgullo a la curiosidad eso de "creature of the night", haciéndose cargo de su identidad con el concepto. Freaks, groupies, gordos motoqueros, travestis, todos son creatures of the night. Y están radiantes.

En un mundo lógico, Tim Curry debería haberse vuelto una leyenda luego de este papel, al final sólo se volvió el demonio de Legend (Ridley Scott, 1985). Pero lo que hizo en The Rocky Horror Show fue épico y hay estrellas con su lugar clavado en el firmamento por mucho menos brillo. Y a 30 años de distancia vale la pena recordarle a la juventud el perfecto consejo de su personaje: don't dream it / be it.

Divine (Divine): Me resulta sorprendente el que recién este año haya visto Pink Flamingos (1972) por primera vez, pero se explica por el hecho de que, como muchos rioplatenses, vi las películas de John Waters de adelante hacia atrás y, aunque ahora lo estoy revalorizando, el Waters tardío me resultó muy poco interesante como para molestarme en conseguir alguna copia de Pink Flamingos o Female Trouble. Conocía de oídas las escenas más polémicas de Pink Flamingos: la mamada que Divine le hace al personaje del hijo, el orto que baila 'Surfin' Bird', el coito entre los pollos y, por supuesto, el legendario sorete de perro que Divine degulte frente a cámara; pero nada de esto me entusiasmaba como para ver una película que me imaginaba (con algo de razón) como una versión temprana, más tosca y rea del cine de Waters.

Pero yo estaba equivocado en lo escencial y me encontré con esa soberbia demostración de terrorismo cultural a full que es esta película infame y que sigue siendo -como todo el auténtico arte- totalmente imposible de cooptar y domesticar. Vos podés hablar sobre esa película demente en la que se comen caca de perro, podés ponerla entre tus copias de DVD, pero sigue siendo infumable, y sigue siendo imposible de ver en familia.

Y por supuesto buena parte del mérito, de la imposibilidad de absorber y desactivar esta película, es de Divine. Aquel que no era ni un travesti ni un transexual ni un hombre ni una mujer sino una categoría en sí mismo. Cuando uno ve las películas de Waters no piensa en Divine como en un hombre disfrazado de mujer que trata de pasar por mujer, o que fracasa en la empresa; Divine es Divine, sus actuaciones están más allá de cualquier apreciación histriónica porque no intenta convencer de que es nadie excepto sí mismo/a. Una presencia formidable que trabaja fuera de la sociedad para destruirla. El terrorista definitivo, el que no sólo está más allá de los parámetros de la sexualidad sino también de la estética. Lo mismo que uno no piensa en Divine como un travesti o como un integrante de ningún género, tampoco se piensa en él como gordo, o como en alguien bien o mal vestido, porque esas categorizaciones volaron en pedazos desde que el tipo entró en pantalla. Porque es heavy.

En Divine Thrash, supuesto documental sobre la carrera de John Waters pero que en realidad se centra sobre la realización de Pink Flamingos, Waters, un hombre con una permanente guardia de cinismo humorístico, baja esa barrera para hablar de Divine, y habla en términos poco frecuentes. Habla del orgullo que le significa el que su obra esté ligada con la figura de alguien así y lo recuerda como un amigo. Y la madre de Divine lo recuerda con afecto como un hijo, y de pronto todas las categorías derribadas por su formidable presencia se vuelven a re-componer pero en otro lugar, en una dimensión paralela en la que Divine es un amigo, un compañero de trabajo, un hijo y un tipo divertido. Algo así como el mundo después de una rebelión cósmica salvaje y victoriosa en la que Antony cantara 'Hitler in my heart' sobre el cadaver de Robbie Williams.

Tick (Hugo Weaving): Yo me había olvidado cuánto me gustaba ABBA hasta que vi esta película que en cierta forma es un homenaje a la más poderosa de las canciones del cuarteto sueco, 'Mamma Mia'; The Adventures of Priscilla (Stephan Elliot, 1994) fue el equivalente para los años 90 de La jaula de las locas, es decir, la imagen agradable, empática y en cierta forma esterotipada (y como tal asimilable) del travesti homosexual.

Los años no han tratado bien a The Adventures..., hoy en día muchos de sus tratamientos e historias parecen condenados al lugar común, pero en su tiempo el descaro festivo de la película era realmente atractivo hasta desde una mirada hetero. Revisandola hoy en día me asombra un poco la misoginia latente en el filme: de tres mujeres retratadas en el mismo, solo una (lesbiana, por otra parte) es retratada con una cierta simpatía, mientras que las otras dos son un impresentable marimacho (que recibe un feroz comentario de parte de Terence Stamp invitándola a divertirse con un tampón) y una desquiciada semi-puta oriental cuya principal habilidad consiste en expulsar vaginalmente pelotas de golf. No, no hay nada de cariño hacia las mujeres en esta película.

Pero con los años también ha ganado un atractivo extra; cuando su estreno Hugo Weaving, Terence Stamp y Guy Pearce eran perfectos desconocidos (bueno, Stamp un poco menos), que perfectamente podían ser idénticos a los personajes que representaban. Y el más sorprendente es Weaving. Después de más de diez años y de las trilogías de The Matrix y El Señor de los Anillos, el nigeriano Weaving y sus cejas de elfo es Elrond o el Agente Smith, y es difícil re-imaginarlo en un papel como el del travesti Tick, y menos darse cuenta de lo cómodo que está; la actuación de Weaving es simplemente formidable y si bien su aproximación al personaje es esencialmente humorística, se acuerda de dejarle un espacio de glamour y eventual atractivo. Tick es, de los tres personajes de The Adventures..., el más simpático y el más polifacético, pero también es el más culposo, el que considera más incompatible su condición de homosexual con la de padre (o cualquier rol "respetable"). Por supuesto que supera estas dudas, porque The Adventures... es una máquina de satisfacer deseos y de gustar, pensada principalmente en un público como el que yo era cuando la vi hace más de diez años: masculino, ligeramente prejuicioso y aún incapaz de admitir afecto por un par de canciones de ABBA. Si Frank'n'furter podía colarse en nuestra fiesta y meter ácido en las bebidas para abusar de los desprevenidos y Divine podría romper la puerta a panzazos para luego prender fuego al salón de baile, Tick y los suyos piden permiso educadamente y se ofrecen como número de apertura de Dani Umpi. Bueno, siempre van a ser más divertidos que los Midachi.

Hedwig (John Cameron Mitchell): Difícil imaginar un mejor comienzo que el de Hedwig & The Angry Inch (2001), ese artefacto explosivo dirigido, escrito y protagonizado por John Cameron Mitchell al que al parecer nadie escuchó estallar. La película comienza con Hedwig y su banda tocando 'Tear me down' en un boliche de mierda. Es nada más que eso, una banda de rock tocando una excelente canción de rock'n'roll, pero es imposible sacarle los ojos de encima a Hedwig/Mitchell. Uno sabe que es lógico que tras haber interpretado el rol en cientos de funciones de la obra de la que surgió la película, y que con la ayuda extra de la edición, la performance que vemos no sea exactamente espontánea. Pero las tomas son largas -a diferencia del micro-montaje de los video clips en los que se toma y repite cada segundo en el que el idiota retratado se parece por accidente a un rocker- y alcanzan para notar que el lenguaje corporal de Mitchell/Hedwig es asombroso. Tiene esa clase de gracia felina pero inconfundiblemente masculina de la que gozan pocos performers. Hedwig baila como Iggy Pop, como Perry Farrell, como Gene Kelly, como Mick Jagger nunca llegó a bailar (aunque lo intentó maravillosamente). Y al lograrlo es un rey del escenario, una criatura de la noche única.

El modelo claro de Hedwig es Wayne/Jayne County, pero canta mejor y además es una criatura del S.XXI, por lo que, al igual que el Brian Slade de Todd Haynes -basado en David Bowie pero con varios elementos extra incorporados-, también se inspira en las figuras señeras de la epopeya glam, agregándoles un inevitable componente posmoderno. Y toda gran historia glam tiene que utilizar a la fuerza alguna suerte de gran metáfora homosexual. Pero el paralelismo del germano Hedwig (nombre femenino que existe pero que en inglés tiene una connotación que se podría traducir como "peluca de espinas") con el muro de Berlin y sus referencias al mito griego del andrógino original no funciona tan bien como los extraterrestres wildeanos de Haynes en Velvet Goldmine -película de la que Hedwig es una suerte de primo menor y más salvaje-, y cuando filosofa inspirado en estos mitos y en el disco Berlin de Lou Reed, la película y el personaje caen. En cambio cuando Hedwig/Mitchell están cantando en escena son insuperables.

La voz de Mitchell, algo cascada pero con buen registro, recuerda un poco a la de Marianne Faithfull sin dejar de ser profundamente masculina. El propio Hedwig es un desastre de travesti: es un narigón de rasgos más bien varoniles, parece muchas veces vestido por el enemigo, está pasado de edad para ser una estrella glam y no se depila las axilas. Como si fuera poco su personaje es confesa víctima mutilada de una fallida operación de cambio de sexo. Pero cuando canta 'Sugar Daddy' o 'Angry Inch' es absolutamente magnético y plantea toda una serie de preguntas acerca de lo que es el éxito y el fracaso sobre un escenario. Y lo que es el rock'n'roll, claro.

Hedwig es un beautiful loser, término que ha sido usado y abusado para describir personajes al que solo el segundo de los dos adjetivos les hacía justicia. Es un fracaso con poderes enormes, tanto dentro de la banda como encima del escenario e incluso sobre gente con fuerzas teóricamente superiores a las suyas, como su ex amante y permanente traidor Tommy Gnosis (Michael Pitt). Joven, fachero, "sensible" y perteneciente a la tal vez no extenta de talento pero evidentemente especuladora generación musical de Marylin Manson, el personaje de Tommy Gnosis está evidentemente más actualizado que el glam-punk de Hedwig, pero al mismo tiempo no solo lo respeta sino que lo teme, porque sabe que Hedwig es de verdad.

(Esto pasa en una película, es decir, en una obra de ficción, pero Hedwig es mucho más de verdad que muchos personajes construidos en la vida "real", y la situación que describe es muy, muy verosímil. ¿Cuántos triunfadores sin talento invitan a magníficos losers a que participen en sus discos o les abran shows, quedando como redistribuidores del suceso cuando en verdad están, una vez más, chupando rueda de la credibilidad de bandas y artistas superiores y que no transiguieron? No estoy pensando en el caso ficticio de Gnosis-Hedwig, al fin y al cabo un juego de traiciones más emotivo y directo, sino en esos conciertos tan "incompatibles" en los que alguna figura del olimpo comercial baja a pedirle a alguna banda del under que le sirva de telonero, acción que suele ser aplaudida como generosa cuando por lo general no pasa de ser un brutal hurto de áurea.)

Y con tanta credibilidad sobre los hombros, Hedwig rescata palabras y significados. No hay nada más fácil de secuestrar que una palabra, y la era de la publicidad y el bastardeo es la era del saqueo en masa de secciones enteras de diccionarios, y, como buenos ladrones, se llevan primero las palabras más valiosas, las joyas de la familia. Palabras como juventud, revolución, amor, violencia, coraje o rock'n'roll. Pero un organismo sano y fuerte, aunque sea el de un fracaso de rocker y un fracaso de transexual (o un artista talentoso que juega a ser lo anterior), puede purgar de impurezas un concepto que lo atraviese y es así que Mitchell -no Hedwig, que es su instrumento- decide en pleno S.XXI, en que la palabra ha sido cooptada por las peores lacras expresivas de la historia de occidente, hablar de Rock'n'roll.

No todas las canciones presentes en Hedwig & the Angry Inch son buenas, el nivel es más bien inferior al de, pongamos, The Rocky Horror Show o Singing in the Rain, pero una de ellas es excepcional y es la balada que cierra la película, 'Midnight Radio'. Allí Mitchell, ya abandonado su alter-ego de Hedwig se auto-incluye en un raro paradigma, el de las grandes vocalistas del rock, cantando: "Here's to Patti / And Tina / And Yoko /Aretha /And Nona / And Nico /And me / And all the strange rock and rollers / You know you're doing all right / So hold on to each other / You gotta hold on tonight"

Hay otras cosas, además de la peluca de espinas, abandonadas para cuando llega 'Midnight Radio', entre ellas la ironía y el distanciamiento, que han dado paso a una franqueza brutal, no en la intimidad secreta de los datos revelados sino en una confesión de optimismo melancólico que revela una terca creencia en determinados rituales y vasos comunicantes, que revela la última desnudez. No en vano la canción había comenzado (evocando su propio efecto) de la siguiente forma: "Rain falls hard / Burns dry /A dream / Or a song /That hits you so hard / Filling you up / And suddenly gone / Breath Feel Love / Give Free / Know in you soul / Like your blood knows the way / From you heart to your brain /Know that you're whole"

Está claro que está hablando de cosas serias.

Pero quiero volver atrás para remarcar algo que para quienes conocen la canción es tautológico y el que parece el más ingenuo de sus versos: "And all the strange rock'n'rollers / you know you're doing all right". Cuando Mitchell canta la segunda parte de este verso, literalmente lo berrea, no como el atorrante que busca empatía y efecto en un estadio sino como una celebración. Porque volvamos a los dos adjetivos anteriores y su sinergía: "strange rock'n'rollers". Para cualquier cínico ese concepto es un oxímoron, para Mitchell/Hedwig no. Y se apoya en un simple acto de fe, de creencia en esa extrañeza liberadora. No intenta convencer, para él es algo evidentemente existente, pero nosotros ya escuchamos tonterías similares demasiadas veces, ¿no es cierto? Pero de pronto, en una de esas porque la canción que acabamos de escuchar es realmente poderosa, nos quedamos pensando en esos "strange rock'n'rollers" que están haciendo todo bien. Porque existen y si somos curiosos sabemos que es así, pero aún así somos resistentes a reconocer su existencia, porque esta implica fe y criterio, implica el poder separar la paja del trigo superando la tabula rasa y la inseguridad del posmodernismo, y nuestro propio desencanto que nos cohibe a la hora de reconocer o conocer la strangeness, esa cosa única y colectiva a la que también se la ha dicho otredad, porque eso implica también reconocer nuestra ignorancia, nuestro asombro y nuestra maravilla. Los ojos de liebre encandilada. Y poder ver entre el bosque de brazos levantados y mal olor a sobaco, el brazo que está reclamando palabra e individuación entre la multitud, y que a la vez señala algo real, posiblemente evidente y seguramente invisible por su propia evidencia. Como el final inevitable de la canción:

And you're shining
Like the brightest stars
A transmission
On the midnight radio

And you're spinning
Your new 45's
All the misfits and the losers
Yeah, you know you're rock and rollers
Spinning to your rock and roll

Lift up your hands






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