lunes, febrero 28, 2005
Una oportunidad perdida
Ay la que se viene..., y por momentos ya empezó: Jorge Drexler ganó el Oscar.
Desprecio profundamente la terrajísima ceremonia de los Premios Oscar, la concepción sobre la que se premia, el etnocentrismo que irradia -y que la gran mayoría de los periodistas culturales locales disfruta como un coprófago disfruta una cena marrón-, el carácter mercantilista y las falsas emociones del mismo. Digo, todo el mundo puede equivocarse pero, ¿quién se puede tomar en serio una premiación que en el '98 consideró que la abominable 'Shakespeare in Love' era superior a la excelsa 'The Thin Red Line'? Nah, no vale la pena ni discutir al respecto.
Pero bueno, no seamos guachos y reconozcamos que la nominación de Drexler era algo importante para cualquier artista latino y meritorio más allá de lo que se piense de la canción, que es básicamente una variación del clima y las rimas de 'Yo vengo a ofrecer mi corazón' de Fito Páez. Claro que como la televisión es un monstruo grande, los productores llegaron a la conclusión de que el cantautor uruguayo podía llegar a dormir a los televidentes o, peor, sugerirles que hagan zapping, un miedo más bien justificado teniendo en cuenta la persistente imbecilidad del telespectador yanqui. Así que Drexler fuera y Banderas adentro.
Era un desprecio enorme y que podía haber ameritado un escándalo de proporciones (¿se imaginan si, pongamos, Tricky hubiera tenido una canción nominada y le hubieran dicho "no negrito, la va a cantar Cuba Gooding Jr. que tiene más pinta, es más conocido, es más gracioso y ¡también es negro!"? Me parece que el quilombo habría sido notable). Pero Drexler -si bien todas las referencias personales que tengo de él lo presentan como un tipo ético- no es precisamente un abanderado de las pasiones extremas, así que escogió una protesta tibia: Enrique Iglesias o Chayanne no, Antonio Banderas... sí, pero que conste que estoy enojado.
Ahí se perdió una oportunidad maravillosa de mandar a cagar a la Academia, amenazar con una docena de juicios por discriminación, putear como loco, no ir y hacerle un feo al mundo entero, encontrar otro camino hacia la notoriedad infame... pero bueno, es Drexler el sereno, el ecuánime, el marido perfecto, tal vez fuera mucho pedir.
La tontería de la producción se la puso fácil a Drexler, ya que decidió que tres de las cinco canciones nominadas fueran interpretadas por Beyoncé, una cantante pésima -sí, pésima, no me vengan con que tiene un gran rango o afina bien, es una máquina de hacer clichés vocales, melismas al pedo y es incapaz de transmitir nada excepto el comprensible deseo de verle el culo de más cerca- que se encargó de hacer aún más aburridas las aburridas canciones que competían. El único tema, además del de Drexler, que no cantó Beyoncé lo cantaron los terribles Counting Crows, así que uno no tenía más remedio que ponerse del lado del cantante compatriota. Inclusive a pesar de la versión de Banderas & Santana, un despropósito de entusiasmo al pedo, eso sí, más convencionalmente latino (ustedes saben que los latinos nos agitamos y nos emocionamos como locos, y si hacemos un solo lamentable de guitarra no podemos dejar de tocarlo durante todo el tiempo que dura el tema).
En fin, finalmente ganó (¡Maracaná! ¡Maracaná!), recibió su premio de manos del pigmeo Prince -dos sobrevaloraciones se saludan- y, vengativo e indoblegable, cantó algunos de los versos que los malvados productores le habían impedido cantar originalmente. A Daniel Lucas, y a mi abuelita si estuviera viva, le pareció un gesto gallardo de protesta.
Pensando mal y parafraseando a Milan Kundera, podríamos decir que es el mejor de los gestos de protesta progresistas posible, porque da cuenta de la disconformidad y la disidencia con el estado de las cosas pero al mismo tiempo no aliena a quién lo realiza del medio con el que se enfrenta. Digamos, Drexler marca diferencia con Cristian Castro y R-Way, pero tampoco traiciona su imagen de serena corrección política ambulante, y, esencialmente, no se cierra esa enorme puerta que este diminuto pelado dorado le está abriendo. Es una actitud comprensible.
Claro que tal vez yo hubiera preferido que, en el caso de haber decicido ir y no mandar una legión de abogados, el cantautor uruguayo se subiera al escenario y tras un notorio corte de manga hubiera sí cantado la melodía pero en inglés y sustituyendo sus líricas metáforas por algunos versos crudos tipo "Y ahora me chupan bien la pija / yanquis lambeguascas / viva la barba de Fidel/ la la la la / viva la droga / Aguante Satan..." o algo así.
Pero hubiera sido demasiado pedir, y me hubiera obligado a pegar un poster de Drexler en el living de mi casa, lo cual no pegaría mucho con la decoración ambiente. En el fondo todos tuvimos suerte.
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Desprecio profundamente la terrajísima ceremonia de los Premios Oscar, la concepción sobre la que se premia, el etnocentrismo que irradia -y que la gran mayoría de los periodistas culturales locales disfruta como un coprófago disfruta una cena marrón-, el carácter mercantilista y las falsas emociones del mismo. Digo, todo el mundo puede equivocarse pero, ¿quién se puede tomar en serio una premiación que en el '98 consideró que la abominable 'Shakespeare in Love' era superior a la excelsa 'The Thin Red Line'? Nah, no vale la pena ni discutir al respecto.
Pero bueno, no seamos guachos y reconozcamos que la nominación de Drexler era algo importante para cualquier artista latino y meritorio más allá de lo que se piense de la canción, que es básicamente una variación del clima y las rimas de 'Yo vengo a ofrecer mi corazón' de Fito Páez. Claro que como la televisión es un monstruo grande, los productores llegaron a la conclusión de que el cantautor uruguayo podía llegar a dormir a los televidentes o, peor, sugerirles que hagan zapping, un miedo más bien justificado teniendo en cuenta la persistente imbecilidad del telespectador yanqui. Así que Drexler fuera y Banderas adentro.
Era un desprecio enorme y que podía haber ameritado un escándalo de proporciones (¿se imaginan si, pongamos, Tricky hubiera tenido una canción nominada y le hubieran dicho "no negrito, la va a cantar Cuba Gooding Jr. que tiene más pinta, es más conocido, es más gracioso y ¡también es negro!"? Me parece que el quilombo habría sido notable). Pero Drexler -si bien todas las referencias personales que tengo de él lo presentan como un tipo ético- no es precisamente un abanderado de las pasiones extremas, así que escogió una protesta tibia: Enrique Iglesias o Chayanne no, Antonio Banderas... sí, pero que conste que estoy enojado.
Ahí se perdió una oportunidad maravillosa de mandar a cagar a la Academia, amenazar con una docena de juicios por discriminación, putear como loco, no ir y hacerle un feo al mundo entero, encontrar otro camino hacia la notoriedad infame... pero bueno, es Drexler el sereno, el ecuánime, el marido perfecto, tal vez fuera mucho pedir.
La tontería de la producción se la puso fácil a Drexler, ya que decidió que tres de las cinco canciones nominadas fueran interpretadas por Beyoncé, una cantante pésima -sí, pésima, no me vengan con que tiene un gran rango o afina bien, es una máquina de hacer clichés vocales, melismas al pedo y es incapaz de transmitir nada excepto el comprensible deseo de verle el culo de más cerca- que se encargó de hacer aún más aburridas las aburridas canciones que competían. El único tema, además del de Drexler, que no cantó Beyoncé lo cantaron los terribles Counting Crows, así que uno no tenía más remedio que ponerse del lado del cantante compatriota. Inclusive a pesar de la versión de Banderas & Santana, un despropósito de entusiasmo al pedo, eso sí, más convencionalmente latino (ustedes saben que los latinos nos agitamos y nos emocionamos como locos, y si hacemos un solo lamentable de guitarra no podemos dejar de tocarlo durante todo el tiempo que dura el tema).
En fin, finalmente ganó (¡Maracaná! ¡Maracaná!), recibió su premio de manos del pigmeo Prince -dos sobrevaloraciones se saludan- y, vengativo e indoblegable, cantó algunos de los versos que los malvados productores le habían impedido cantar originalmente. A Daniel Lucas, y a mi abuelita si estuviera viva, le pareció un gesto gallardo de protesta.
Pensando mal y parafraseando a Milan Kundera, podríamos decir que es el mejor de los gestos de protesta progresistas posible, porque da cuenta de la disconformidad y la disidencia con el estado de las cosas pero al mismo tiempo no aliena a quién lo realiza del medio con el que se enfrenta. Digamos, Drexler marca diferencia con Cristian Castro y R-Way, pero tampoco traiciona su imagen de serena corrección política ambulante, y, esencialmente, no se cierra esa enorme puerta que este diminuto pelado dorado le está abriendo. Es una actitud comprensible.
Claro que tal vez yo hubiera preferido que, en el caso de haber decicido ir y no mandar una legión de abogados, el cantautor uruguayo se subiera al escenario y tras un notorio corte de manga hubiera sí cantado la melodía pero en inglés y sustituyendo sus líricas metáforas por algunos versos crudos tipo "Y ahora me chupan bien la pija / yanquis lambeguascas / viva la barba de Fidel/ la la la la / viva la droga / Aguante Satan..." o algo así.
Pero hubiera sido demasiado pedir, y me hubiera obligado a pegar un poster de Drexler en el living de mi casa, lo cual no pegaría mucho con la decoración ambiente. En el fondo todos tuvimos suerte.
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jueves, febrero 24, 2005
Benito mira la televisión abierta, lo cual le produce más indignaciones que alegrías
Como suele suceder cuando llega el verano y los canales se quedan sin los ciclos argentinos, estos echaron mano a series clásicas y a películas para rellenar los vacíos. No voy a protestar por esto. Al menos mientras las series a las que recurren son los Archivos X, Los Simpsons y El Chavo del Ocho.
Los méritos de las dos primeras son reconocidos unánimemente, pero la eternamente resucitada serie mexicana suele despertar algunos escozores entre la gente supuestamente culta, posiblemente por su carácter eminentemente popular y definitivamente latino. Yo personalmente me sigo maravillando de las infinitas variaciones encontradas por el elenco para el mismo tipo de situaciones, que combinan la screwball comedy con el slapstick y el teatro popular, y por la capacidad histriónica de todos y cada uno, especialmente de Ramón Valdez, uno de los seres humanos más graciosos que yo haya visto nunca.
Hace unos días vi un capítulo extraordinario: hay una fiesta en la vecindad y deciden hacer una obra de teatro en la que el Chavo iba a personificar al Chapulín Colorado. Imagínense que desafío actoral, hacer un personaje filtrado a través de otro, imagínense a alguno de los mediocres comediantes actuales de la televisión rioplatense intentándolo. No, mejor no se lo imaginen.
Y el Chavo salía al escenario a hacer del Chapulín Colorado y no era Roberto Gómez Bolaño haciendo del Chapulín, ni siquiera era Chespirito haciendo del Chapulín; era el Chavo del Ocho haciendo del Chapulín Colorado. Un genio, un payaso triste de la tradición de los grandes payasos occidentales. Ojalá los canales locales se queden más a menudo sin productos de Pol-Ka e Ideas del Sur.
(dedicado a sigmur, que aprecia a todos los Bolaño)
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Hablando de Pol-Ka, nunca me atreví a ver un capítulo entero de Los Secretos de Papá, ni siquiera por la presencia de Romina Gaetani, mujer que está para darle y para que se lleve, pero inevitablemente he visto desarrollarse el interminable periplo de la misma a través de los innumerables avances y promociones, además del hecho de que es inevitable toparse con ella en el zapping, ya que la dan prácticamente cada puto día. Y siguiendo esos avances me asombro de la tozudez de Adrián Suar & cía. al insistir con personajes que no funcionan. No digo desde un punto de vista artístico, sería una locura buscar pretensiones artísticas en semejante bicho, sino desde el perverso punto de vista que impera en la televisión actual y el auge de la comedia “costumbrista”. Quiero decir, la pareja protagónica no funciona, no tiene química, no es creíble, no tiene tensión erótica y ni Doña Rosa quiere que terminen juntos. ¿Por qué?, bueno, básicamente porque el personaje de Dadi Brieva –a quién le reconozco que tenía sí una excelente comunicación con los niños en Agrandaditos- es un plomazo, un metido que aparece hasta en la sopa y cualquier mujer que no estuviera obligada por los guionistas a enamorarse de un plomo así saldría corriendo en la dirección contraria apenas lo viera aparecer. Basta, es un idiota, es un insoportable, ¿quién puede, o quiere, construir la ilusión narrativa de que puede levantarse a un caballo como la Gaetani? He visto cosas más asombrosas en la vida real, pero la ficción berreta y reaccionaria debe tener una cierta lógica berreta y reaccionaria, así no se puede.
Por otra parte todo lo que vi de la serie tiene un asombroso conflicto entre su tolerante discurso explícito y la asombrosa homofobia que entraña la composición del personaje de Brieva, que es una loca de carnaval exactamente igual a las que componía su ex compañero de Los Midachi, Miguel Del Sel, tal vez el hombre menos gracioso de Argentina.
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Me sigue asombrando el nuevo comercial de cigarrillos Nevada. Les cuento a los visitantes extranjeros de que se trata: abre con el Trío Fattorusso tocando la melodía del jingle de Nevada en el puerto, de pronto la melodía pasa a ser interpretada por los hermanos Ibarburu en una playa que bien puede ser la del Cabo Polonio. Entonces es Jaime Roos el que toma la posta, cantando la canción con su distintivo tono grave mientras rasguea una guitarra por vaya uno a saber qué puente del interior. Acto seguido el canto pasa a manos de un ping-pong, pobremente producido a nivel de continuidad musical (como todo el anuncio) entre la juvenil cantante de tangos Francis Andreu y el grupo pop Cursi, en el que milita uno de los Drexler. La canción es continuada por Ruben Rada, bailando en una avenida entre trazos de luces en movimiento y acto subido sube hasta un edificio desde donde es tocada por Hereford, quienes rockean en las alturas como Guns’n’Roses en el video de ‘Don’t Cry’. Finalmente imágenes de todos estos artistas son proyectadas sobre los edificios que rodean a una Plaza Independencia repleta de ravers que saltan al ritmo de los beats de la DJ Paola Dalto. Es decir, un viajecito por casi todas las vertientes –exceptuando a esa terrajada de la cumbia- de la música uruguaya popular.
La música uruguaya y su escena tiene varias características muy propias, algunas muy positivas y otras, er, embarazosas como mínimo. Una de ellas es la plena disposición -tal vez originada por el exceso de convivencia, o connivencia, de los humildes y generalmente pelados músicos locales con el rico medio publicitario- a desdibujar la frontera entre música y publicidad, entre canción y jingle, entre performance y actuación. No sé cuando empezó eso pero es algo bastante insólito, no se trata de la compra de los derechos de emisión de determinado tema para que este acompañe a una publicidad –algo de por sí muy discutible también- sino directamente de la participación directa de músicos populares en la composición e interpretación de las canciones publicitarias realizadas expresamente al servicio del marketing de determinado producto. Y no se trata de la utilización culposa y anónima de las habilidades compositivas de estos músicos, sino la exposición total de dicha participación, dando la cara por el producto y poniendo al servicio de este todos los estilemas propios del creador y aliando su carisma, ganado en los escenarios, con la imagen de lo que hay que vender.
Esto es bastante extraordinario, inclusive en el hiper-marketinizado mainstream mundial, dentro de los artistas que pretenden una cierta credibilidad artística, que tienen un relativo pudor con respecto a estas cosas, tal vez no por ética, sino por la seguridad de lo mal que le caería a sus fans. Es decir, lo puede hacer Britney Spears, lo puede hacer Michael Jackson, lo puede hacer R-Way, lo pueden hacen figuras que son esencialmente fenómenos de masas y como tales fenómenos de marketing, superando ampliamente su carácter de músicos (en el caso de que lo sean) para volverse vendedores privilegiados de imagen, algo en lo que invierten mucho más tiempo que en su producción musical y que es lo predominante en su fama. Entonces no es de extrañar el que participen en la promoción de productos comerciales para los que prácticamente fueron creados. Y de cualquier manera son habitualmente despreciados por cualquier músico que tenga al menos una ligera sombra de credibilidad. Pero en el caso uruguayo no lo hacen efímeros productos de marketing sino algunos de los artistas más asentados y emblemáticos de la música local.
No sé cuando empezó esto, creo que Jaime Roos fue uno de sus pioneros con los jingles que compuso para el diario El País. También fue pionero en el arte de comercializar dichos jingles como si fueran canciones, cosa que hizo con el tema que hizo por encargo para la selección uruguaya, ‘Cuando juega Uruguay’. Laura Canoura, publicitaria de profesión, también puso su inconfundible voz al servicio de varios jingles de diversa factura. Rada le tomó la posta a su eterno enemigo Roos con el asunto de componer canciones glorificando al derechista diario El País, e incluyó la agradable melodía que le hizo dentro de un disco de canciones originales. Algo que también hizo Cursi con la melodía que realizó para el canal TVC. Recientemente también El Club de Tobi y Max Capote fueron vistos interpretando la melodía institucional del Canal 10. Esto, es decir, la sumisión absoluta de la imagen a la venta de un producto, es bastante extraordinario, por más que los canallas de U2 vendan I-Pods, y solo puede explicarse en un país en que la frontera entre arte y publicidad se ha hecho tan borrosa que durante años se emitió la entrega de los premios Clío de publicidad por televisión abierta como si fuera la entrega de los Oscars, donde las bandas se legitiman y saltan al mercado a través de una especie de Operación Triunfo del rock organizada por, uf, Pepsi, y donde prácticamente todas las bandas participan alegremente en los chivos de los más diversos productos que realizan los conductores de los programas televisivos mientras los entrevistan. Porque no hay que ser mala onda loco, y te están dando un espacio, así que colaborá.
No tengo ganas de insistir en cuánto esto degrada la relación entre el consumidor de música –es decir, de un producto artístico que sólo refiere comercialmente a sí misma y, generalmente, a su intérprete- y la misma. Ni decir que por más vacía que esté la mayor parte de la música que se produce actualmente, esto no es excusa para llenarla con la alusión a la loca y emocionante vida que se vive si se consume determinado producto. Pero me deprime particularmente el que sean justamente los que podrían darse el lujo de no degradarse por guita los que lo hagan tan ostensiblemente y que todo el mundo lo de por normal. Me explico: si, pongamos, a una banda de las que conozco, que a veces tienen que suspender ensayos porque no pueden pagar la sala y que tocan con equipos de cuarta y guitarras de segunda, les ofrecieran esa guita por hacer el payaso en un comercial, bueno, no estaría bien pero sería comprensible. Si se lo ofrecieran a Darnachauns, con sus eternos problemas económicos que en ocasiones han afectado a sus tratamientos médicos, me parecería más que razonable que aceptara (aunque conociéndolo me jugaría las bolas de que no aceptaría por ninguna cantidad de dinero, porque el Darno es un tipo que le da mucha importancia a la verdadera elegancia). Pero, obviamente, no se le hacen este tipo de ofertas al Darno o a Guachass, sino que se le hacen a los artistas con más convocatoria, los más populares y los, pocos, que pueden vivir de sus actividades musicales no-publicitarias. Es decir, los que podrían decir que no.
Y hay otro detalle con respecto a este comercial: no es precisamente un anuncio de UNICEF o de “conozca al Uruguay y su música”, es de cigarrillos Nevada.
Durante los quince años que fumé, fumé cigarrillos Nevada, los más ricos, los más cool, los más uruguayos y, por lo que sé, los que tienen mayor concentración de nicotina y alquitrán. Los Nevada son tan cool que durante décadas su presupuesto publicitario para televisión fue igual a cero. Como la remera del Barcelona, los Nevada eran tan grandes que no necesitaban publicitarse como las demás marcas inferiores, vos ibas y los comprabas riéndote interiormente de los aspirantes a nuevo rico que fumaban Fiesta Light o los cipayos que fumaban Marlboro (respetemos a Coronado, que es una marca menor pero con personalidad). Los cigarrillos Nevada eran, y supongo que siguen siendo, una delicia de la que eventualmente me acuerdo y con la que de vez en cuando sueño. No dejé de fumarlos porque hubieran bajado de calidad, sabor o carisma, dejé de fumarlos porque soy un compulsivo que si fuma se baja dos cajas por día y que se estaba haciendo mierda físicamente a causa de ese exceso irracional. Si fuera capaz de fumar hasta cinco de ellos por día seguiría fumando, pero no soy capaz, y no les echo la culpa a esos aromáticos cilindros de puro placer y me cago en la cara de los guardabosques que persiguen a los fumadores como si fueran criminales. Dicho sea esto, los cigarrillos son posiblemente la droga más dañina para el organismo que existe, son terriblemente adictivos, no ofrecen ninguna experiencia psíquica notable y matan a sus usuarios casi en forma inexorable. Es decir, algo que un artista de imagen influyente –y en cierta forma modelos de rol- tendría que pensar una docena de veces antes de publicitarlo a los gritos del slogan identificatorio de “así como sos”.
Digo, no habría que extrañarse mucho ya que varios de los presentes en el video ya habían hecho cosas tan dudosas en lo ético como publicitar a un medio pro-dictadura como El País pero ¿cigarrillos? ¿no es un poquito demasiado bajo, digo yo? Toda la flor y nata de la música uruguaya publicitando cigarrillos ante una Plaza Independencia rebosante de fumadores que saltan (la prohibición municipal de fumar dentro de la Intendencia no colisiona, al parecer, con prestar la principal plaza de Montevideo para festejar la vida agitada de la nicotina). Es algo tan exageradamente inmoral y falto de ética que parece parte de un capítulo de los Simpsons.
Sé de buena fuente lo que les pagaron a algunos de ellos, es mucha guita. Es todo un ascenso pasar de hacer de comparsa a los chivos de Va X Vos a cambio de un espacio más o menos privilegiado para tu video a cobrar una bolsa de dólares por convertirse en un cartel animado de cigarrillos.
Entre los que participan en el anuncio hay músicos que me son indiferentes, músicos que me parecen espantosos y músicos de talento asombroso, todos me parecen despreciables en relación a esto. Me parece que en cualquier lugar donde todavía existiera algún tipo de discusión sensata sobre ética artística esto tendría que haber sido tema de discusión, pero claro, capaz que estoy celoso ¿no?
Pueden decirme que es su propia imagen pública y que hacen con ella lo que quieren, y tienen toda la razón del mundo, cada uno hace de su culo un pito, o una orquesta, como suele decir Petru Valensky. Yo no estoy en contra de ese derecho ni lo cuestiono, solo hago uso del mío, como público, de pensar eventualmente en ellos como unos arrastrados y unos miserables capaces de besar un sorete del piso por dinero y promoción. Qué mala onda, ¿no?.
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La versión traducida de Sex & the City, serie que sabiamente había esquivado durante su período de auge, ahora me atrae como un foco a una polilla. Nunca estoy seguro de cual de esas cuatro pelotudas sabelotodo y pseudo-liberadas (a menos que se entienda como libertad sexual la incapacidad de vivir en paz hasta que se encuentre el macho perfecto) me resulta más repulsiva y odiosa. Hoy es Miranda, maldita yuppie clasista cuyo mejor gimmick es poner cara de asombro (¡oh, my god!) ante cada obviedad que se le cruza por el camino. Ojalá que tu guionista se agarre herpes en el recto y que seas sustituída por un personaje con tetas razonables.
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Los méritos de las dos primeras son reconocidos unánimemente, pero la eternamente resucitada serie mexicana suele despertar algunos escozores entre la gente supuestamente culta, posiblemente por su carácter eminentemente popular y definitivamente latino. Yo personalmente me sigo maravillando de las infinitas variaciones encontradas por el elenco para el mismo tipo de situaciones, que combinan la screwball comedy con el slapstick y el teatro popular, y por la capacidad histriónica de todos y cada uno, especialmente de Ramón Valdez, uno de los seres humanos más graciosos que yo haya visto nunca.
Hace unos días vi un capítulo extraordinario: hay una fiesta en la vecindad y deciden hacer una obra de teatro en la que el Chavo iba a personificar al Chapulín Colorado. Imagínense que desafío actoral, hacer un personaje filtrado a través de otro, imagínense a alguno de los mediocres comediantes actuales de la televisión rioplatense intentándolo. No, mejor no se lo imaginen.
Y el Chavo salía al escenario a hacer del Chapulín Colorado y no era Roberto Gómez Bolaño haciendo del Chapulín, ni siquiera era Chespirito haciendo del Chapulín; era el Chavo del Ocho haciendo del Chapulín Colorado. Un genio, un payaso triste de la tradición de los grandes payasos occidentales. Ojalá los canales locales se queden más a menudo sin productos de Pol-Ka e Ideas del Sur.
(dedicado a sigmur, que aprecia a todos los Bolaño)
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Hablando de Pol-Ka, nunca me atreví a ver un capítulo entero de Los Secretos de Papá, ni siquiera por la presencia de Romina Gaetani, mujer que está para darle y para que se lleve, pero inevitablemente he visto desarrollarse el interminable periplo de la misma a través de los innumerables avances y promociones, además del hecho de que es inevitable toparse con ella en el zapping, ya que la dan prácticamente cada puto día. Y siguiendo esos avances me asombro de la tozudez de Adrián Suar & cía. al insistir con personajes que no funcionan. No digo desde un punto de vista artístico, sería una locura buscar pretensiones artísticas en semejante bicho, sino desde el perverso punto de vista que impera en la televisión actual y el auge de la comedia “costumbrista”. Quiero decir, la pareja protagónica no funciona, no tiene química, no es creíble, no tiene tensión erótica y ni Doña Rosa quiere que terminen juntos. ¿Por qué?, bueno, básicamente porque el personaje de Dadi Brieva –a quién le reconozco que tenía sí una excelente comunicación con los niños en Agrandaditos- es un plomazo, un metido que aparece hasta en la sopa y cualquier mujer que no estuviera obligada por los guionistas a enamorarse de un plomo así saldría corriendo en la dirección contraria apenas lo viera aparecer. Basta, es un idiota, es un insoportable, ¿quién puede, o quiere, construir la ilusión narrativa de que puede levantarse a un caballo como la Gaetani? He visto cosas más asombrosas en la vida real, pero la ficción berreta y reaccionaria debe tener una cierta lógica berreta y reaccionaria, así no se puede.
Por otra parte todo lo que vi de la serie tiene un asombroso conflicto entre su tolerante discurso explícito y la asombrosa homofobia que entraña la composición del personaje de Brieva, que es una loca de carnaval exactamente igual a las que componía su ex compañero de Los Midachi, Miguel Del Sel, tal vez el hombre menos gracioso de Argentina.
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Me sigue asombrando el nuevo comercial de cigarrillos Nevada. Les cuento a los visitantes extranjeros de que se trata: abre con el Trío Fattorusso tocando la melodía del jingle de Nevada en el puerto, de pronto la melodía pasa a ser interpretada por los hermanos Ibarburu en una playa que bien puede ser la del Cabo Polonio. Entonces es Jaime Roos el que toma la posta, cantando la canción con su distintivo tono grave mientras rasguea una guitarra por vaya uno a saber qué puente del interior. Acto seguido el canto pasa a manos de un ping-pong, pobremente producido a nivel de continuidad musical (como todo el anuncio) entre la juvenil cantante de tangos Francis Andreu y el grupo pop Cursi, en el que milita uno de los Drexler. La canción es continuada por Ruben Rada, bailando en una avenida entre trazos de luces en movimiento y acto subido sube hasta un edificio desde donde es tocada por Hereford, quienes rockean en las alturas como Guns’n’Roses en el video de ‘Don’t Cry’. Finalmente imágenes de todos estos artistas son proyectadas sobre los edificios que rodean a una Plaza Independencia repleta de ravers que saltan al ritmo de los beats de la DJ Paola Dalto. Es decir, un viajecito por casi todas las vertientes –exceptuando a esa terrajada de la cumbia- de la música uruguaya popular.
La música uruguaya y su escena tiene varias características muy propias, algunas muy positivas y otras, er, embarazosas como mínimo. Una de ellas es la plena disposición -tal vez originada por el exceso de convivencia, o connivencia, de los humildes y generalmente pelados músicos locales con el rico medio publicitario- a desdibujar la frontera entre música y publicidad, entre canción y jingle, entre performance y actuación. No sé cuando empezó eso pero es algo bastante insólito, no se trata de la compra de los derechos de emisión de determinado tema para que este acompañe a una publicidad –algo de por sí muy discutible también- sino directamente de la participación directa de músicos populares en la composición e interpretación de las canciones publicitarias realizadas expresamente al servicio del marketing de determinado producto. Y no se trata de la utilización culposa y anónima de las habilidades compositivas de estos músicos, sino la exposición total de dicha participación, dando la cara por el producto y poniendo al servicio de este todos los estilemas propios del creador y aliando su carisma, ganado en los escenarios, con la imagen de lo que hay que vender.
Esto es bastante extraordinario, inclusive en el hiper-marketinizado mainstream mundial, dentro de los artistas que pretenden una cierta credibilidad artística, que tienen un relativo pudor con respecto a estas cosas, tal vez no por ética, sino por la seguridad de lo mal que le caería a sus fans. Es decir, lo puede hacer Britney Spears, lo puede hacer Michael Jackson, lo puede hacer R-Way, lo pueden hacen figuras que son esencialmente fenómenos de masas y como tales fenómenos de marketing, superando ampliamente su carácter de músicos (en el caso de que lo sean) para volverse vendedores privilegiados de imagen, algo en lo que invierten mucho más tiempo que en su producción musical y que es lo predominante en su fama. Entonces no es de extrañar el que participen en la promoción de productos comerciales para los que prácticamente fueron creados. Y de cualquier manera son habitualmente despreciados por cualquier músico que tenga al menos una ligera sombra de credibilidad. Pero en el caso uruguayo no lo hacen efímeros productos de marketing sino algunos de los artistas más asentados y emblemáticos de la música local.
No sé cuando empezó esto, creo que Jaime Roos fue uno de sus pioneros con los jingles que compuso para el diario El País. También fue pionero en el arte de comercializar dichos jingles como si fueran canciones, cosa que hizo con el tema que hizo por encargo para la selección uruguaya, ‘Cuando juega Uruguay’. Laura Canoura, publicitaria de profesión, también puso su inconfundible voz al servicio de varios jingles de diversa factura. Rada le tomó la posta a su eterno enemigo Roos con el asunto de componer canciones glorificando al derechista diario El País, e incluyó la agradable melodía que le hizo dentro de un disco de canciones originales. Algo que también hizo Cursi con la melodía que realizó para el canal TVC. Recientemente también El Club de Tobi y Max Capote fueron vistos interpretando la melodía institucional del Canal 10. Esto, es decir, la sumisión absoluta de la imagen a la venta de un producto, es bastante extraordinario, por más que los canallas de U2 vendan I-Pods, y solo puede explicarse en un país en que la frontera entre arte y publicidad se ha hecho tan borrosa que durante años se emitió la entrega de los premios Clío de publicidad por televisión abierta como si fuera la entrega de los Oscars, donde las bandas se legitiman y saltan al mercado a través de una especie de Operación Triunfo del rock organizada por, uf, Pepsi, y donde prácticamente todas las bandas participan alegremente en los chivos de los más diversos productos que realizan los conductores de los programas televisivos mientras los entrevistan. Porque no hay que ser mala onda loco, y te están dando un espacio, así que colaborá.
No tengo ganas de insistir en cuánto esto degrada la relación entre el consumidor de música –es decir, de un producto artístico que sólo refiere comercialmente a sí misma y, generalmente, a su intérprete- y la misma. Ni decir que por más vacía que esté la mayor parte de la música que se produce actualmente, esto no es excusa para llenarla con la alusión a la loca y emocionante vida que se vive si se consume determinado producto. Pero me deprime particularmente el que sean justamente los que podrían darse el lujo de no degradarse por guita los que lo hagan tan ostensiblemente y que todo el mundo lo de por normal. Me explico: si, pongamos, a una banda de las que conozco, que a veces tienen que suspender ensayos porque no pueden pagar la sala y que tocan con equipos de cuarta y guitarras de segunda, les ofrecieran esa guita por hacer el payaso en un comercial, bueno, no estaría bien pero sería comprensible. Si se lo ofrecieran a Darnachauns, con sus eternos problemas económicos que en ocasiones han afectado a sus tratamientos médicos, me parecería más que razonable que aceptara (aunque conociéndolo me jugaría las bolas de que no aceptaría por ninguna cantidad de dinero, porque el Darno es un tipo que le da mucha importancia a la verdadera elegancia). Pero, obviamente, no se le hacen este tipo de ofertas al Darno o a Guachass, sino que se le hacen a los artistas con más convocatoria, los más populares y los, pocos, que pueden vivir de sus actividades musicales no-publicitarias. Es decir, los que podrían decir que no.
Y hay otro detalle con respecto a este comercial: no es precisamente un anuncio de UNICEF o de “conozca al Uruguay y su música”, es de cigarrillos Nevada.
Durante los quince años que fumé, fumé cigarrillos Nevada, los más ricos, los más cool, los más uruguayos y, por lo que sé, los que tienen mayor concentración de nicotina y alquitrán. Los Nevada son tan cool que durante décadas su presupuesto publicitario para televisión fue igual a cero. Como la remera del Barcelona, los Nevada eran tan grandes que no necesitaban publicitarse como las demás marcas inferiores, vos ibas y los comprabas riéndote interiormente de los aspirantes a nuevo rico que fumaban Fiesta Light o los cipayos que fumaban Marlboro (respetemos a Coronado, que es una marca menor pero con personalidad). Los cigarrillos Nevada eran, y supongo que siguen siendo, una delicia de la que eventualmente me acuerdo y con la que de vez en cuando sueño. No dejé de fumarlos porque hubieran bajado de calidad, sabor o carisma, dejé de fumarlos porque soy un compulsivo que si fuma se baja dos cajas por día y que se estaba haciendo mierda físicamente a causa de ese exceso irracional. Si fuera capaz de fumar hasta cinco de ellos por día seguiría fumando, pero no soy capaz, y no les echo la culpa a esos aromáticos cilindros de puro placer y me cago en la cara de los guardabosques que persiguen a los fumadores como si fueran criminales. Dicho sea esto, los cigarrillos son posiblemente la droga más dañina para el organismo que existe, son terriblemente adictivos, no ofrecen ninguna experiencia psíquica notable y matan a sus usuarios casi en forma inexorable. Es decir, algo que un artista de imagen influyente –y en cierta forma modelos de rol- tendría que pensar una docena de veces antes de publicitarlo a los gritos del slogan identificatorio de “así como sos”.
Digo, no habría que extrañarse mucho ya que varios de los presentes en el video ya habían hecho cosas tan dudosas en lo ético como publicitar a un medio pro-dictadura como El País pero ¿cigarrillos? ¿no es un poquito demasiado bajo, digo yo? Toda la flor y nata de la música uruguaya publicitando cigarrillos ante una Plaza Independencia rebosante de fumadores que saltan (la prohibición municipal de fumar dentro de la Intendencia no colisiona, al parecer, con prestar la principal plaza de Montevideo para festejar la vida agitada de la nicotina). Es algo tan exageradamente inmoral y falto de ética que parece parte de un capítulo de los Simpsons.
Sé de buena fuente lo que les pagaron a algunos de ellos, es mucha guita. Es todo un ascenso pasar de hacer de comparsa a los chivos de Va X Vos a cambio de un espacio más o menos privilegiado para tu video a cobrar una bolsa de dólares por convertirse en un cartel animado de cigarrillos.
Entre los que participan en el anuncio hay músicos que me son indiferentes, músicos que me parecen espantosos y músicos de talento asombroso, todos me parecen despreciables en relación a esto. Me parece que en cualquier lugar donde todavía existiera algún tipo de discusión sensata sobre ética artística esto tendría que haber sido tema de discusión, pero claro, capaz que estoy celoso ¿no?
Pueden decirme que es su propia imagen pública y que hacen con ella lo que quieren, y tienen toda la razón del mundo, cada uno hace de su culo un pito, o una orquesta, como suele decir Petru Valensky. Yo no estoy en contra de ese derecho ni lo cuestiono, solo hago uso del mío, como público, de pensar eventualmente en ellos como unos arrastrados y unos miserables capaces de besar un sorete del piso por dinero y promoción. Qué mala onda, ¿no?.
***************************************************
La versión traducida de Sex & the City, serie que sabiamente había esquivado durante su período de auge, ahora me atrae como un foco a una polilla. Nunca estoy seguro de cual de esas cuatro pelotudas sabelotodo y pseudo-liberadas (a menos que se entienda como libertad sexual la incapacidad de vivir en paz hasta que se encuentre el macho perfecto) me resulta más repulsiva y odiosa. Hoy es Miranda, maldita yuppie clasista cuyo mejor gimmick es poner cara de asombro (¡oh, my god!) ante cada obviedad que se le cruza por el camino. Ojalá que tu guionista se agarre herpes en el recto y que seas sustituída por un personaje con tetas razonables.
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lunes, febrero 21, 2005
Gonzo Bonzo
Mientras aún está online el post que Hunter escribiera sobre él, Hunter S. Thompson se pegó un tiro. No hay mucho que decir sobre esas cosas y sus misterios.
Hace apenas un par de días me había bajado unas lecturas hechas por él en la Universidad de Boulder. Acá se puede leer -luego de ver un comercial - una furiosa entrevista reciente al pelado, en la que deja claro que el tipo estuvo vivo hasta que se murió.
I've always been a little worried about advocating my way of life, or gauging my success by having other people take up my way of life, like Tim Leary did. I always quarreled with Leary about that. I could have started a religion a long time ago. It would not have a majority of people in it, but there would be a lot of them. But I don't know how wise I am. I don't know what kind of a role model I am. And not everybody is made for this life.
Hace apenas un par de días me había bajado unas lecturas hechas por él en la Universidad de Boulder. Acá se puede leer -luego de ver un comercial - una furiosa entrevista reciente al pelado, en la que deja claro que el tipo estuvo vivo hasta que se murió.
I've always been a little worried about advocating my way of life, or gauging my success by having other people take up my way of life, like Tim Leary did. I always quarreled with Leary about that. I could have started a religion a long time ago. It would not have a majority of people in it, but there would be a lot of them. But I don't know how wise I am. I don't know what kind of a role model I am. And not everybody is made for this life.
viernes, febrero 18, 2005
Poor excuse instead of a proper post
En la edición electrónica de Clarín me encuentro con esta tremebunda noticia:
Lo juzgarán por querer envenenar a su socio con un mate con formol
La nota no da detalles pero no me extrañaría que los nombres de los implicados fueran Walter y Waldo.
Qué escándalo, qué falta de seguridad. Es la pasta base, claro.
Lo juzgarán por querer envenenar a su socio con un mate con formol
La nota no da detalles pero no me extrañaría que los nombres de los implicados fueran Walter y Waldo.
Qué escándalo, qué falta de seguridad. Es la pasta base, claro.
jueves, febrero 10, 2005
Mirando canciones (XV): 22 Going 23
La gente se olvida, pero hace algún tiempo, en el lapso de vida de la mayoría de los lectores, los Butthole Surfers fueron la mejor banda de rock del mundo, de la historia, del universo; después dejaron de serlo, pero qué bueno que fue mientras duró. El tiempo es cruel y da la impresión de que ni siquiera el haber sido la banda con el nombre más impresentable de la historia (“los surfistas del orto”, aclaro, supongo que sin necesidad) va a borrar la debacle que les significó el haber cambiado de formación, pasado de un noble sello Touch & Go –al que traicionaron vilmente- a una multinacional, descendido en forma notable la calidad de sus shows y canciones, perdido el (des)control que tenían sobre las drogas, destrozado su carrera en términos de marketing y haberse vendido en forma ostensible. Todo al mismo tiempo, algo nada recomendable para la credibilidad de una banda indie. Pero los tipos fueron gigantes, dinosaurios que caminaban dados vuelta de ácido, con las pupilas del tamaño de soles negros, aplastando con patas de reptil gigante todo lo que se entendía como rock, como show, como experiencia eléctrica y como comportamiento racional. Eran algo serio los hijos de puta, herederos de esa locura tejana que hace del estado de la estrella solitaria un sitio capaz de parir tanto a psicópatas religiosos con ganas de destruir el mundo como terroristas sónicos empecinados en destruir el rock’n’roll.
Texas es el lugar donde el punk y el ácido se dieron la mano, o directamente crecieron del mismo cactus alucinógeno y plagado de espinas letales. Psicodelia tonal, punk nagual, sonidos diferentes para formas de vida diferentes y una cantidad de salvajes dispuestos a ser lo más extremo de la cultura estadounidense. Y los Butthole Surfers eran la estrella más brillante de la estrella solitaria, la banda que tenía aterrorizado a todo el mundo indie porque, como los Flipper en San Francisco, no sólo parecían sino que era casi seguro que eran. Shows regados de gasolina y LSD en los que dos bateristas, un chico y una chica que parecían hermanos pero no lo eran, ensayaban ritmos tribales mientras sobre el escenario se destruían instrumentos, se proyectaban abyectos filmes médicos sobre autopsias y enfermedades, se vociferaba desde un megáfono, se despelotaba gente, se cojía, se incendiaba, se sangraba y se asustaba hasta al diablo. Y todo envuelto en una poderosa cacofonía de ruido psicodélico y la mayor parafernalia de luces y flashes que haya presentado una banda independiente. Un espectáculo tan intenso como para hacer que a un joven larguirucho que los vio entripado se le ocurriera volverse Marilyn Manson. Pero el show más intenso del rock necesitaba, supuestamente, de soportes sonoros, y los Butthole, que admitían no tener una gran idea de lo que era componer, editaron una serie de discos caóticos, amorfos, grandiosos, de los cuales el más asombroso es Locust Abortion Technician.
Qué discos se hacían a fines de los ochentas, una época secretamente dorada; pero aún ahora este artefacto es algo especial. El Locust… es mejor que el Pet Sounds y el White Album escuchados desde la cama de Famke Janssen, y ni siquiera tiene canciones. Dejando de lado 'Human Cannonball' –lo único parecido a una canción normal y que por otro lado no es gran cosa- el resto del disco está compuesto por una mezcla de metal, psicodelia, música industrial, collages sonoros, after-punk y caos que comienza con una (per)versión casi instrumental de un tema de Black Sabbath (‘Sweet Loaf’), un bosquejo de un blues escalofriante (‘Pittsburgh to Libanon’), algo imposible de clasificar en dos versiones, una de las cuales es simplemente la otra pasada más lento (‘Graveyard’), dos cosas sonoras indescifrables pero breves (‘Weber’, ‘Hay’), una especie de sátira a una canción de thrash (‘The O-Men’), un fragmento de una canción tailandesa metido en el disco con algunas voces encima para hacer un pequeño chiste obsceno (‘Kuntz’), algo repetitivo sobre lo que Gibby Haynes practica un mantra desagradable (‘U.S.S.A.’) y ’22 Going 23’.
Woman: I enjoy your show and I've been trying to get through for quite a while.
Man: Well, We're glad you kept trying
Woman: Umm. I have this problem. Last July, I was assaulted...sexually,
and ever since then, I've been having trouble sleeping.
Man: How old are you?
Woman: I'm 22 going on 23
Man: Medicine... Counseling... Anxiety... Sleep Programming… Medicine... Sleep Programming… Anxiety...Counseling...Medicine... Sleep… Programming... Depression... Anxiety... (etc.)
Woman: Well, they told me, when I have these bad dreams, to try and put
endings on the dreams, like I come out a winner. But everytime i try to do that, I
just...don't get anywhere. It seems, I keep having the same dream over and over every night, and that's why I'm up so late.
Woman: And I watch one soap opera a day. And if he happens to walk in
the house, I'm paranoid. I just jump up and turn off the TV. Except he says, Is that
all you're gonna do all day, just sit around and watch TV? And I love to travel, so I've
mentioned traveling to him. And finances are no problem. But he says that he did all the traveling that he wanted to do while he was in the service.
‘22 Going 23’ es tan excéntrica como el resto del disco; comienza con una grabación levantada de un programa radial en el que una radioescucha llama por teléfono, tras saludar al conductor y luego de que este le pregunte la edad (22 casi 23), comienza a hablar sobre un ataque sexual que sufrió y sus problemas con los sueños. Por debajo de la grabación comienza a sonar un enorme riff de bajo distorsionado, parecido a una pesadilla de Geezer Butler, tocado sobre una percusión tribal en la que se pueden escuchar algunos truenos. Una clínica voz masculina repite conceptos de medicina psiquiátrica. De pronto la música se interrumpe y lo único que escuchamos es a la chica, que sigue hablando sobre miedo y sueño, cuando esta termina sus angustiosas y misteriosas confesiones, Paul Leary entra sobre la base con un solo estridente y plagado de efectos, como el de un guitarrista novel que estuviera tratando de sacar un pique de Hendrix, que agrega aún más mugre a la ominosa melodía de fondo. Luego de unos compases de siniestro ruido eléctrico, el solo desemboca en una hermosa escala que se repite una y otra vez, inundando el tema de un extraño lirismo. Por último vuelve la voz de la chica, esta vez sobre un fondo de grillos y vacas reverberadas, cuyo mugido es el último sonido de la canción y del disco.
Una perfecta pieza musical conceptual, ’22 Going 23’ es una prueba de la procedencia universitaria, intelectual y artística de los surfistas del ojete, así como de su sensibilidad, tal vez drogada pero nunca estúpida. No hay nada azaroso en el orden de sus aparentemente disímiles elementos, sino una construcción dramática en la cual se va generando una tensión sombría y angustiosa entre el speech de la mujer y el riff, tensión que va en aumento hasta que es inesperadamente suavizada por la lírica escala de guitarra que introduce una sensación de onírica belleza en medio de la inquietud de una composición que trata de un tema tabú como la violación sin intervenir moralmente, sin que su cantante abra la boca. Al parecer la llamada provenía de una mentirosa patológica que solía llamar al mismo show radial frecuentemente para contar las más diversas historias. Un dato que le quita algo de morbo pero que no reduce para nada la cualidad inquietante del tema. El mismo año 'Pacific Coast Highway' de Sonic Youth utilizaría los mismos procedimientos de opresión sonora en ascenso que desemboca en el alivio de un fragmento más lírico, un recurso dinámico que tiene mucho de erótico, en una canción que también trataba sobre la violencia sexual. Ignoro qué canción vino antes, pero el parentezco es más que nada conceptual y puede tanto ser casualidad como no serlo (los Butthole habían en cierta forma imitado el sonido de SY en su anterior tema 'Negro Observer', por su parte los neoyorquinos casi calcarían el clima de '22 Going 23' en su esplendoroso instrumental 'McBeth' del disco de Ciccone Youth).
De cualquier forma la oscura belleza de '22 Going 23' y su imprevisible poesía serían un mojón que nadie, ni los propios Butthole, podría alcanzar. Una muestra totalmente legítima de una composición de rock concebida como arte sin la menor pretenciosidad, y un momento de rara vulnerabilidad en la obra de los tejanos, que solo volverían a mostrar esa extraña melancolía onírica en su único hit, el beckiano, comercial y brillante 'Pepper'. Pero al culminar el más demente y genial de sus discos, '22 Going 23' también clausuró el período experimental, gitano y peligroso de la banda. Luego vendrían varias vergüenzas y una larga decadencia, hasta llegaron a componer un simple con Kid Rock, pero no son sus miserias sino sus glorias las que me tienen escribiendo este post.
Dicen los que lo han visto todo que el brillo real de los Surfers refulgía en sus conciertos y que sus grabaciones son solo vestigios, restos fósiles de la bestia que llegaron a ser. Pero bueno, este fósil, como si fuera una vértebra de un Diplodocus, da para adivinar el tamaño de dicho animal gigantesco y enloquecido. Y cuando se le escucha la tierra aún tiembla, porque ya no hay bestias así.
Texas es el lugar donde el punk y el ácido se dieron la mano, o directamente crecieron del mismo cactus alucinógeno y plagado de espinas letales. Psicodelia tonal, punk nagual, sonidos diferentes para formas de vida diferentes y una cantidad de salvajes dispuestos a ser lo más extremo de la cultura estadounidense. Y los Butthole Surfers eran la estrella más brillante de la estrella solitaria, la banda que tenía aterrorizado a todo el mundo indie porque, como los Flipper en San Francisco, no sólo parecían sino que era casi seguro que eran. Shows regados de gasolina y LSD en los que dos bateristas, un chico y una chica que parecían hermanos pero no lo eran, ensayaban ritmos tribales mientras sobre el escenario se destruían instrumentos, se proyectaban abyectos filmes médicos sobre autopsias y enfermedades, se vociferaba desde un megáfono, se despelotaba gente, se cojía, se incendiaba, se sangraba y se asustaba hasta al diablo. Y todo envuelto en una poderosa cacofonía de ruido psicodélico y la mayor parafernalia de luces y flashes que haya presentado una banda independiente. Un espectáculo tan intenso como para hacer que a un joven larguirucho que los vio entripado se le ocurriera volverse Marilyn Manson. Pero el show más intenso del rock necesitaba, supuestamente, de soportes sonoros, y los Butthole, que admitían no tener una gran idea de lo que era componer, editaron una serie de discos caóticos, amorfos, grandiosos, de los cuales el más asombroso es Locust Abortion Technician.
Qué discos se hacían a fines de los ochentas, una época secretamente dorada; pero aún ahora este artefacto es algo especial. El Locust… es mejor que el Pet Sounds y el White Album escuchados desde la cama de Famke Janssen, y ni siquiera tiene canciones. Dejando de lado 'Human Cannonball' –lo único parecido a una canción normal y que por otro lado no es gran cosa- el resto del disco está compuesto por una mezcla de metal, psicodelia, música industrial, collages sonoros, after-punk y caos que comienza con una (per)versión casi instrumental de un tema de Black Sabbath (‘Sweet Loaf’), un bosquejo de un blues escalofriante (‘Pittsburgh to Libanon’), algo imposible de clasificar en dos versiones, una de las cuales es simplemente la otra pasada más lento (‘Graveyard’), dos cosas sonoras indescifrables pero breves (‘Weber’, ‘Hay’), una especie de sátira a una canción de thrash (‘The O-Men’), un fragmento de una canción tailandesa metido en el disco con algunas voces encima para hacer un pequeño chiste obsceno (‘Kuntz’), algo repetitivo sobre lo que Gibby Haynes practica un mantra desagradable (‘U.S.S.A.’) y ’22 Going 23’.
Woman: I enjoy your show and I've been trying to get through for quite a while.
Man: Well, We're glad you kept trying
Woman: Umm. I have this problem. Last July, I was assaulted...sexually,
and ever since then, I've been having trouble sleeping.
Man: How old are you?
Woman: I'm 22 going on 23
Man: Medicine... Counseling... Anxiety... Sleep Programming… Medicine... Sleep Programming… Anxiety...Counseling...Medicine... Sleep… Programming... Depression... Anxiety... (etc.)
Woman: Well, they told me, when I have these bad dreams, to try and put
endings on the dreams, like I come out a winner. But everytime i try to do that, I
just...don't get anywhere. It seems, I keep having the same dream over and over every night, and that's why I'm up so late.
Woman: And I watch one soap opera a day. And if he happens to walk in
the house, I'm paranoid. I just jump up and turn off the TV. Except he says, Is that
all you're gonna do all day, just sit around and watch TV? And I love to travel, so I've
mentioned traveling to him. And finances are no problem. But he says that he did all the traveling that he wanted to do while he was in the service.
‘22 Going 23’ es tan excéntrica como el resto del disco; comienza con una grabación levantada de un programa radial en el que una radioescucha llama por teléfono, tras saludar al conductor y luego de que este le pregunte la edad (22 casi 23), comienza a hablar sobre un ataque sexual que sufrió y sus problemas con los sueños. Por debajo de la grabación comienza a sonar un enorme riff de bajo distorsionado, parecido a una pesadilla de Geezer Butler, tocado sobre una percusión tribal en la que se pueden escuchar algunos truenos. Una clínica voz masculina repite conceptos de medicina psiquiátrica. De pronto la música se interrumpe y lo único que escuchamos es a la chica, que sigue hablando sobre miedo y sueño, cuando esta termina sus angustiosas y misteriosas confesiones, Paul Leary entra sobre la base con un solo estridente y plagado de efectos, como el de un guitarrista novel que estuviera tratando de sacar un pique de Hendrix, que agrega aún más mugre a la ominosa melodía de fondo. Luego de unos compases de siniestro ruido eléctrico, el solo desemboca en una hermosa escala que se repite una y otra vez, inundando el tema de un extraño lirismo. Por último vuelve la voz de la chica, esta vez sobre un fondo de grillos y vacas reverberadas, cuyo mugido es el último sonido de la canción y del disco.
Una perfecta pieza musical conceptual, ’22 Going 23’ es una prueba de la procedencia universitaria, intelectual y artística de los surfistas del ojete, así como de su sensibilidad, tal vez drogada pero nunca estúpida. No hay nada azaroso en el orden de sus aparentemente disímiles elementos, sino una construcción dramática en la cual se va generando una tensión sombría y angustiosa entre el speech de la mujer y el riff, tensión que va en aumento hasta que es inesperadamente suavizada por la lírica escala de guitarra que introduce una sensación de onírica belleza en medio de la inquietud de una composición que trata de un tema tabú como la violación sin intervenir moralmente, sin que su cantante abra la boca. Al parecer la llamada provenía de una mentirosa patológica que solía llamar al mismo show radial frecuentemente para contar las más diversas historias. Un dato que le quita algo de morbo pero que no reduce para nada la cualidad inquietante del tema. El mismo año 'Pacific Coast Highway' de Sonic Youth utilizaría los mismos procedimientos de opresión sonora en ascenso que desemboca en el alivio de un fragmento más lírico, un recurso dinámico que tiene mucho de erótico, en una canción que también trataba sobre la violencia sexual. Ignoro qué canción vino antes, pero el parentezco es más que nada conceptual y puede tanto ser casualidad como no serlo (los Butthole habían en cierta forma imitado el sonido de SY en su anterior tema 'Negro Observer', por su parte los neoyorquinos casi calcarían el clima de '22 Going 23' en su esplendoroso instrumental 'McBeth' del disco de Ciccone Youth).
De cualquier forma la oscura belleza de '22 Going 23' y su imprevisible poesía serían un mojón que nadie, ni los propios Butthole, podría alcanzar. Una muestra totalmente legítima de una composición de rock concebida como arte sin la menor pretenciosidad, y un momento de rara vulnerabilidad en la obra de los tejanos, que solo volverían a mostrar esa extraña melancolía onírica en su único hit, el beckiano, comercial y brillante 'Pepper'. Pero al culminar el más demente y genial de sus discos, '22 Going 23' también clausuró el período experimental, gitano y peligroso de la banda. Luego vendrían varias vergüenzas y una larga decadencia, hasta llegaron a componer un simple con Kid Rock, pero no son sus miserias sino sus glorias las que me tienen escribiendo este post.
Dicen los que lo han visto todo que el brillo real de los Surfers refulgía en sus conciertos y que sus grabaciones son solo vestigios, restos fósiles de la bestia que llegaron a ser. Pero bueno, este fósil, como si fuera una vértebra de un Diplodocus, da para adivinar el tamaño de dicho animal gigantesco y enloquecido. Y cuando se le escucha la tierra aún tiembla, porque ya no hay bestias así.
jueves, febrero 03, 2005
"Nao me amarra dinheiro não, mas os mistérios"
(segundo post en menos de 24 horas, estoy nervioso)
Al mediodía escucho un curioso diálogo, en el programa de noticias y variedades de Gerardo Sotelo en Sarandí, el habitualmente exaltado columnista (¿cultural? ¿social? ¿político?) Rodolfo Fattorusso, se brota y se queja amargamente por algo que lo indigna. No, no se trata del descaro golpista del torturador Paulós, ni las descaradas coimas de la Intendencia de Maldonado, ni la exigencia del Banco Mundial de expulsar a los estudiantes de lento cursar de la universidad pública, ni ninguno de esos problemas, sino la inauguración en la Ciudad Vieja del Monumento a la Diversidad Sexual. Fattorusso, furioso, despotrica en contra del monumento, al que califica de homenaje a la homosexualidad, conducta a la que califica de aberrante, y define a todo como un signo más de estos tiempos en que la sociedad uruguaya se arrastra en el lodo moral. Luego se ensarza en una cierta discusión con el conductor del programa, de temple más tolerante. Mientras el ¿crítico literario? se babea de rabia y pela su arsenal de referencias obvias a la literatura clásica y la filosofía (el imperativo categórico de Kant, que al parecer sigue sin entender ni ser capaz de contextualizar), pero en seguida termina comparando a los homosexuales con los pedófilos y los adeptos al bestialismo; Sotelo trata de atemperarlo, le explica la diferencia entre la tolerancia a la diversidad sexual y el elogio a la homosexualidad, sostiene que un monumento no convierte a nadie y le pone como ejemplo la enorme cruz de Tres Cruces. Ahí Fattorusso pierde la poca compostura que le quedaba, irritandose ante la osadía de comparar a la religión cristiana con cualquier otro tipo de creencia y aprovecha para insultar también al monumento a Iemanjá, al que califica de monumento al animismo primitivista africano, la antítesis de la tradición occidental a la que hay que defender, redondeando una de las más acabadas muestras de fascismo puro y duro mediático que yo haya escuchado en los últimos tiempos.
Hoy era el día de Iemanjá, viviendo a tres cuadras de la playa Ramírez era inevitable que bajara un rato para que el perro estirara las patas, cuidando que el mismo no cagara encima de alguna ofrenda, sentenciándose de inmediato a las peores maldiciones. Antes de salir vi a un conductor de televisión entrevistando a un pai visiblemente amanerado y a una mãe transexual que le contaban que el culto a Iemanjá era un culto ideal para los maricones ("bichas"). Me sonreí pensando en la cara de Fattorusso si escuchaba eso.
La playa estaba tan impactante como todos los 2 de febrero, la arena acribillada con pequeños fosos iluminados por velas parecía un valle lunar incendiándose por dentro, como si algunas estrellas hubieran bajado a recostarse un rato. Miles y miles de personas entremezcladas, comiendo, mirando, haciendo ofrendas de fe, haciendo ofrendas por las dudas, evaluando las ofrendas de los otros para venirlas a buscar en la madrugada. Turistas extranjeros y nacionales, planchas teñidos de naranja orbitando a rubias curiosas de Pocitos que nunca les van a dar pelota, pantalones blancos de lino, señoras asombradas por el porte de mi perro, carros de chorizos, cameramen en busca de notas de color, maricas varios, chicas borrachas hablando a los gritos, y, sobre todo, gente de simple y vistosa religiosidad.
No le tengo mayor simpatía a los dioses del candomblé que a los del Sinaí, y sé que es básicamente otro medio de encauzar el ansia y el hambre de la gente pobre para llenar de dinero a alguien. También sé que es una religión legítima que ha avanzado sin mayor ayuda mediática y que parece ser un culto -tal vez por su sincretismo, por la procedencia general de sus sacerdotes, por su poco apego a los dogmas escritos y, sobre todo, por provenir de Brasil- menos dispuesto a enjuiciar que otros. En todo caso, en la batalla actual mediática entre los repelentes evangelistas de la Iglesia Universal y los cultores del candomblé, no tengo la menor duda hacia que lado me inclino. Además no sabemos nada.
(Hace diez años, yo estaba, un 2 de febrero, en la bahía de Río Vermelho, Salvador, asistiendo a la que se supone es la mayor festividad de Iemanjá del mundo. Toda la bahía, pequeña, similar al puertito del Buceo, hervía de gente que cantaba y bebía batida de coco -algo con agua de coco y vodka- como si estuviera a punto de asumir Eliott Ness como alcalde y estuvieran gastando los últimos días sin veda. Yo era una de las pocas caras blancas en cuadras y cuadras a la redonda y cada vez que tenía que pasar por medio de alguna aglomeración de gente sentía como las manos me entraban en todos los bolsillos buscando pescar el escaso dinero que tenía en una riñonera escondida bajo la camisa. No parecía una fiesta religiosa, la gente bailaba en la calle al son de improvisados equipos de música que soltaban samba-reggae desde las tiendas de una suerte de feria que ocupaba todo el barrio, y cuyas tiendas solamente vendían distintas variedades de bebidas tropicales (inevitablemente alcohólicas) y acarajé. Pasé tres o cuatro horas dando vueltas y bailando, tiempo después del cual, tras haber escuchado un tiroteo y tras haber sido amenazado por un poco pacifista rastafari con que me iba a clavar un cuchillo si seguía hablando con su "namorada", decidí que era hora de volver al albergue de Pituba donde me estaba quedando. Cuando llegué me encontré con una hermosa chica de San Pablo que también estaba en el albergue, y con la que me quedé hablando un par de horas, contándole todas las cosas extrañas que había visto, todas las pequeñas aventuras y los misterios. En algún momento ella me preguntó si me quedaba porro, le dije que no y que de hecho hacía casi una semana que no fumaba. "Que raro, uruguaiano", me dijo, "porque hace casi dos horas que no parás de sonreir". Me di cuenta de que era verdad, un rictus pegado como una mancha de ketchup. Eso que le pasa a la cara de uno cuando está realmente feliz, con ese tipo de felicidad tan absoluta que ni siquiera notamos su presencia.)
Volviendo a casa paso por el monumento a Iemanjá que tanto indignaba a Fattorusso. Es más bien feo, un bronce bastante tosco parecido a las representaciones de yeso de la diosa que suelen venderse en las santerías. Una Iemanjá regordeta y rotunda con los brazos abiertos que mira al Río de la Plata. Pero si la estatua es fea, el pedestal, ornamentado con flores blancas y velas, no lo es. En sus cuatro costados çestán escritos cuatro diferentes textos en honor al orixá de las aguas. Dos, en castellano, corresponden a un escritor uruguayo y otro argentino. El tercero es un canto yoruba a Iemanjá, con su correspondiente traducción. Y el cuarto es un escrito de Jorge Amado, el bahiano, sobre los cinco nombres de la diosa. Termina diciendo simplemente que las mujeres de la calle y el puerto le dicen "María", y que es un nombre bonito. Es cierto. Mientras lo leo recuerdo aquel verso de Renato Russo: "meu filho vai ter nome de santo / quero o nome mais bonito". Diez años ya, puta madre. Qué agradable que es el adjetivo "bonito", casi prohibido en español, cuando se usa en portugués. Es bonito.
Al mediodía escucho un curioso diálogo, en el programa de noticias y variedades de Gerardo Sotelo en Sarandí, el habitualmente exaltado columnista (¿cultural? ¿social? ¿político?) Rodolfo Fattorusso, se brota y se queja amargamente por algo que lo indigna. No, no se trata del descaro golpista del torturador Paulós, ni las descaradas coimas de la Intendencia de Maldonado, ni la exigencia del Banco Mundial de expulsar a los estudiantes de lento cursar de la universidad pública, ni ninguno de esos problemas, sino la inauguración en la Ciudad Vieja del Monumento a la Diversidad Sexual. Fattorusso, furioso, despotrica en contra del monumento, al que califica de homenaje a la homosexualidad, conducta a la que califica de aberrante, y define a todo como un signo más de estos tiempos en que la sociedad uruguaya se arrastra en el lodo moral. Luego se ensarza en una cierta discusión con el conductor del programa, de temple más tolerante. Mientras el ¿crítico literario? se babea de rabia y pela su arsenal de referencias obvias a la literatura clásica y la filosofía (el imperativo categórico de Kant, que al parecer sigue sin entender ni ser capaz de contextualizar), pero en seguida termina comparando a los homosexuales con los pedófilos y los adeptos al bestialismo; Sotelo trata de atemperarlo, le explica la diferencia entre la tolerancia a la diversidad sexual y el elogio a la homosexualidad, sostiene que un monumento no convierte a nadie y le pone como ejemplo la enorme cruz de Tres Cruces. Ahí Fattorusso pierde la poca compostura que le quedaba, irritandose ante la osadía de comparar a la religión cristiana con cualquier otro tipo de creencia y aprovecha para insultar también al monumento a Iemanjá, al que califica de monumento al animismo primitivista africano, la antítesis de la tradición occidental a la que hay que defender, redondeando una de las más acabadas muestras de fascismo puro y duro mediático que yo haya escuchado en los últimos tiempos.
Hoy era el día de Iemanjá, viviendo a tres cuadras de la playa Ramírez era inevitable que bajara un rato para que el perro estirara las patas, cuidando que el mismo no cagara encima de alguna ofrenda, sentenciándose de inmediato a las peores maldiciones. Antes de salir vi a un conductor de televisión entrevistando a un pai visiblemente amanerado y a una mãe transexual que le contaban que el culto a Iemanjá era un culto ideal para los maricones ("bichas"). Me sonreí pensando en la cara de Fattorusso si escuchaba eso.
La playa estaba tan impactante como todos los 2 de febrero, la arena acribillada con pequeños fosos iluminados por velas parecía un valle lunar incendiándose por dentro, como si algunas estrellas hubieran bajado a recostarse un rato. Miles y miles de personas entremezcladas, comiendo, mirando, haciendo ofrendas de fe, haciendo ofrendas por las dudas, evaluando las ofrendas de los otros para venirlas a buscar en la madrugada. Turistas extranjeros y nacionales, planchas teñidos de naranja orbitando a rubias curiosas de Pocitos que nunca les van a dar pelota, pantalones blancos de lino, señoras asombradas por el porte de mi perro, carros de chorizos, cameramen en busca de notas de color, maricas varios, chicas borrachas hablando a los gritos, y, sobre todo, gente de simple y vistosa religiosidad.
No le tengo mayor simpatía a los dioses del candomblé que a los del Sinaí, y sé que es básicamente otro medio de encauzar el ansia y el hambre de la gente pobre para llenar de dinero a alguien. También sé que es una religión legítima que ha avanzado sin mayor ayuda mediática y que parece ser un culto -tal vez por su sincretismo, por la procedencia general de sus sacerdotes, por su poco apego a los dogmas escritos y, sobre todo, por provenir de Brasil- menos dispuesto a enjuiciar que otros. En todo caso, en la batalla actual mediática entre los repelentes evangelistas de la Iglesia Universal y los cultores del candomblé, no tengo la menor duda hacia que lado me inclino. Además no sabemos nada.
(Hace diez años, yo estaba, un 2 de febrero, en la bahía de Río Vermelho, Salvador, asistiendo a la que se supone es la mayor festividad de Iemanjá del mundo. Toda la bahía, pequeña, similar al puertito del Buceo, hervía de gente que cantaba y bebía batida de coco -algo con agua de coco y vodka- como si estuviera a punto de asumir Eliott Ness como alcalde y estuvieran gastando los últimos días sin veda. Yo era una de las pocas caras blancas en cuadras y cuadras a la redonda y cada vez que tenía que pasar por medio de alguna aglomeración de gente sentía como las manos me entraban en todos los bolsillos buscando pescar el escaso dinero que tenía en una riñonera escondida bajo la camisa. No parecía una fiesta religiosa, la gente bailaba en la calle al son de improvisados equipos de música que soltaban samba-reggae desde las tiendas de una suerte de feria que ocupaba todo el barrio, y cuyas tiendas solamente vendían distintas variedades de bebidas tropicales (inevitablemente alcohólicas) y acarajé. Pasé tres o cuatro horas dando vueltas y bailando, tiempo después del cual, tras haber escuchado un tiroteo y tras haber sido amenazado por un poco pacifista rastafari con que me iba a clavar un cuchillo si seguía hablando con su "namorada", decidí que era hora de volver al albergue de Pituba donde me estaba quedando. Cuando llegué me encontré con una hermosa chica de San Pablo que también estaba en el albergue, y con la que me quedé hablando un par de horas, contándole todas las cosas extrañas que había visto, todas las pequeñas aventuras y los misterios. En algún momento ella me preguntó si me quedaba porro, le dije que no y que de hecho hacía casi una semana que no fumaba. "Que raro, uruguaiano", me dijo, "porque hace casi dos horas que no parás de sonreir". Me di cuenta de que era verdad, un rictus pegado como una mancha de ketchup. Eso que le pasa a la cara de uno cuando está realmente feliz, con ese tipo de felicidad tan absoluta que ni siquiera notamos su presencia.)
Volviendo a casa paso por el monumento a Iemanjá que tanto indignaba a Fattorusso. Es más bien feo, un bronce bastante tosco parecido a las representaciones de yeso de la diosa que suelen venderse en las santerías. Una Iemanjá regordeta y rotunda con los brazos abiertos que mira al Río de la Plata. Pero si la estatua es fea, el pedestal, ornamentado con flores blancas y velas, no lo es. En sus cuatro costados çestán escritos cuatro diferentes textos en honor al orixá de las aguas. Dos, en castellano, corresponden a un escritor uruguayo y otro argentino. El tercero es un canto yoruba a Iemanjá, con su correspondiente traducción. Y el cuarto es un escrito de Jorge Amado, el bahiano, sobre los cinco nombres de la diosa. Termina diciendo simplemente que las mujeres de la calle y el puerto le dicen "María", y que es un nombre bonito. Es cierto. Mientras lo leo recuerdo aquel verso de Renato Russo: "meu filho vai ter nome de santo / quero o nome mais bonito". Diez años ya, puta madre. Qué agradable que es el adjetivo "bonito", casi prohibido en español, cuando se usa en portugués. Es bonito.
miércoles, febrero 02, 2005
Quienes fueron y quienes deberían
La oposición de la Iglesia Católica a la eutanasia es, obviamente, una oposición hipócrita por parte de una organización caracterizada por quemar a sus disidentes, puede explicarse a partir de ese moderno culto a la vida que es en realidad un culto a la opresión mediante el control sexual, pero sobre todo tiene que ver con la disposición de seguir siendo quién administre los horarios de ingreso por las puertas celestiales. O tal vez sea mera crueldad y estupidez, todo puede ser. De cualquier forma hay que decir que esta oposición, que ha contagiado a la hegemonía cristiana -inclusive a los que apoyan la pena de muerte a personas saludables- y que condena a la tortura a miles y miles de agónicos enfermos en el mundo, tal vez termine debilitándose gracias a la prolongada exposición de su deterioradísima primera figura, Karol Wojtyla. Afectado por el Alzheimer, hecho trozos por la edad y los problemas pulmonares, la Iglesia sigue paseándolo como ejemplo de fuerza vital y haciéndolo leer los papelitos que le dictan sus lugartenientes del Opus Dei y de la Iglesia alemana, aquella que le dio un par de manos a cierto cabo austríaco y que hoy en día se encuentra con una deserción record de creyentes, lo cual no impide que sea una de las fuerzas más poderosas y reaccionarias dentro del Vaticano. Pero mientras se arregla la sucesión, Wojtyla sigue siendo útil como emblema viviente del conservadurismo católico y como vistoso títere -mientras pueda leer al menos- que reproduce las habituales condenas al condón y etcéteras. Pero, a la fresca que está hecho mierda el hombre, si esa es la condena a la vida que la Iglesia propone como ejemplo están en problemas, porque al menos a mí me dan ganas de matarme al cumplir los sesenta. Pero al menos les sigue sirviendo de excusa para llenar nuevamente las iglesias, esta vez de religiosos que rezan por su recuperación. O eso parece.
Hablando de la parca; hace algunos días murió Johnny Carson, conductor radial que se convirtiera en el primer anfitrión del exitoso Tonight Show estadounidense. La noticia, lógicamente, ocupó la primer plana de todos los diarios de aquel país, con menos lógica, también tuvo un destaque en las portadas de los principales diarios del Río de la Plata. No tengo nada en contra de Johnny Carson, no tengo nada a favor tampoco, no tengo nada de nada porque -al igual que, supongo, el 99% de los rioplatenses- nunca lo había visto, ya que su éxito televisivo fue anterior a la globalización y la hegemonía de la televisión del gran país del norte, y practicamente no tuvo ninguna participación cinematográfica. Es decir, Johnny Carson era sin duda una figura importante para los yanquis, pero para nosotros no era nadie, entonces ¿a santo de qué todos los noticieros de Uruguay y los diarios argentinos (los medios que yo vi, pero tal vez haya habido más) le dedicaron notorios espacios a informar sobre su muerte? ¿Se imaginan al New York Times destacando la muerte de Silvio Soldán y su peluca? Quiero decir; era una noticia irrelevante para cualquiera que no fuera norteamericano o no hubiera crecido en E.E.U.U. a fines de los sesenta y principios de los setenta, pero acá, como monitos mímicos, los periodistas reprodujeron la información sin siquiera preguntarse su relevancia, solo porque en E.E.U.U. había sido una noticia importante. Era como para poner una nota en la sección de espectáculos e ignorar totalmente la noticia en la televisión, pero no, monkey sees monkey does, los mismos conmovidos periodistas que jamás se acercarían a ver algo de verdad que pasa a tres cuadras de sus casas informaban sobre la muerte de un conductor televisivo que ya está siendo olvidado hasta por los gusanos que se lo comieron, y que para el público de sus diarios y noticieros era nadie. Y de la misma forma en que estos vagos reproducen por pereza noticias irrelevantes, también reproducen en forma acrítica la agenda moral y política de los medios de los que se alimentan, reproduciendo los puntos de vista de una nación de puritanos sodomizadores de parientes que creen que Satanás hace crecer la marihuana y que Saddam demolió las torres gemelas.
En cambio el que siguió siendo nadie al morirse fue alguien que representaba lo mejor de E.E.U.U., Hubert Selby Jr.
Estaba leyendo una nota reciente a Henry Rollins, y el musculoso se lamentaba por la muerte de Hubert Selby Jr. en abril del año pasado. Yo me quedé pensando "esperen un cacho, es Hubert Selby Jr., ¿cómo puede ser que no haya salido nada en ninguna parte y yo me entere casi un año después?" Bueno, tal vez por el mismo motivo que la muerte del fucking Johnny Carson fue noticia, tal vez porque Selby era realmente un autor importante.
Selby, al igual que William Burroughs, autor con el que lo emparentan varias cosas, incluídas las prohibiciones de sus principales obras, vivió mucho más de lo que esperaban sus detractores. Dedicado a la escritura a partir de una tuberculosis que lo afectó de joven y que lo dejaría respirando por un pulmón el resto de su vida, Selby coqueteó con la autodestrucción tóxica con dedicación y esmero, y de esa experiencia sacó una serie de libros durísimos, de belleza áspera y casi insoportable para los estómagos sensibles. Su opera prima, Última salida para Brooklyn (1964) es uno de esos libros que merecen pasar al canon de las obras de arte malditas. Un clásico absoluto, escrito a lo largo de diez años con la paciencia de un joyero loco que estuviera tallando una pieza obscena e impresentable en el más hermoso de los diamantes. Un libro que inspiró una película homónima bastante fiel, un excelente capítulo de los Simpsons y el nombre del mejor disco de los Smiths (The Queen is Dead), inspirado en la sección del mismo libro en la que se relata la muerte de un homosexual drogadicto. Un texto lleno de mugre, traiciones, violencia, adicciones y sexo lumpen más allá de cualquiera de los standards del realismo sucio, al que precede y supera; en él el Brooklyn de los años cincuenta se revela como un infierno de degradación y abuso que Selby suaviza con infinita (aunque asordinada) piedad y con una novedosa concepción de la novela proletaria que sustituye a los obreros de bronce monumental por gente de carne y hueso. Última salida para Brooklyn es un libro muy triste y con una fuerza arrolladora, algo así como la fusión imposible entre los ambientes de Burroughs y Bukowski con el Emile Zolá de La Ralea y el Dos Passos de Manhattan Transfer.
Insisto con este título porque es el único que se consigue con cierta facilidad en castellano. Autor más bien parco y en permanente estado de nocaut por su frágil salud, Selby dejó muy pocas novelas más, pero entre ellas están las claustrofóbicas y obsesivas The Room y The Demon, casi insoportables en su recalcitrante viaje a la falta de aire metafórica y real, y la poderosamente oscura Requiem for a Dream, que fue llevada al cine por Darien Aronofsky en una versión estéticamente polémica pero fiel a la negrura de la novela. Cualquiera de ellas tiene su lugar en la literatura norteamericana del siglo XX, y un lugar mucho más grande del que le dieron los periodistas a la muerte de su autor.
Y yo hago lo que puedo, que es muy poquito, para subsanar semejante ninguneo. Consigan los libros de Selby Jr. Léanlos. Están vivos y queman.
Hablando de la parca; hace algunos días murió Johnny Carson, conductor radial que se convirtiera en el primer anfitrión del exitoso Tonight Show estadounidense. La noticia, lógicamente, ocupó la primer plana de todos los diarios de aquel país, con menos lógica, también tuvo un destaque en las portadas de los principales diarios del Río de la Plata. No tengo nada en contra de Johnny Carson, no tengo nada a favor tampoco, no tengo nada de nada porque -al igual que, supongo, el 99% de los rioplatenses- nunca lo había visto, ya que su éxito televisivo fue anterior a la globalización y la hegemonía de la televisión del gran país del norte, y practicamente no tuvo ninguna participación cinematográfica. Es decir, Johnny Carson era sin duda una figura importante para los yanquis, pero para nosotros no era nadie, entonces ¿a santo de qué todos los noticieros de Uruguay y los diarios argentinos (los medios que yo vi, pero tal vez haya habido más) le dedicaron notorios espacios a informar sobre su muerte? ¿Se imaginan al New York Times destacando la muerte de Silvio Soldán y su peluca? Quiero decir; era una noticia irrelevante para cualquiera que no fuera norteamericano o no hubiera crecido en E.E.U.U. a fines de los sesenta y principios de los setenta, pero acá, como monitos mímicos, los periodistas reprodujeron la información sin siquiera preguntarse su relevancia, solo porque en E.E.U.U. había sido una noticia importante. Era como para poner una nota en la sección de espectáculos e ignorar totalmente la noticia en la televisión, pero no, monkey sees monkey does, los mismos conmovidos periodistas que jamás se acercarían a ver algo de verdad que pasa a tres cuadras de sus casas informaban sobre la muerte de un conductor televisivo que ya está siendo olvidado hasta por los gusanos que se lo comieron, y que para el público de sus diarios y noticieros era nadie. Y de la misma forma en que estos vagos reproducen por pereza noticias irrelevantes, también reproducen en forma acrítica la agenda moral y política de los medios de los que se alimentan, reproduciendo los puntos de vista de una nación de puritanos sodomizadores de parientes que creen que Satanás hace crecer la marihuana y que Saddam demolió las torres gemelas.
En cambio el que siguió siendo nadie al morirse fue alguien que representaba lo mejor de E.E.U.U., Hubert Selby Jr.
Estaba leyendo una nota reciente a Henry Rollins, y el musculoso se lamentaba por la muerte de Hubert Selby Jr. en abril del año pasado. Yo me quedé pensando "esperen un cacho, es Hubert Selby Jr., ¿cómo puede ser que no haya salido nada en ninguna parte y yo me entere casi un año después?" Bueno, tal vez por el mismo motivo que la muerte del fucking Johnny Carson fue noticia, tal vez porque Selby era realmente un autor importante.
Selby, al igual que William Burroughs, autor con el que lo emparentan varias cosas, incluídas las prohibiciones de sus principales obras, vivió mucho más de lo que esperaban sus detractores. Dedicado a la escritura a partir de una tuberculosis que lo afectó de joven y que lo dejaría respirando por un pulmón el resto de su vida, Selby coqueteó con la autodestrucción tóxica con dedicación y esmero, y de esa experiencia sacó una serie de libros durísimos, de belleza áspera y casi insoportable para los estómagos sensibles. Su opera prima, Última salida para Brooklyn (1964) es uno de esos libros que merecen pasar al canon de las obras de arte malditas. Un clásico absoluto, escrito a lo largo de diez años con la paciencia de un joyero loco que estuviera tallando una pieza obscena e impresentable en el más hermoso de los diamantes. Un libro que inspiró una película homónima bastante fiel, un excelente capítulo de los Simpsons y el nombre del mejor disco de los Smiths (The Queen is Dead), inspirado en la sección del mismo libro en la que se relata la muerte de un homosexual drogadicto. Un texto lleno de mugre, traiciones, violencia, adicciones y sexo lumpen más allá de cualquiera de los standards del realismo sucio, al que precede y supera; en él el Brooklyn de los años cincuenta se revela como un infierno de degradación y abuso que Selby suaviza con infinita (aunque asordinada) piedad y con una novedosa concepción de la novela proletaria que sustituye a los obreros de bronce monumental por gente de carne y hueso. Última salida para Brooklyn es un libro muy triste y con una fuerza arrolladora, algo así como la fusión imposible entre los ambientes de Burroughs y Bukowski con el Emile Zolá de La Ralea y el Dos Passos de Manhattan Transfer.
Insisto con este título porque es el único que se consigue con cierta facilidad en castellano. Autor más bien parco y en permanente estado de nocaut por su frágil salud, Selby dejó muy pocas novelas más, pero entre ellas están las claustrofóbicas y obsesivas The Room y The Demon, casi insoportables en su recalcitrante viaje a la falta de aire metafórica y real, y la poderosamente oscura Requiem for a Dream, que fue llevada al cine por Darien Aronofsky en una versión estéticamente polémica pero fiel a la negrura de la novela. Cualquiera de ellas tiene su lugar en la literatura norteamericana del siglo XX, y un lugar mucho más grande del que le dieron los periodistas a la muerte de su autor.
Y yo hago lo que puedo, que es muy poquito, para subsanar semejante ninguneo. Consigan los libros de Selby Jr. Léanlos. Están vivos y queman.
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